ÚLTIMA CARTA PARA YOURCENAR
Manuel Pereira
La inmensa escritora Marguerite Yourcenar y yo fuimos amigos epistolares, aquí mi carta de despedida a una mujer genial.
ÚLTIMA CARTA PARA YOURCENAR
Por MANUEL PEREIRA
El mundo se está quedando sin grandes escritores tras la desaparición de Marguerite Yourcenar, ese animal literario que no sólo fue un clásico francés, sino universal: no sólo un clásico de nuestro tiempo, sino para la eternidad. La muerte le impidió culminar sus memorias, porque su vida era capaz de matar a la muerte. Sobre mi cama cuelga una foto suya, y conmigo siempre viajan sus obras completas. Soy un incondicional de esta señora, y quien no lo sea puede dejar de leerme ahora mismo.
Nunca la conocí en persona, sino mediante sus libros y por cartas. En una ocasión me envió una postal de la basílica de Sainte-Madeleine que está en Yonne. Observé que su firma, en particular la M mayúscula de su nombre, era de reminiscencia románica, muy similar al tímpano de esa basílica. La M que ella dibujaba era idéntica al “parteluz” de esta catedral. Un arco sostenido por una columna. Entusiasmado por este hallazgo grafológico le escribí analizando en detalles esa asociación -antojo de mi cabeza- entre la caligrafía de su rúbrica y la estructura arquitectónica tan empleada en el siglo XII. Enseguida me contestó con otra postal: “avec tous mes remerciements pour la belle analyse graphologique…” Fechada el 25 de septiembre de 1983, esta postal ya no representaba la puerta de una iglesia, sino el grabado de una planta extraído de algún inventario renacentista de Fabio Colonna.
Tengo ahora ante mí las dos postales. Busco la relación entre el tímpano de la iglesia medieval y esa planta cuyo nombre científico es Pycnocomon: ¿hongo alucinógeno, maná del desierto, mandrágora de alquimistas, yerba de brujas? Sea lo que sea, la diferencia entre ambas imágenes es brutal. La fachada del templo es rígida y sólida como Dios manda; mientras que la planta, graciosamente diseñada desde la raíz hasta las flores, crece interrogando la luz en su alegría vegetal. La planta es más antigua que el “parteluz” y, sin embargo, su impulso es más juvenil. La iglesia evoca las fatigas de Zenón mientras que el Pycnocomon alude a las soledades del emperador Adriano. La planta es dionisíaca, lo que no ocurre con la geometría petrificada que nos introduce en la basílica, demasiado primitiva para ser apolínea, pero tan solemne que tampoco es fáustica.
Marguerite Yourcenar firmaba en la tradición gótica, pero su vida entera tuvo el ritmo imperceptible que despliegan los vegetales: más libre, más luminoso. Su obra, que es la otra cara de su existencia, también transcurrió entre estas dos imágenes que me envió: actos fallidos convertidos en claves literarias.
Curiosa mujer, siempre cubierta con un pañuelo elegante, mezcla de chal con bufanda. Coincidimos una vez en París. Pero no la pude ver, porque estaba hospitalizada tras un accidente en Nairobi durante una cacería de rinocerontes. Enérgica anciana que, sin embargo, uno siempre imaginó sembrando orquídeas en su jardín. Ahora que murió todos compran sus novelas como si fueran bestsellers, espectáculo tan penoso como las subastas donde los millonarios adquieren por sumas siderales las telas de ese desorejado que fue Van Gogh o de aquel tuberculoso llamado Modigliani. Ahora los hombres se enorgullecen de haberle cedido una butaca en la Academia Francesa mientras que las feministas la convierten en bandera. Pero Marguerite Yourcenar no fue una mujer ni un hombre, ni siquiera un escritor o una escritora; más que eso, ella era esa noción sin sexo que se llama Literatura.
Que viviera retirada en una isla americana nombrada Monts Déserts, en una casa conocida por Petite Plaisance, hizo hablar a muchos el lenguaje del siglo pasado con su metáfora más gastada: “torre de marfil”. Pero esta dama de más de 80 años, no sólo era capaz de traducir a Cavafis y a Virginia Woolf, sino también los spirituals y los blues de los negros más humildes, cuyos cantos antiburgeses la cautivaron. Su cultura monumental, de raíz helenística, la autorizaba a disertar sobre el Gita Govinda o Yukio Mishima, lo que no impidió que se la viera transformada en mujer-sandwich desfilando contra la guerra de Viet Nam o en la revuelta del mayo francés del año 68, con “la esperanza de que el mundo podía cambiar”.
