¿Quién puede entrar al mundo de los sueños?
Alberto Chimal
Para empezar, una advertencia: no puedo ver la serie The Sandman (El hombre de arena), lanzada por Netflix el mes pasado, como un estreno más.
Yo pertenezco a la generación de lectores que la descubrió en su versión original, escrita por el británico-estadounidense Neil Gaiman, a medida que se publicaba por primera vez, entre 1988 y 1995, en entregas sucesivas de una revista mensual de DC Comics. Vi “en tiempo real” cómo se convertía en un gran éxito de ventas y crítica, y cómo sus entregas se reunieron en los volúmenes que circulan actualmente: diez tomos con otras tantas partes o “arcos” narrativos de una extensa historia central, más otros tres ancilares (una precuela y varios cuentos sueltos) y una larga serie de spinoffs que llega casi hasta el presente.
Aunque ahora se llama “novela gráfica” a The Sandman, entonces no ocurría así: la denominación ya circulaba de este lado del mundo, pero estaba reservada para narraciones publicadas desde el principio como historias completas. De forma similar, la historieta comercial no se entendía como contenido. Mercancía, sí, por supuesto, pero no un recurso virtual –una propiedad intelectual– que básicamente existiera para ser transformado y ajustado a diferentes conductos o medios. Tampoco existía la noción de que las diferentes adaptaciones de una propiedad fueran “presentaciones” de una especie de ideal platónico, entre las cuales puede y debe hacerse incesantes comparaciones, ni la de que la popularidad de tal o cual historia –como ocurre con tanta frecuencia en la actualidad– dependiera de fomentar especulaciones y disputas entre los aficionados. Internet aún no se popularizaba en 1988; la cultura del consumo constante de “teorías” y “spoilers” no existía ni como augurio de ciencia ficción.
Por el contrario, la materialidad de los números de The Sandman fue también crucial para su éxito. Gaiman es un guionista audaz e inusualmente complejo, y la densidad y riqueza de sus textos lo volvieron un emblema de la posmodernidad literaria (no solamente historietística) de aquel momento. Pero los aficionados esperábamos también, con cada nuevo número de la revista, una nueva portada surrealista del artista inglés Dave McKean, totalmente distinta de las de cualquier otra serie de entonces; aprendimos a apreciar la originalidad de dibujantes de interiores como Charles Vess, Kelley Jones, Marc Hempel o Jill Thompson; del calígrafo y letrerista Todd Klein; de los coloristas Danny Vozzo o Lovern Kindzierski…, y cuando empezaron a aparecer las compilaciones de la revista, algo inusitado entonces, cada volumen se producía con el mismo cuidado, como un objeto digno de ser mantenido en una biblioteca. Era el mismo principio de la venta de discos compactos o cintas de video: una noción hoy obsoleta de la cultura de masas y de su comercio, por supuesto, pero una que sigue siendo importante incluso para la mercantilización de hoy, porque las obras que engendró no han desaparecido. The Sandman tardó treinta años en ser adaptada a un medio audiovisual, pero pertenece a la última época de florecimiento pre-internet del pop occidental, aquella que terminó (quizá) en 1999, con el siglo XX y con el gran éxito de los primeros avances en línea de Star Wars. Episodio I. La Amenaza Fantasma (George Lucas, 1999) muchísimo más populares y atrayentes en todo el mundo que la película misma.
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Por todo lo anterior, la “polémica” que se dio brevemente alrededor del estreno de la adaptación televisiva de The Sandman en Netflix me pareció más hueca de lo usual. Usuarios de internet de la minoría habitual (fanbabies blancos, de habla inglesa, tirando a la mediana edad y las posturas más conservadoras) se dedicaron a injuriar a la serie, su reparto y sus creadores por ser excesivamente woke, es decir, “progresistas” en la jerga insular y distorsionada de su propia política de derecha. Según ellos se habían hecho “muchos cambios” a los cómics originales, para acomodar los planes perversos de sus enemigos ideoógicos. ¡Muchas mujeres en el reparto! ¡Y mujeres lesbianas! ¡Y personajes con el sexo cambiado! ¡Y toda clase de quejas que no se entienden siquiera si no se sigue obsesivamente a los medios de comunicación afines al Partido Republicano de los Estados Unidos!
Obviamente, la mayoría de esos descontentos no ha leído ni una de aquellas revistas que dicen invocar, pues en ellas ya hay –además de una trama fantástica que le debe menos a los intereses de esta década que a James Branch Cabell, Lord Dunsany o Alan Moore– mujeres, una buena cantidad de personajes LGBTQ+ y hasta un ejemplo brillante de discusión sobre cuestiones de género: el “arco” narrativo A Game of You (Un juego de ti, 1991-92), ilustrado por Shawn McManus y otros. El argumento de esa parte de la historia gira alrededor del tema del poder y las nociones de identidad que se imponen a los seres humanos, y uno de sus personajes principales, sumamente entrañable, es una mujer trans llamada Wanda. Cuando se le dice que, para los mismos dioses, ella es hombre, su réplica es memorable:
WANDA: Bueno, pues eso es algo que los dioses pueden ir y meterse por el sagrado recto. Yo SÉ lo que soy.
Otras quejas se refieren a las modificaciones que hace la serie televisiva de la raza de algunos personajes. Casi todos los protagonistas y antagonistas en el cómic –incluyendo a muchas criaturas sobrenaturales, de las que explícitamente se dice que no tienen realmente un cuerpo físico– se representan como blancos, siguiendo las costumbres de la época; por su parte, en el reparto de Netflix hay más actores y actrices afrodescendientes y algunos de origen asiático.
