Flashback
DESAYUNO PARISINO CON ALEJO CARPENTIER

DESAYUNO PARISINO CON ALEJO CARPENTIER

MANUEL PEREIRA

En abril de 1979, durante un desayuno parisino con Alejo Carpentier, éste me aconsejó: “no se dedique al ensayismo”. Yo era por entonces un joven novelista cansado de ser un joven novelista. Quería ir más lejos. Empezaba a intuir lo que hoy es ya una convicción: que ningún novelista está completo si no escribe ensayos.

Desayunamos en el restaurante “La Palette” (ya desaparecido) en Montparnasse. Montañas de papas fritas en bandejas llegaban a nuestra mesa. A los dos nos gustaban mucho: reminiscencias de infancias habaneras. Fue una larga conversación literaria y, a pesar de su consejo, ese día decidí hacerme ensayista sin dejar de ser novelista.

Todos mis ensayos –publicados en la editorial mexicana Textofilia y en otras partes– nacieron durante aquel desayuno con Alejo Carpentier. De hecho, configuran la biografía de mi desayuno intelectual, porque fue en París donde realmente aprendí a pensar. La tradición que va de Montaigne a Sartre –pasando por Voltaire, Diderot, Descartes, Pascal, Montesquieu, Valéry, Camus y Cioran– flota en el aire de esa ciudad, incluso se puede respirar a orillas de ese río pensativo que es el Sena.

¿Por qué Alejo me aconsejaba que no me dedicara al ensayismo? ¿A qué le temía Carpentier si él mismo era novelista y ensayista a la vez? ¿Acaso le preocupaba que, por ser el ensayo un género que enseña a pensar, yo empezara a generar ideas y me buscara problemas políticos en Cuba?

Le pregunté por qué me daba aquel consejo tan vehemente y me dijo que era mejor que siguiera cultivando la novela ya que siendo un género más comercial tenía “más salida” que el ensayo, “incluso en Europa”.

Precisamente, lo que más empezaba a disgustarme de la novela sin ideas, de la novela superficial o de entretenimiento –que es la más abundante, promocionada y premiada– es su naturaleza comercial. Las novelas meramente anecdóticas, atiborradas de diálogos insustanciales y que no transmiten ninguna honda revelación, ya me aburrían. Pueden estar repletas de sensiblerías y palabrería, pueden estar llenas de acrobacias sexuales, de chismes, despechos y otros desahogos, pero nada de eso las convierte en libros inteligentes.

¿Qué es un libro inteligente? Aquel que hace sentir al lector que él también es inteligente, aquel que ilumina alguna región penumbrosa de su espíritu, de su vida o del universo que lo rodea; aquel que le produce un crecimiento interior. Sin duda de buena fe, a Carpentier le preocupaba que me pusiera a reflexionar en vez de escribir libros inocuos para consumo masivo. Lamentablemente, él tenía razón. Hoy pululan en el mundo los narradores que relatan historias insignificantes, algunas dotadas de escritura decorativa, o con prosas procaces para armar un escándalo, pero desprovistas de una cosmovisión, de una perspectiva profunda de la vida y de un rumbo estético definido.

Yo no quería dejar de ser novelista. Simplemente me proponía ser también ensayista para, más adelante, combinar algunos relámpagos típicamente ensayísticos con la sustancia de la novela, de modo que esta última alcanzara un mayor decoro intelectual y cierta dosis de lucidez poética. Yo quería tocar un misterio, explorar un abismo, valiéndome del ensayo. Pero este género suele prestarse a graves confusiones categoriales. Algunos confunden el ensayo con lo que no es más que periodismo. Otros piensan que hacer un ensayo es acumular citas en una tesis doctoral, o ejercer la glosa y la exégesis en textos de evidente raíz académica. El embrollo es tan inextricable que a veces, incluso en ámbitos universitarios, suelen llamar “ensayos” a meras reseñas literarias que no pasan de dos cuartillas.

Con Alejo Carpentier, en París, después de desayunar, abril 1979. El grueso manuscrito que llevo en la mano es mi segunda novela El ruso, que Alejo acababa de devolverme tras leerla atentamente y comentarla conmigo durante aquel inolvidable desayuno.

El verdadero ensayo no es tratado científico, ni monserga didáctica. No tiene que ser plúmbeo, ni aburrido. Es literatura de alta escuela, prosa que destila una doble naturaleza: artística e intelectual.

Después de aquel desayuno parisino, decidí no hacerle caso a Carpentier. Mis ganas de escribir ensayos eran más grandes que el inmenso respecto que le tenía y le sigo teniendo. Eso sin contar que nos separaban 44 años y etapas históricas y contextos geopolíticos muy diferentes.

Así surgieron mis primeros cinco ensayos. Los escribí en París, uno en La Habana, otro en Venecia. Seguí escribiendo ensayos en Barcelona y en México. Mi primer ensayo, “Retrato del país adolescente”, es de 1984, y su origen fue una conferencia que dicté en la Universidad veneciana ca’Foscari. Hacía cuatro años que Alejo había muerto, y mientras en un paraninfo repleto de estudiantes yo comparaba a Marco Polo con Cristóbal Colón, no dejaba de pensar en él.

Cuatro años después publiqué mi primer libro de ensayos en La Habana, y (para mi sorpresa) gané el Premio Nacional de la Crítica. Corría el año 1988 y mientras yo abría y olía las 162 páginas de aquel nuevo hijo bautizado La quinta nave de los locos, pensaba en Alejo Carpentier con afecto de discípulo. Cuánto le hubiera gustado a él ver el fruto tardío, pero eficaz, de aquel lejano desayuno en París.

 

Manuel Pereira es un novelista y ensayista cubano. También ha sido traductor, crítico literario, de cine y de arte, periodista y guionista cinematográfico.

 

 

 

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Posted: January 6, 2021 at 9:20 pm

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