Un fantasma recorre: Estados Unidos Terror e incultura
José Blanco
Todas las sociedades del mundo esconden en sus entrañas diferencias múltiples de orden económico, social o cultural, entre individuos, grupos y clases sociales que las elites dominantes buscan apaciguar mediante la construcción de idiosincrasias, ideologías, religiones. Algún adhesivo general debe servir al efecto de evitar que esas diferencias se vuelvan conductas disruptivas que atenten contra el statu quo y la cohesión social. A veces esas diferencias se vuelven tan profundas que obligan a realizar cambios y reacomodos para que el gato pardo siga vivo. La historia nos muestra, sin embargo, casos extremos de disrupción social que conducen a nuevas organizaciones sociales. La Revolución Francesa o la Revolución Bolchevique son ejemplos de esas situaciones extremas.
El adhesivo es en cada sociedad distinto, pero hay algunos componentes comunes. Es obligado, por ejemplo, un mito fundacional. En México aprendemos a evocar, desde que nacemos, al águila sobre un nopal devorando una serpiente en el escudo nacional, a los héroes de la independencia —que nos dieron patria—, a los héroes de la revolución que nos salvaron de la oligarquía porfirista vuelta una dictadura de 30 años.
La lista de los héroes es en todas partes una nómina dilatada. Según la ideología dominante, son personajes excepcionalmente visionarios que murieron para heredarnos un mundo mejor. En México por un tiempo casi todos se lo creyeron, pero cuando el país se hizo añicos, aparecieron muchas dudas. Ya casi nadie evoca nuestro mito fundacional y los héroes yacen en los panteones bastante empolvados. Poco se les exhuma (figurativamente) para rendirles honores. Parece que muchos mexicanos comenzaron al menos a sospechar que en su gran mayoría los héroes no fueron seres increíblemente generosos que estaban pensando en nosotros (que somos quienes estábamos en su futuro), sino que eran personas comunes, en muchos casos arrojadas, que querían resolver los conflictos de su tiempo. Resolver un problema como el de la dictadura oligárquica de Porfirio Díaz naturalmente dejó una huella histórica profunda y por eso pudo ser convertida en adhesivo social.
Los Estados Unidos tienen también, naturalmente, sus mitos fundacionales y una larga lista de padres de la patria. The Star-Spangled Banner es un conjunto de estrofas escritas en 1814 por Francis Scott Key, abogado de 35 años y poeta sin experiencia. Ignoro a quién se le ocurrió volverla canción, al parecer con la música de otra canción inglesa llamada To Anacreon in Heav’n —la métrica se ajustaba. La cancioncita se volvió muy popular y, por supuesto, fue declarada Himno Nacional por una resolución del Congreso el 3 de marzo de 1931. Es uno de sus adhesivos más sentidos; otro es su lema “in God we trust”, plasmado sintomáticamente en sus billetes. Este lema, además, es un mandato del propio himno nacional que en su última estrofa dice: “And this be our motto: In God is our trust.”
Pero ningún adhesivo social es mayor en Estados Unidos que la creación continua de algún enemigo externo que constituye una amenaza mayor “para el mundo libre”, que los obliga a mantenerse unidos. Como todo mundo sabe, “el mundo libre” es Estados Unidos.
Lo terrible del mito del enemigo externo es que puede ser recreado una y otra vez, porque esa sociedad, que cuenta con más información que ninguna otra, es acaso una de las más desinformadas del planeta. Esta desinformación, que es siempre ignorancia, es el caldo en el que se cultiva el terror que les genera el enemigo, y que permite convertir en verosímil el mito de la amenaza externa. El enemigo puede ser otro país, como lo fue en su momento la Unión Soviética, o la Palestina virtual; pero también puede serlo una persona, como el General Noriega, presidente de horror de Panamá, o Salvador Allende, Fidel Castro u Osama bin Laden.
Por increíble que parezca ha vuelto por sus fueros, como terrible intimidación, el inexistente socialismo, tal como ocurrió durante el insensato tramo de la “guerra fría”; en las semanas previas a las elecciones del 4 de noviembre ya era una amenaza que se les venía encima a los estadounidenses —que no americanos. La peor crisis financiera de su historia es la que está abriéndole la puerta al socialismo ¡en todo el mundo!, han venido diciendo.
