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Vida de familia, de Alicia Scherson y Cristián Jiménez

Vida de familia, de Alicia Scherson y Cristián Jiménez

Naief Yehya

Bruno (Cristián Carvajal), su esposa Consuelo (Blanca Lewin) y su hija Sofi (Adara Casassus) están a punto de irse a pasar una temporada en Francia pero necesitan a alguien que cuide su casa en el barrio Yungay, de Santiago de Chile, y al gato Mississippi. En el entierro de un tío, Bruno se reencuentra con Martín (Jorge Becker), su primo segundo y el hijo del difunto, a quien le propone quedarse en su casa para relajarse y tratar de poner sus ideas en orden tras su pérdida. A pesar de ser familia, Martín es un desconocido, un cuarentón, depresivo, desempleado y fracasado en términos económicos y sociales; es un “tiro al aire”, dice Consuelo antes de su llegada. Bruno, quien es profesor de literatura chilena, recibe a Martín con un abrazo que éste acepta sin corresponder y sin fingir emoción alguna; le muestra su biblioteca y le dice que puede leer lo que quiera pero que debe regresar los libros a su lugar. No obstante, a Martín no le gusta leer y comenta que tan sólo hizo como que leyó el Quijote. Desde su llegada hay una atmósfera enrarecida, tensa, “¿Me estás entrevistando. Pensé que ya tenía el trabajo?”, le responde cuando le pregunta acerca de su vida. Parece haber una imposibilidad de romper el hielo y traspasar obstáculos culturales, sociales y resentimientos remotos. Bruno se arrepiente, siente desconfianza y cierto rechazo. “Es oscuro”, le dice a Consuelo, pero ella lo ve con cierta fascinación y lo define como: “melancólico”.

La película Vida de familia, de Alicia Scherson y Cristián Jiménez, basada en el notable cuento homónimo de Alejandro Zambra (quien aparece en un papel secundario), con guión de él mismo (el primero y seguramente no el último que escribe) y los directores, es una reflexión sobre la condición de pertenecer a un núcleo familiar, sobre la inseguridad y el conformismo, así como la angustia de formar una familia y tener cuarenta y tantos. Pero también es una manera de pensar en los laberintos de la identidad y en el dilema de la duración de las relaciones. La familia como anhelo y como condena, laboratorio de la personalidad y contrato represor, compromiso de cariño y concesiones, desencuentro de temperamentos y sometimiento de conveniencia.

Martín mira a sus anfitriones cargar pesadas maletas y no hace nada por ayudarlos, apaga un cigarro en el suelo ante la mueca de desaprobación de Bruno, le apunta con negligencia un laser al rostro a Consuelo y apenas puede agradecer la generosidad de sus anfitriones. Sin embargo, la indiferencia, el atrevimiento y el agobio estremecen a Consuelo y despiertan de manera evidente su interés por el intruso, lo cual recuerda un poco al Visitante, de Teorema, de Pier Paolo Pasolini (1968), cuya presencia trastorna y eventualmente destruye la aparente felicidad de una familia burguesa de Milán.

Bruno y Consuelo se encuentran en una fase difícil de la relación, en la que a pesar de hacer el amor seguido, con disciplina y estoicismo (con el temor de ser escuchados por Sofi), parecen distantes. Ella dice sentirse “permanentemente un poco enojada con Bruno” y mientras habla por teléfono dice frente a un espejo, quizás más para convencerse a sí misma, que a su interlocutora, “Estoy la raja, me siento bien, estoy feliz”, lo cual va a contrapuntear con: “Estaba a punto de tomar puras malas decisiones pero Bruno entendió”. Los rituales de lo habitual los han ablandado y parecen ver el viaje a Francia como una oportunidad de recuperar la vitalidad perdida de la relación.

Al irse y tras una incómoda despedida en la que Martín intenta besar a Consuelo en la boca y es rechazado, él queda ensimismado, sofocado en un mundo ajeno el cual tratará de moldear y transformar, primero mediante el caos y el desorden y luego al apropiarse de él a costa de una reinvención de su identidad. A los pocos días de su llegada a la casa, Mississippi se pierde, esto despierta un sentido de responsabilidad en Martín quien imprime y sale a pegar carteles de “Se busca gato negro”. Esto le da oportunidad para conocer a la voluntariosa Pachi (Gabriela Arancibia), quien también ha perdido a su mascota y es una madre soltera que ha regresado a vivir a casa de sus padres, vende videos piratas y aspira volver a la escuela pero no tiene idea qué estudiará. Martín es bien parecido y su aura de misterio, que bien podría ser pobreza espiritual e intelectual, lo vuelve atractivo para ciertas mujeres, por tanto no parecería necesitar de inventarse una nueva identidad y menos una inspirada en Bruno. Sin embargo eso hace, por lo que le cuenta a Pachi que ha sido abandonado por su esposa, en la víspera de un viaje a Francia, y que ella se ha llevado a su hija, a la cual apenas lo deja visitar y la usa para extorsionarlo y torturarlo. Martín reconstruye con viejas fotos, un scanner y una impresora una historia nueva, con sus propios códigos de pertenencia, rechazo y parentesco, con rostros borrados y otros que de tanto ampliar se pierden en el punto fotográfico, à la Blowup, de Michelangelo Antonioni (1966)

