¿Hasta cuándo la democracia liberal?
Gisela Kozak
La izquierda y derecha antiliberales –enemigas de las libertades individuales y el pluralismo político– acechan en todo el orbe y América Latina no es la excepción. Venezuela y Nicaragua son dos ejemplos del primer signo ideológico; en nombre de la soberanía, el antimperialismo y el combate a la pobreza se ha erigidos dos brutales dictaduras. Brasil, por su parte, escogió al derechista Jair Bolsonaro, defensor del militarismo y de los valores familiares y religiosos más conservadores Somos, pues, testigos de amenazas para la democracia liberal, un orden político que incluye, en principio, el pluralismo ideológico, la alternabilidad en el poder y la defensa de los derechos humanos. A pesar de innegables avances continentales en los últimos treinta años respecto a la pulcritud de los sistemas electorales, la alternabilidad política y la disminución de la pobreza (véanse las cifras de la CEPAL, por ejemplo), existen asignaturas pendientes. La corrupción, la violencia, las migraciones, la incerteza respecto a los valores familiares y, sí, la pobreza (la cual puede haber disminuido, pero subsiste y ha crecido terriblemente en Venezuela) fomentan el desprecio por la democracia, según sus críticos. Por ende, este sistema enfrenta riesgos en los órdenes electoral, institucional y cultural.
El irrespeto a la voluntad popular y al principio de alternabilidad no solo es un problema de Venezuela y Nicaragua. Las reelecciones en Sudamérica son la regla; incluso hay franquicias electorales familiares como el kirchnerismo argentino. Los ex presidentes Rafael Correa, Álvaro Uribe y Luiz Inácio “Lula” Da Silva han intentado volver a gobernar después de haberlo hecho por dos períodos. Evo Morales, presidente boliviano en ejercicio, logró su cuarto mandato con dudas fundadas sobre los resultados. Además, Las elecciones se presentan como luchas en las que se arriesga dramáticamente el destino nacional y no como parte del juego democrático. Hasta en Chile, donde la izquierda y la derecha liberales se han alternado en paz, el enfrentamiento entre Sebastián Piñera y Alejandro Gilliant en las elecciones en 2017 se presentó como la lucha entre un fascista y un comunista, émulo de Nicolás Maduro, lo cual desde luego era incierto. La posverdad se impone de modo que las acusaciones multiplicadas por las redes sociales no se verifican. En estos momentos, Piñera enfrenta una crisis tremenda con un estallido social sin precedentes.
La duda sobre las instituciones como el poder judicial y legislativo son sembradas desde el mismo poder ejecutivo o desde quienes lo ocuparon en el pasado. Los juicios a presidentes o expresidentes por corrupción u otros delitos en Brasil, Perú, El Salvador y Argentina dividen a la población que cree en la justicia si esta favorece a su bando político y la impugna si no es así. Andrés Manuel López Obrador ha acusado al poder judicial mexicano de estar a favor de las elites empresariales y políticas porque ha impedido que el mandatario siga con sus planes de erigir un nuevo aeropuerto internacional que implica el abandono de un proyecto anterior ya en construcción. Sergio Moro -juez que fue cara visible de la operación Lava Jato en Brasil, la cual llevó a la cárcel a Lula Da Silva- es ministro de justicia de Bolsonaro y ha sido acusado de manipular el proceso para castigar a Lula.
Por último, la democracia enfrenta una crisis de carácter cultural, relacionada con los valores y tradiciones, que explica el auge evangélico pentecostal. La necesidad de seguridad no solo se refiere a bienestar económico-social y protección contra el crimen. Las libertades individuales y el Estado laico -claves para la democracia liberal- peligran en un continente en el que la religión se combina con la búsqueda de votos de los sectores populares. Una manera de atraer electores ha sido aliarse con organizaciones religiosas muy activas en cuanto a su lucha por la familia nuclear heterosexual, el rol tradicional de la mujer y el cuestionamiento a la separación de la iglesia y el Estado. En Costa Rica un diputado y cantante evangélico -Fabricio Alvarado- ganó la primera vuelta presidencial aunque perdió la segunda frente al socialdemócrata Carlos Alvarado. Los casos de Jair Bolsonaro, Luiz Inácio “Lula” Da Silva, Dilma Rousseff, Sebastián Piñera, Andrés Manuel López Obrador e Iván Duque coinciden: han hecho, al igual que Nicolás Maduro y Daniel Ortega, alianzas con grupos religiosos. La diferencia entre la izquierda y la derecha en América Latina pareciera definirse no por los temas morales y éticos sino tan sólo por los económicos y sociales, a diferencia de Europa y Norteamérica.