Pero, con toda franqueza, ¿qué más da? Incluso si una persona sumamente cerrada y prejuiciosa no puede soportar a nadie que no se vea exactamente como ella (en cuyo caso tiene un serio problema), la fuente de una obra audiovisual no se “modifica” cuando la adaptación aparece. Eso es imposible. Los volúmenes de la novela gráfica existen todavía y son perfectamente legibles. Las costumbres de esta época simplemente son distinas y favorecen más diversidad, un reconocimiento explícito –aunque rara vez se traduzca en más justicia social– de poblaciones humanas que antes no eran representadas en los medios. El caso de The Sandman no es único. Marvel presentará pronto una versión del mito griego de la Atlántida reimaginada como un imperio semejante al azteca, con diseños basados en el arte de culturas mesoamericanas antiguas y un gobernante –Namor, uno de superhéroes más antiguos de la compañía– interpretado por el actor mexicano Tenoch Huerta. En el más reciente spinoff de El Señor de los Anillos, que Amazon acaba de estrenar, hay un elfo latinx y una princesa negra entre los enanos, además de los habituales blancos rubios y castaños con los que J.R.R. Tolkien pobló sus textos.
Ninguna de estas ficciones quiere (ni puede) convencernos de que es parte de un “pasado real” que se puede falsear o malinterpretar. Son obras artísticas, buenas o no, que se venden.
De hecho, el reparo más interesante que puede hacérseles está más allá de la comprensión de los fanáticos extremistas.
Netflix, Amazon y Marvel, como otros de los grandes imperios mediáticos de la actualidad, son compañías de magnitud planetaria pero miras estrechas. Igual que obedecen sobre todo a las leyes de los Estados Unidos (donde tienen sus sedes, y en cuya política local participan constantemente), sus proyectos “globales” nunca lo son en realidad. La inclusión que ofrecen está dirigida a dar gusto a las poblaciones “minoritarias” de su propio país y nada más.
Aun si solamente es simbólica, o un gesto hueco (o peor, interesado), semejante apertura importa, claro que importa, y es un signo alentador. Cualquier narración de alcance global que no sugiera una realidad rígidamente blanca, europea, heterosexual y cristiana es un paso en la dirección apropiada, contra la corriente de varios de los fanatismos más espantosos de nuestro tiempo. Esto quedará muchísimo más claro cuando haya un nuevo presidente de extrema derecha en la Casa Blanca, y más aún si se las arregla para consolidar una dictadura de partido al estilo de Viktor Orbán o Xi Jing Ping. Entonces la “guerra cultural” de los fanbabies será amplificada por su poder e influencia, como sucedió durante la presidencia de Donald Trump, y las querellas y acosos en línea de hoy desembocarán en leyes retrógradas y crímenes de odio aún peores que los actuales.
Sin embargo, tal como están las cosas, el mundo soñado por las series es uno al que casi la totalidad del mundo, de quienes vivimos en él, no puede realmente entrar. Por ejemplo, los mexicanos “que se identifican como mestizos” –por decirlo de alguna manera– podemos soñar que estamos en Coco (Lee Unkrich/Adrián Molina, 2017)…, pero no: la película de Pixar mitifica solamente una parte de la realidad mexicana a la que creemos pertenecer y se entiende mejor como ese mito, mucho más bello y significativo para la población de la diáspora mexicana en Estados Unidos. ¿Y qué puede decir la gente de un país, o una nacionalidad, o un grupo de África, de Asia, de América Latina, de Oceanía, que no es considerado digno de atención en Nueva York o Los Ángeles?
Volviendo a la The Sandman de Netflix, la Muerte –hermana del Sueño: un bello personaje sobrenatural– es interpretada por Kirby Howell-Baptiste, una actriz afrodescendiente. En los cómics, la Muerte aparecía como una goth girl arquetípica, de piel completamente blanca. De nueva cuenta, es un cambio entre muchos otros, ideado por David S. Goyer, Allan Heinberg y el propio Neil Gaiman, los creadores de la serie, para sugerir un poco de la sociedad interracial en la que la serie se produce. Y Howell-Baptiste actúa estupendamente. ¿Pero por qué, si la Muerte puede tomar cualquier aspecto, no tomó el de una actriz cingalesa? ¿O inuit? ¿O el de Yalitza Aparicio? Para casi todas las personas que leerán este artículo, la superficie de la pantalla de televisión es en realidad un muro infranqueable. Y no parece haber una solución para esto dentro del capitalismo realmente existente.
Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego, Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal
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Posted: September 6, 2022 at 9:45 pm
El artículo me ha encantado.
Deseo que exista una segunda temporada de The Sandman; aunque se esté volviendo difícil para la serie cumplir con las metas capitalistas a las que está sometido el streaming (a pesar de ser un éxito).
Gracias por leer el artículo, Edgar.
Me temo que la cuestión de si habrá o no una segunda temporada es otra faceta más del problema con esos grandes servicios de streaming que lo acaparan todo y no tienen otro interés que sacar dinero rápido y fácil.
Yo comencé por ver la serie de Netflix, y me gustó muchísimo, ahora compré el primer tomo de Sadman, para leer el orginal. Gracias por tu artículo Alberto.
Gracias a ti, Marcela. (Ah, y prepárate, porque lo mejor de la serie viene en los _siguientes_ tomos…) 🙂
Genial, gracias por compartir, me ha encantado el artículo
Saludos