En una época de tanta confusión, cuando muchos profesores pasan por intelectuales y la prosa de las oficinas se desliza subrepticiamente en la poesía, Marguerite Yourcenar nos recuerda qué cosa es un artista. Aunque sólo fuera por eso, su muerte adquiere contornos de catástrofe universal. Porque ya hasta en las denominadas grandes capitales se ha perdido el sentido del rigor, la disciplina y el oficio de la escritura. Por suerte quedan sus libros, que no se contentan con describir un paisaje, reconstruir una época o narrar un suceso buscando las palabras más bellas y las frases más pegajosas, sino que además, en ese torbellino de páginas -mil veces corregidas- resplandece la sustancia menos evidente de toda obra maestra: el pensamiento, la capacidad de reflexión, la voluntad de meditar acerca de los diversos mundos que no rodean.
Los que estamos vivos tuvimos el privilegio de ser contemporáneos de esta señora de todos los tiempos. Por eso dicen que al pie de su lecho de moribunda se alzó la sombra de un médico del siglo XVI: Zenón. En cambio, el emperador no pudo asistir a sus funerales, demasiado ocupado en perfumar el cadáver de su esclavo Antinoo. Flor momificada, catedral botánica: su muerte trastornó el sentido de las imágenes que un día ella le dirigió a mi buzón.
(Carta escrita en París en diciembre de 1987 y publicada en “El Caimán Barbudo”, La Habana, en octubre de 1988).
CODA EN SOL MAYOR
Ha pasado mucha agua bajo el puente desde aquella despedida epistolar, y sin embargo yo nunca he dejado de releerla picoteando aquí y allá en sus libros fascinantes.
La conocí gracias a su mejor traductor, mi amigo Julio Cortázar, cuando me regaló en París Memorias de Adriano.
A partir de aquel día devoré toda su obra velozmente y dejando en la cola de espera a otros autores que acumularon polvo en mi mesita de noche. Entre 1989 y 1990 tuve la dicha de traducir en La Habana (para una editorial cubana) su libro de ensayos El tiempo, gran escultor. Poco después yo me fui de la isla y nunca supe si lo publicaron o no, mucho menos sé si mi nombre como traductor figuraba o no en la página de los créditos.
Pero esa frustración duró poco, pues el tiempo -ese gran escultor- salió en mi defensa. Ese dios cincelador rompió una lanza por mí en el año 2000, año bisagra entre el siglo XX y el XXI cuando en España publicaron mi traducción de su magnífica novela Ana Soror (Círculo de Lectores, Barcelona, 2000).
Yo estaba en Egipto y los dioses por fin me sonreían. Ya el nombre de ella y el mío estaban unidos para siempre en la tinta de imprenta. Una tinta perfumada que el sol de los faraones derritió haciéndola resbalar desde mi ejemplar a la arena del desierto. Esa tinta derramada, al mezclase con la orina de los camellos, empezó a cristalizarse poco a poco hasta solidificarse bajo la forma de sendas alianzas de oro.
Entonces le preguntaron a ella si quería, y ella dijo: “sí, quiero”. Luego me preguntaron si quería, y yo dije: “sí, quiero”.
Manuel Pereira (La Habana,1948). Es novelista, ensayista, traductor, crítico de arte, guionista cinematográfico y pintor. Salió de Cuba en enero de 1991 rumbo a Berlín. Es autor de El Comandante Veneno (1979) El Ruso (1982) y Toilette (ANAGRAMA, 1993), La quinta nave de los locos (Premio Nacional de la Crítica, La Habana 1988), Mataperros (Premio Internacional Cortes de Cádiz en 2006), El Beso Esquimal, Un viejo viaje, La estrella perro, El ornitorrinco y otros ensayos, Insolación (2006) y Los abuelos malditos (2016). Su obra de ficción ha sido editada en Alemania, Brasil, Italia, Holanda, Checoslovaquia y Norteamérica. Su Twitter es @manuelpereiraq
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Posted: May 23, 2021 at 2:52 pm