¿TERF y transfóbica?
Gisela Kozak Rovero
A Jesús Torrivilla
Hace unos años se publicó una novela de mi autoría llamada Todas las lunas. Ocho personajes sostienen una relación poliamorosa que explora todos los registros de la sexualidad y, sobre todo, del afecto. Uno de los personajes, Jozef Yukio, se pasea por diversas expresiones de género con ánimo burlón y feliz; la primera vez que conoce a la tripulación del barco del que será capitán exhibe un traje supuestamente inspirado en la diosa griega Atenea, representación de la guerra y la sabiduría. Verónica canta con todos los registros de voz, hasta el punto de que al escucharla podría pasar perfectamente por un tenor, una contralto o una soprano. Gabriela, Farrah, Hans, Fernanda, Robin y Loren se mueven también en registros de género diversos, en un mundo tan libre que ni siquiera existe el Estado. Su sexo biológico no los limita en cuanto a su exploración de las posibilidades de la existencia y, además, se sirven de su condición de machos y hembras para tener un montón de hijos e hijas.
El tema del género ha sido una constante, más allá de los juegos de Todas las lunas. En otros de mis libros he tocado en el plano del ensayo y la ficción el tema del género como construcción cultural y social; tengo dos décadas haciéndolo y, por fortuna, mi labor académica, mis intervenciones intelectuales en algunos medios y mi trabajo ficcional exigen mantenerse al día. El activismo feminista lésbico me ha enseñado muchas cosas, la más importante es que lo que somos supone la suma de la historia, la biología, la cultura, la familia, la educación y, muy importante, cierto margen de elección estrecho pero no insignificante. Este margen de elección implica la exploración de lo que significa ser mujer o ser hombre, tema que trasciende el hecho de nacer hembra o varón.
Ascendí a titular de cátedra en la Universidad Central de Venezuela en 2011 con una investigación sobre lesbianismo, cultura y literatura titulada Mujeres que no lo son. La ironía del título se le escapó incluso al jurado, conformado por expertas de altísimo nivel: ¿acaso no estaba aceptando el extendido prejuicio de que una “verdadera mujer” tiene hijos y disfruta plenamente de la sexualidad con hombres? Para nada, el título alude a que la condición de mujer no viene dada por nacer hembra; ser mujer es un proceso, un reto, una (des)calificación. El patriarcado convirtió la diferencia sexual en desigualdad, pero rescata la palabra “mujer” para referirse a la maternidad y la heterosexualidad. Las madres lesbianas resultan desconcertantes, por no hablar de las mujeres bisexuales. Este desconcierto tiene un potencial político no despreciable: en mi caso, tuve que luchar hasta para que se me considerase una mujer, no una niña, una hembra traumatizada, un ser incompleto, o una lesbiana con problemas de identidad que en realidad quería ser un hombre pero no pudo porque no nació varón. Aunque es difícil creerlo para las delicadas sensibilidades actuales, estas definiciones provenían de gente que respetaba y que, incluso, me quería o decía quererme.
Ser mujer es una lucha; ser hombre también. No basta nacer hembra; a mí no me bastó la apariencia femenina, un cuerpo que podía tener hijos, los cromosomas XX, la menstruación. Todavía me siguen causando problemas mi sinceridad, ciertos ademanes enfáticos, la ironía burlona, el alto volumen de voz. Demasiado masculina para mi provinciana, mojigata y conservadora Venezuela; me lo cobraron y el precio fue muy alto para esta mujer de cabello largo, tan amante de usar escotes. Tuve compensaciones: gané el premio Sylvia Molloy al mejor artículo sobre género y sexualidad, conferido en 2009 por Latin American Studies Association, institución que agrupa a miles de investigadores. Practiqué el activismo lésbico y sigo pendiente del tema; de hecho, se acaba de publicar el dossier “Impudor y lesbiandad” en la revista INTERdisciplina, de la Universidad Nacional Autónoma de México, con la investigadora María Elena Olivera, experta en el tema lesbianismo, cultura, literatura y sociedad. Tengo una relación de pareja afortunada, grandes amistades, el respeto y la solidaridad de las y los colegas.
Han pasado los años y las sociedades son más abiertas que en mi juventud; he visto pasar las más diversas corrientes del feminismo y del postfeminismo; y en 2017 me casé con mi esposa en México, un hecho venturoso. ¿Contenta? Sí y no. Sí porque efectivamente he visto avanzar el feminismo y la visibilización LGBTQ en planos tan diversos como la cultura audiovisual, las universidades, la política de las democracias liberales y los derechos humanos; no, porque en mi país, Venezuela, no se cuenta con las reivindicaciones logradas en otros países de la región. Además, la situación de las mujeres y de la población LGBTQ alrededor del mundo no es homogenea; ser lesbiana en una capital como Ciudad de México no equivale a serlo en Arabia Saudita o en un pueblo pequeño de cualquier país latinoamericano. Ser mujer no es fácil para las que están en la pobreza, emigran o viven en regímenes teocráticos o conservadores. Por último, siempre se puede retroceder, como bien lo saben las mujeres estadounidenses respecto al tema del aborto; no es de extrañar que el próximo objetivo de los magistrados de la corte del país del norte sea el matrimonio igualitario.
