Mármol y cuerpo; historia y presente: la reevaluación histórica que se impone.
Odette Casamayor-Cisneros
Decapitación, pintada y derribo: gestos desacralizadores ritmando el paso de los días del pasado mes de junio en los Estados Unidos y algunas ciudades europeas, según iban cayendo estatuas de confederados, esclavistas y colonizadores.
Puñetazos dirigidos contra la narrativa dominante sobre nuestras sociedades.
Es cierto que con la mutilación o destrucción de una estatua no se desmiente la historia. Lo ocurrido no se puede deshacer. Lo que sí es posible deconstruir –y aun más, debe ser reinventado– es la narrativa, el conocimiento que nos mantiene aprendiendo, venerando y reproduciendo solamente una versión de los hechos.
Entre las estatuas derribadas, más de treinta honraban a Cristóbal Colón. En Filadelfia, una de ellas, emplazada desde 1976 en la Plaza Marconi –barrio de fuertes raíces italianas–, permaneció durante varios días defendida por grupos de “vigilantes”, armados con rifles, bates de baseball y palos de golf. Atentar contra la estatua de Colón constituía para estos grupos un “acto criminal” contra los italianos y la comunidad italo-americana. Similares reacciones brotaron en otros estados. En Florida, particularmente, se aducía que de desaparecer las estatuas de Cristóbal Colón y Ponce de León, podría ser borrada la herencia hispánica en los Estados Unidos.
¿Cuál herencia hispánica?, valdría la pena preguntarse en este caso.
A todas luces, se restringe aquí tal herencia a sólo una porción de ella, no precisamente la más gloriosa: la relativa a la colonización europea. Una dominación que no ha cesado del todo, aunque año tras año celebremos en cada uno de nuestros países, con desbordantes drama y orgullo, las efemérides independentistas, la oficial constitución de las repúblicas latinoamericanas.
Permanece sin embargo tal colonialidad en el pensamiento hegemónico compartido a través de las Américas, sosteniendo nuestro persistente racismo estructural.
Desde la monumentalidad del mármol, las figuras de estos colonizadores continúan hoy ejerciendo palpable violencia sobre el descendiente del indígena o del negro esclavizados. Defender acríticamente la permanencia de monumentos que, al decir de Michel-Rolph Trouillot, siendo demasiado sólidos para pasar desapercibidos y demasiado conspicuos para resultar cándidos, encarnan las ambigüedades de la historia, equivale a no considerar la totalidad latinoamericana, a ocultar la realidad de su composición étnica y su historia. Es perpetuar la hegemonía eurocéntrica en las Américas y con ello se menoscaba al indígena, al negro, la mezcla que en realidad somos.
¿Cómo puede entonces conciliarse el apoyo al movimiento Black Lives Matter proclamado a veces mecánicamente por individuos, grupos sociales, instituciones y corporaciones, con la renuencia a reconocer la violenta historia que sostiene la opresión del sujeto no blanco en la sociedad contemporánea?
Al mismo tiempo que se derriban las estatuas, deberíamos ir pensando qué nueva historia queremos ver expuesta en el espacio público, qué reflexión deseamos incentivar, qué historia enseñar en nuestras escuelas y universidades.
Por otra parte, no creo que la destrucción, la mutilación o alteración de esas estatuas resulten suficientes. Es sólo el comienzo. Lo más importante es propiciar la reescritura de esa historia oficial ahora cuestionada; promover la participación de todos los sectores de la sociedad en la reinvención de la narrativa que determina qué eventos y cuáles individuos son monumentalizados y sacralizados. Se precisa el concurso activo de quienes nunca han sido invitados a escribirla, aquellos cuya única relación con esa historia ha estado limitada a la aceptación sin reparos. Lamentablemente, continúa exigiéndosele al sujeto siempre alienado que se mantenga alejado de los monumentos construidos para perpetuar la memoria de las bases del mismo sistema que los oprime –a ellos en la actualidad como a sus antepasados, por ya más de 500 años.
En mi opinión, al mismo tiempo que se derriban las estatuas, deberíamos ir pensando qué nueva historia queremos ver expuesta en el espacio público, qué reflexión deseamos incentivar, qué historia enseñar en nuestras escuelas y universidades. Revisar los programas de estudio es una urgencia. No sólo deviene indispensable promover un conocimiento completo de la historia. Tanto o más importante es extender a todos el bagaje intelectual español y latinoamericano. ¿Quién sabe si, de enseñarse El Quijote tanto como se enseña la obra de Shakespeare, se hubiera evitado que se confundiera a Miguel de Cervantes con adalides del colonialismo como Juan Ponce de León y Cristóbal Colón? Tal vez, de conocerse mejor la vida y la obra del escritor que durante cinco años sufrió la esclavitud al ser capturado por corsarios otomanos, intacta habría permanecido su estatua en el Golden Gate Park de San Francisco.