A partir de esa mentira Martín crea una relación con Pachi y su hijo, Sebas (Lucas Miranda), para lo cual hace eco de lo aprendido en las pocas horas que pasó con la familia de Bruno. Y una vez conformada esta familia artificial, el gato Mississippi regresa, como si reconociera un ambiente habitable. En su primer encuentro Pachi le regala a Martín un video de la película cubana de culto Molina’s Ferozz, el extraño y perverso reciclaje de la historia de la Caperucita Roja, de Jorge Molina Henríquez (2010). Otra historia de identidades falsas e impostores. Martín ve la película y a su regreso Consuelo la encuentra y la ve también, y los vemos a ambos viendo la misma atroz escena final, en que la joven, llorando y cubierta de sangre, acaba de ser violada por su tío, quien supuestamente era su protector. Lo cual resulta una señal extrañamente ominosa que puede hacer pensar en una grotesca metáfora de la violación de la casa, de la intimidad y de la estabilidad familiar.

La cinta está dividida en tres partes, la primera y la última protagonizadas por Bruno y Consuelo, la segunda por Martín y su plagio de personalidad. La táctica  de Martín parece improvisada y desarticulada, pero se va volviendo sólida, como si el engaño pudiera tener algún futuro. La pista sonora jazzística de Caroline Chaspoul y Eduardo Henríquez en buena medida va siguiendo el paso a la transformación, a la apropiación de la identidad y más tarde a su colapso, también la música que Martín escucha va de Beethoven al grupo chileno de metal, Pandemónium, y de ahí al concierto de Brandemburgo, en una aparente tanteo y búsqueda de conciliación con una realidad ajena. Asímismo, comienza a leer libros, a beber vino en vez de Jack Daniels o cerveza y a vestirse con los sacos y suéteres de Bruno, dejando a un lado la imagen de rebeldía que proyectaba su chamarra negra de cuero.

El personaje fundamental de las tres partes es la casa, que en la vida real es de Scherson, los libros, el patio, el arte, la azotea, los objetos y la cocina son elementos fundamentales de la narrativa que están cargados de símbolos de cultura, de “buen gusto” y de bienestar, con lo que se define la identidad y a la vez son territorios que Martín ve distantes y quizás hostiles por lo que debe conquistarlos. En buena medida el personaje de Martín recuerda al de otro texto de Zambra, Julio (Diego Noguera), el protagonista de la novela llevada también al cine por Cristián Jiménez, Bonsái. Ambos son impostores amables y frágiles que tratan de pertenecer y ser reconocidos con base en las mentiras y las ilusiones que elaboran.

La noche previa al viaje de la familia, Martín se presenta en la casa y encuentra a Bruno cantando a dúo con su hija la canción Mi corazón lloró, la traducción de la francesa Le téléphone pleure, aquel cursísimo lamento pop al desamor de los años 70, en el que un padre llama por teléfono a su ex y su hija, quien no lo conoce, responde y le dice que ella no quiere hablar con él. El tema de la paternidad doliente habrá de reaparecer y descomponerse de diferentes maneras a lo largo del filme, en términos de las inseguridades de Bruno hacia su hija (quien garabatea en la pared que odia a sus padres y a Francia, y además escribe que su papá es “feo”), en la muerte del padre de Martín que lo deja aparentemente a la deriva (y cuyo único recuerdo es una avejentada caja musical de cigarrillos que Martín lleva consigo), en el padre ausente del hijo de Pachi, en la hija inexistente de Martín y en las tormentosas paternidades incestuosas del filme Ferozz.

La cinta de Scherson y Jiménez es notablemente sexual y cada acto en cierta forma sintetiza el estado de las relaciones, en el caso de Martín y Pachi muestra la intensidad carnal reprimida, la desesperación por crear vínculos entre dos seres que han cometido los mismos errores demasiadas veces y la certeza de la fugacidad de los encuentros. Martín les dice a Bruno y Consuelo: “Tarde o temprano me va a borrar y yo la voy a borrar también”, refiriéndose a una novia que amó, pero a la larga esa es la única intuición de este visitante y usurpador, que es incapaz de mantener una relación, lo paradójico es que esta aparente desgracia es a la vez la fuente de su muy envidiable libertad. Martín tira todos los libros de la biblioteca de Bruno al suelo, llora por su familia perdida escuchando Mi corazón lloró y luego desaparece para borrarse y ser borrado por los demás. Sin embargo, podemos intuir que ni Consuelo ni Pachi podrán realmente borrarlo.

Naief Yehya es narrador, periodista y crítico cultural. Es autor, entre otros títulos, de Pornocultura, el espectro de la violencia sexualizada en los medios (Planeta, 2013) y de la colección de cuentos Rebanadas (DGP-Conaculta, 2012). Es columnista de Literal y de La Jornada Semanal. Twitter: @nyehya

 

 

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Posted: July 16, 2017 at 7:47 pm

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