La democracia liberal no puede brindar certezas absolutas que provean de seguridad a quienes temen la libertad propia y ajena. Las izquierdas y derechas liberales no deben coquetear por puro interés electoral y propagandístico con sectores como el evangelismo pentecostal, los militaristas de todo pelaje y los radicales anticapitalistas y antiglobalización. Se está a tiempo para fortalecer los logros democráticos de la región en lugar de cederlos ante mesías que ofrecen una regeneración total de la sociedad. Los peligros podrían ser conjugados a través de grandes consensos de las derechas e izquierdas liberales alrededor de la pulcritud electoral, la alternabilidad, la división de poderes, el Estado laico y los derechos humanos. América Latina ha mantenido una sostenida batalla por la democracia a pesar de su historia autoritaria. Los problemas de América Latina se resuelven con más democracia, no menos. La democracia liberal está al frente de la mayoría de los 50 primeros países con mayor Índice de Desarrollo Humano (salud, educación, nivel de ingreso), medición realizada por el Programa de la Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Igualmente, el Índice de Percepción de la Corrupción, publicado por Transparencia Internacional, abona en la misma dirección.
No obstante, el discurso de la razón, esgrimido en estas líneas, presenta un inconveniente mayor: el Estado (más allá incluso de las diferencias ideológicas) ha devenido en garante del propio bienestar personal y familiar, en el defensor de los valores tradicionales o el promotor de los nuevos valores, en guardián de nuestros hijos para que no se droguen o se metan en lo que no deben. Los políticos de la democracia liberal, al tener que competir en elecciones, usan más el olfato que el pensamiento y los principios. El punto aquí no es simplemente que las democracias liberales resuelvan de manera efectiva los problemas para evitar el ascenso de los populismos o de otras opciones autoritarias. La democracia liberal está en problemas porque su oferta excede su capacidad efectiva y porque se hunde en un economicismo vulgar que mide a las personas por el cuido del bolsillo. Se cede ante demandas absurdas como que no suba el precio de la gasolina, en plena era de crisis ecológica; se irrespeta la separación de la iglesia y el Estado para complacer una religiosidad regresiva, contraria a la ciencia y al pensamiento libre; los candidatos exhiben su ignorancia y estulticia como un valor popular.
No estamos entonces ante un enfrentamiento entre el Estado mínimo neoliberal y el Estado social de derecho, simpleza que pretende esconder las pulsiones arbitrarias de políticos de diversa inclinación ideológica. Estamos ante una pregunta mucho más difícil: ¿será que la democracia liberal es solo un momento en medio de la larga historia gobiernos de fuerza en todo el planeta, en todas las épocas y en todas las culturas? No me refiero a que no haya nada más allá de este sistema político, lo cual sería absurdo, me refiero a que las alternativas hasta hoy han sido regresivas (Viktor Orbán, Hugo Chávez antes de morir). Pienso también en la fragilidad de las imperfectas democracias liberales frente a sus pares que no lo son. Cuando los jóvenes de la Plaza de Tiananmen se atrevieron a protestar contra la dictadura comunista china en 1989 fueron acallados y aplastados sin contemplaciones, como ha hecho el derechista Vladimir Putin con sus opositores. El Partido Comunista chino y el gobierno de Putin están de pie, al igual que el de Nicolás Maduro en Venezuela. Las teocracias como Arabia Saudita e Irán y los autoritarismos competitivos siguen en alza.
Las mujeres, la población LGBT+, los pobres y los débiles tenemos muchas razones para preocuparnos; también los pensadores y pensadoras de todo signo político. Podemos perderlo todo, los venezolanos lo sabemos muy bien. ¿Hasta cuando la democracia liberal? Hasta que inventemos cómo vivir mejor sin depender del Estado ni perder los frutos de la larga lucha por los derechos humanos e individuales, la cual ha permitido que las mujeres y la población LGBT+ hayamos avanzado en relación con el pasado.
Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006); Venezuela, el país que siempre nace (Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales (Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak
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Posted: November 10, 2019 at 6:24 pm