Por estas razones soy feminista universalista, no postfeminista. El feminismo no es una línea recta ni olas sucesivas que se superan unas a otras; es un movimiento político y de pensamiento en que conviven y se solapan diferentes épocas y momentos históricos. Decir que el feminismo interseccional sucede al universalista olvida que este se ha alimentado de la consciencia de la diversidad real de las mujeres. El feminismo universalista proclama, por tanto, un sujeto político construido desde una premisa básica: la consciencia de las implicaciones de nacer con un sexo biológico determinado, cuya consecuencia inmediata es participar de la construcción social de los géneros. Esta consciencia feminista no es privativa de un género ni depende del sexo de nacimiento; una trans, un trans, un hombre, una mujer y les no binaries pueden ser feministas.
El impasse dentro del feminismo en cuanto al tema trans no debería resolverse con la exclusión de ningún sector, pero hay que decir que el activismo trans ha elevado la apuesta, en particular la de las trans. El “soy mujer” a partir de un criterio como la autopercepción se funda en un malentendido sobre el carácter histórico y cultural del género; una cosa es aceptar que la definición de los géneros cambia a través del tiempo y otra muy distinta obviar el peso de esta definición en cada sujeto. Las trans fueron criadas como niños varones y las marcas corporales, culturales y psíquicas de haber nacido de sexo masculino no son un traje que se cambia a voluntad. Esta postura es una frivolización del constructivismo social. Nuestro objetivo como feministas y defensores de los derechos LGBTQ es eliminar la discriminación basada en la apariencia, la conducta y la sexualidad. Para este fin no es necesario soslayar la enorme carga histórica, biológica y psíquica detrás del signo “mujer”. La escolarización, la religión, los valores familiares, el discurso político, la cultura hacen su trabajo, sin duda, pero aceptar esta premisa del constructivismo social no implica exagerar sus consecuencias.
El signo “mujer” tiene una triple dimensión: nacer hembra, la marca en la psique que implica esta condición y la dimensión cultural. Partir de esta concepción no excluye a las y los trans, simplemente identifica asuntos propios del feminismo, relativos al potencial sexual y reproductivo de las mujeres, a las discriminaciones que tal situación implica y a las salidas políticas a instrumentar. Las y los trans tienen el derecho a buscar opciones para resolver su situación de personas discriminadas y no soy yo quien tiene que decirles lo que tienen que hacer; pero así como reconozco su derecho a buscar caminos, reivindico el de feministas como Amelia Valcárcel, Marcela Lagarde, J.K. Rowling y yo misma a interrogarnos siempre sobre la dupla sexo/género y su alcance político.
Así mismo, y aquí hablo como feminista lésbica, las lesbianas tenemos derecho a definir lo que nos singulariza como cuerpo deseantes; imponer que nos guste una trans porque, de lo contrario, estamos discriminando es una exigencia absurda. El deseo sexual no conoce de esos mandatos y si como lesbianas no aceptamos que los hombres nos impusieran su deseo, no veo por qué debo aceptarlo de una trans. Tampoco tengo que aceptar que mi condición cisgénero, una palabra que uso solamente para hacerme entender, se vea solapada por las trans que pretenden arrogarse el activismo lésbico olvidando su propia historia como varones. Paul B. Preciado, interrogado sobre su experiencia de transición desde Beatriz a Paul, afirmó que Beatriz sigue siendo parte esencial de su identidad, lo cual es muy de aplaudir por su absoluto realismo.
Las trans tienen que tener especial cuidado con su propia carga patriarcal, inevitable al haber nacido varones y construir su subjetividad desde la idea de la superioridad masculina. Esta carga patriarcal se está manifestando en una actitud punitivista que, lamentablemente, está atravesando el movimiento LGBTQ y, hay que decirlo, a parte del feminismo. Tal actitud se expresa en el escrache, el silenciamiento, la censura, el irrespeto a los derechos laborales y a la libertad de expresión; en la condena sin dar chance a la defensa; y en posturas absurdas que meten a Amelia Valcárcel en el mismo saco que a los conservadores más ignorantes y ciegos. No hay que menospreciar el alcance de estas acciones ni justificarlas con el alegato de la rabia legítima. Desde el punto de vista político son errores de cara a las causas que defendemos. Silenciar es de fascistas y no cumple su cometido de lograr los avances que necesitamos; los conservadores seguirán pensando igual así se intente silenciarlos, labor por demás muy difícil porque son la mayoría. La Revolución Bolivariana me ha hecho un daño que espero poder superar de cara al futuro; sin embargo, no parece muy sensato aspirar a que todos y cada uno de los chavistas sea silenciado, expulsado del trabajo y sometido a escrache. Puede que provoque, pero no es posible ni conveniente.
Este artículo responde al de una tuitera trans que me llamó “activista de la vieja escuela”, además de TERF y transfóbica, en un artículo en respuesta a uno mío, publicado también en Literal Magazine: “Trans: el prefijo polémico”. El argumento de que la juventud o la vejez son garantía de algo es discriminatorio; además, si yo pensara que una condición biológica llamada juventud constituye garantía de solvencia política e intelectual, cosa que no pienso ni jamás he pensado, podría defenderme afirmando que tengo apenas veinticinco años. ¿No? ¿Por qué no? Yo SOY joven, nací joven, moriré joven.
Al buen entendedor, entendedora y entendedore, pocas palabras.
Espero que este impasse entre las trans y el feminismo sea superado y que sigamos trabajando todes juntes por una sociedad más libre.
Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006); Venezuela, el país que siempre nace (Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales (Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak
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Posted: July 19, 2022 at 7:57 pm