SECTAS DEL ERIAL FUTURO
Ana García Bergua
Este erial que ves fue un vasto y rico lago, luego un territorio lleno de árboles, animales y gente con prisa y máquinas, al final un triste escenario de catástrofe. Ahora no es más que una planicie yerma e insolada, sembrada de basura y ruinas de metal, donde a veces se distingue a un animalillo que se arrastra, una rama que lucha por brotar entre montones de cascajo, una nopalera que siempre tiene dueño. Poco resta ya, excepto las sectas de pies lastimados y cabello pegajoso que van de un lado a otro buscando alguna cosa que comer, un chorrito de agua, vestidos con andrajos y bolsas de plástico que amarran con ciertas artes y modos para distinguirse así un poco, unos de otros. En las ruinas construyen sus templos y sus habitaciones; de basura viven, con la basura hablan y a la basura piden por sus vidas y su felicidad. Entre las sectas luchan débilmente hasta que la energía se gasta y así regresan, en grupos desordenados y murmurantes, a sus edificios de cajas y botellas de detergente, a sus covachas de sacos de cemento, a sus cuevas de varillas, a masticar rencores y tratar de distinguir alguna estrella en el cielo rojizo del que la Luna ha quedado demasiado lejos.
Miren por ejemplo en sus casitas de espinas secas y cartones de huevo a los de la secta del nopal. A ella pertenecen casi todos los que quedan. Buscan nopales por todo el territorio, de ellos se apropian, con ellos se alimentan y a ellos adoran. Piensan que un día encontrarán al águila devorando la serpiente y todo volverá a empezar, lo malo es que nadie ha vuelto a ver águilas ni serpientes. Un día Alguien vio una rata que devoraba un escorpión junto al nopal y anunció que esa era la señal: cocinaron a la rata y la secta se dividió en la de los Alguien y los de Nadie que siguen esperando al águila. Mientras, todos cocinan nopal, viven en casitas de nopal, se pican con espinas de nopal, se curan los males con el nopal, se drogan con el nopal, miran al cielo y mueren de pie como la planta, clavados a la arena y la cal que el aire helado o hirviente levanta a mitad de la noche. Sus cánticos rezan viejas tonadas, como tamales oaxaqueños, tamales calientitos.
Los integrantes de la secta de la Luz Cariñosa son nostálgicos: añoran las iglesias grandilocuentes, las ceremonias con harta pluma y copal, los líderes de togas y collares floridos, la torta, el gorrito del mitin y los salones de fiestas. A la espera de que su gran Líder regrese del más allá y reparta la felicidad y el amor como prometió, se reúnen a rezar en un enorme templo construido con restos de valiosa apariencia como un tapón de licorera dorado, una pieza de reloj Cartier, plumas coloridas de antiguos pájaros, flores de papel que adornaban un almacén de ropa, globos y pedazos de bolsas de Sabritas especialmente brillantes, de las que se encuentran en las cuevas. El trabajo de este templo es delicado como el de las muy antiguas iglesias barrocas que alguien vio en Internet antes de que se borrara del aire, la basura se trenza con particular devoción, a falta de algo más que hacer. Su libro sagrado cuenta de cuando el Líder Sempiterno cantó en Bellas Artes y bailó en el zócalo y allí empieza todo. Honor y loor, rezan sus cánticos, y el que no brinque es Satanás, a cuyos versos dan saltitos que los ponen en trance. Entre ellos pervive la secta de las drogas poderosas, que quisiera adormecerse y olvidar; todo lo prueban y lo huelen esperando reencontrar la paradisíaca inconsciencia: zapatos, carbón, raíces y moscas.
Hay unos que migran desde siempre, desde antes, desde que sus abuelos y sus padres vagaban hacia otros lados, cuando había otros lados. Ahora se empeñan en seguir huyendo hacia cualquier parte más allá del bosque de humo irrespirable que rodea el territorio, pero no logran salir porque se ahogan y entonces regresan y caminan en cualquier otra dirección y así se van consumiendo hasta dejarse caer. Así no hacen más que dar vueltas de un lado a otro, sin detenerse más que cuando encuentran algo de comer. Su símbolo es la serpiente y sus integrantes no saben si van o vienen de regreso, razón por la cual discuten durante el tiempo que dura su travesía, que es el de su vida más bien corta. No son capaces ya de sentarse ni de permanecer en ningún lugar, por lo que llagas y pústulas les laceran piernas y pies, y son los únicos que no guardan nada ni llevan nada excepto unos documentos muy antiguos, con fotos descoloridas, credenciales de elector o pasaportes que van atesorando y heredando a los que quedan. Como les dije, viven poco, tropiezan con toda clase de muros y cantan himnos con transportes como la nave del olvido, la barca de oro o escalera al cielo. Nunca llegarán a ninguna parte.
Un grupo muy pequeño es el que forma la secta del mendrugo: sus integrantes, igualitarios a ultranza, reparten los mendrugos que encuentren a su paso de la manera más equitativa posible. Pasan horas, días y semanas repartiendo el mendrugo, protestando cuando a alguno le parece que su mendrugo es más pequeño que el de otro. Tardan en avanzar porque la discusión los absorbe; las pocas fieras que sobreviven entre la basura encuentran entre sus miembros a las presas más fáciles, debido a esta quietud y a que por mirar al mendrugo descuidan la vigilancia a lo de alrededor. A poco que avanzan y encuentran otro mendrugo, la discusión recomienza. Huelga decir que esta secta no canta por lo ocupada que está siempre.
Muchos poetas que vagan solos y en grupos reducidos creen que, como tanto se ha dicho, a las palabras se las lleva el viento, pero tan sólo las deposita un poco más lejos, al igual que antes los pájaros, al excretar las semillas, iban sembrando nuevos árboles. Sobre montañas de cascajo hacen sus concursos: lanzan sus versos y otros poetas, en los montículos aledaños, les dicen si las alcanzaron a escuchar. Algunos músicos se han unido a esta secta y con latas y botellas lanzan al aire sus melodías y arreglos de techno pop, jazz y ska. Sus cánticos son muchos y no cesan.
Durante lo que alguna vez fue invierno, un frío glaciar arrasa con los cánticos, la escaramuzas, los pies guardados en poliuretano entrebuscan en la arena algo que comer o quemar, y en general todos duermen. En algunos meses, el sol cae como castigo y arde y devora y lacera la piel y tampoco queda sino resguardarse, pero las sectas siguen ahí, cobijadas por láminas, vidrios y unicel. Es lo bueno, dicen todos. En medio de la catástrofe seguimos siendo un pueblo muy lleno de fe.
Ana García Bergua Es escritora y ha sido galardonada con el Premio de literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela La bomba de San José. Ha publicado traducciones del francés y el inglés, y obras de novela y cuento, así como crónicas y reseñas en medios diversos.
©Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.
Posted: June 24, 2019 at 9:20 pm
Es un buen relato apocalíptico, con una visión muy amplia de los hechos y peculiaridades que narra. Una distopía aterradora que es fácil de correlacionar con la apabullante realidad de nuestros tiempos. Como no existen personajes individuales que ofrezcan su visión particular del mundo que les rodea, es notoria la ausencia de un efecto dramático, o de la intensidad que da la personalización de un relato. No obstante, la narración fluye sin obstáculos, facilitando al lector su tarea. Esto nos demuestra el cuidadoso y bien trazado esfuerzo de una profesional de las letras detrás del relato.