Tras el derribo y la desacralización –o al mismo tiempo, de ser posible– es indispensable propiciar la reflexión sobre los fenómenos que han provocado sistémicamente el cansancio y la revuelta actuales. No entender esto es renunciar a la empatía posible, es negarse a escuchar al conciudadano, integrante también de esa comunidad latina que se pretende solidificar, pero cuya relación con la figura de Colón o Ponce de León no es de jubiloso reconocimiento sino de dolor y rabia.
No es imposible. Entre septiembre y diciembre del pasado año se mantuvo en Times Square la escultura Rumors of War, concebida por el artista Kehinde Wiley como una respuesta a las monumentos confederados aun entonces conservados en plazas y avenidas, parques y edificios públicos. Sobre imponente pedestal, cabalgando en posición heroica inspirada de la estatua del general James Ewell Brown “J.E.B.” Stuart, la figura de bronce de un joven negro peinando dreadlocks, portando un hoodie y zapatillas Nike, irremisiblemente interpelaba al pasante –que en el epicentro de New York equivale a decir millones de personas de todas las nacionalidades. Las preguntas elevadas por Wiley con esta escultura no pueden más que incentivar la discusión en torno a la historia y la necesidad de completar la narrativa oficial. Actualmente, Rumors of War ha pasado a formar parte de la colección permanente del Virginia Museum of Fine Arts, en Richmond, a escasa distancia de Monument Avenue, famosa por su procesión de estatuas confederadas.
Asimismo, a la prestigiosa artista Faith Ringgold, de conocida militancia antirracista, la Universidad de Yale encomendó el reemplazo de los vitrales conmemorativos de John C. Calhoun, vicepresidente de los Estados Unidos y ferviente defensor de la esclavitud, que adornaban las ventanas del antes llamado Calhoun College -hoy Grace Hopper.
Hay una continuidad indeleble entre aquella violencia colonial y la que ahora experimentan los descendientes de indígenas y africanos a quienes, como antaño, se nos niega la posibilidad de cuestionar esa historia que continúa subyugándonos y no ha sido escrita por nosotros ni con nosotros.
Durante el convulso mes de junio, en Bristol, Inglaterra, fue erigida la estatua de Jen Reid, manifestante negra del movimiento Black Lives Matter, en sustitución del derribado monumento al traficante de esclavos del siglo XVII, Edward Colson. La imagen de Reid fue retirada 24 horas después; las autoridades dejaban al pueblo de Bristol la decisión de cuál monumento ha de ser emplazado.
De una forma u otra, se está con todo esto rebatiendo que sea el espacio público exclusiva propiedad de quienes, desde una posición dominante, han escrito la historia sobre la cuál se fundamenta el sistema que hoy continúa asfixiando a aquellos cuyas vidas son consideradas desechables.
Finalmente, ¿vandalismo?
El término es repetido sin cesar en la prensa, los medios sociales, en conversaciones públicas. Nadie parece parar mientes en su poderosa carga política. Convendría sin embargo reflexionar sobre quién ha vandalizado –o violado– a quién. ¿Quién ha ejercido y ejerce violencia sobre aquellos cuyo color de piel es tan diferente al de los señores inmortalizados en las estatuas? ¿Quién golpea y ha desde la colonización realmente mutilado, destruido y alterado nuestros cuerpos? Cuerpos mortales, no marmóreos. Cuerpos que sienten y transmiten a sus hijos la experiencia del terror y la impotencia.
Hay una continuidad indeleble entre aquella violencia colonial y la que ahora experimentan los descendientes de indígenas y africanos a quienes, como antaño, se nos niega la posibilidad de cuestionar esa historia que continúa subyugándonos y no ha sido escrita por nosotros ni con nosotros. Más bien, sin nosotros. Borrándonos.
Ahora, ¿nos atrevemos a interrumpir la borradura histórica, en el presente?
Odette Casamayor-Cisneros es profesora de literatura y cultura latinoamericanas en la Universidad de Pennsylvania. Autora del volumen Utopía, distopía e ingravidez: reconfiguraciones cosmológicas en la narrativa postsoviética cubana y del libro de cuentos Una casa en los Catskills, actualmente prepara nuevas entregas sobre la experiencia y la producción cultural afrolatinoamericanas. Twitter: @odettecasamayor
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Posted: July 30, 2020 at 9:09 pm