LinkedIn es una red en línea de más de 25 millones de profesionales “con mucha experiencia en todo el mundo” (dicen ellos mismos), ubicados en 150 sectores de actividad económica. En su página web, LinkedIn se hacía una pregunta, basada en un certeza propia que, según su redactor, los llevaba por caminos ineludibles: “Socialist or Capatilism: what is the way? Socialist states become capitalist in the early 2000’s now we see the capitalists becoming Socialist… Eastern Europe after years of preaching Socialism as the only way of life moved on, while now we see that the US and Europe economy is moving on to Socialism. This leads me to wonder what way of society was right….”
La sociedad tenía razón…, esta “certeza” proviene de lo que ya se volvió un debate que muy probablemente veremos crecer a lo largo y ancho de Estados Unidos, aún pasados los comicios. Ante el rescate financiero de Bush la muy numerosa derecha estadounidense había venido hablando “del fin del libre mercado” en EU; en tanto, McCain y Palin habían decidido que su mejor táctica contra Obama era acusarlo de “amenaza roja”.
David Brooks escribía desde Nueva York que de pronto, la palabra “socialismo” estaba por todas partes, en la boca de los candidatos presidenciales, en la Casa Blanca, en Wall Street, en las calles de los pueblos y ciudades a lo largo y ancho del país, en los medios masivos de comunicación; todo ocurría como si la sociedad se hubiera ido a dormir cobijada por el súper poder capitalista y hubiera despertado en un estado socialista autoritario, que la derecha comenzó a denunciar a todas horas y que, para los días en que esta breve reflexión se publique, muy probablemente continuará extendiéndose.
Conservadores a ultranza en el partido de Bush denunciaron su situación nacional como el “fin del libre mercado”, el fin del “4 de julio” y ¡el inicio del “socialismo” en Estados Unidos! Esto sólo podía decirlo alguien que está plenamente seguro de que sus electores potenciales son una aglomeración indiferenciada de seres adocenados; algo así como los seres Delta y Epsilon, que eran fabricados en la sociedad que Aldous Huxley creó en su novela Un mundo feliz, que tenían un miligramo de cerebro, a fin de que cumplieran tareas que sus majestades, los Alfa y Beta, seres superiores, no deberían llevar a cabo de ninguna manera. ¿Quién va a lavar los WC que los Alfa y Beta utilizan? ¡Cuánto hay de esto hoy en Estados Unidos!
“Ahora no es el momento para experimentar con el socialismo”, decía la candidata a la vicepresidencia republicana en un mitin en Colorado, al caracterizar las propuestas fiscales de Obama. McCain denunciaba en sus actos electorales que Obama había dicho que quería “¡extender la riqueza más ampliamente!”, ¡qué horror! Palin, y a veces McCain, lo amplificaban más: Obama desea “redistribuir la riqueza”, y eso implica, afirmaban, “socialismo”.
Es imposible creer que se tratara de pura esquizofrenia real; no, era sólo el intento de crear un absurdo Frankestein para aterrorizar a la sociedad. El domingo 19 de octubre McCain dijo a Fox News: “creo que sus planes (de Obama) son la redistribución de la riqueza”, y preguntado qué era eso, agregó: “eso es uno de los principios del socialismo”.
Palin continuó en aquel momento con el tema en breves intercambios con periodistas, diciendo que las propuestas fiscales de Obama eran preocupantes y explicaba: “sí hay principios socialistas en eso. Tomando más de una pequeña empresa o pequeños empresarios o de una familia que trabaja duramente, y entonces redistribuir ese dinero acorde con las prioridades de un político, hay señas de socialismo ahí”. Lenguaje inteligente, claro, preciso, informado… ¿No es cierto?
En los mensajes para televidentes enviados a CNN había variaciones, como esta: “¡un triunfo de Obama es instalar a un socialista en la Casa Blanca!” Todo, una pésima comedia de unos excéntricos que tienen una pelota roja en la nariz, peluca anaranjada y unos zapatones de medio metro con una bola en la punta.
Puede ser útil, aun cuando pueda ser de corto alcance, desempolvar algunos pasajes históricos que abundan en miles y miles de publicaciones en las bibliotecas de Estados Unidos.
Más allá de desentrañar analíticamente lo que llamó la “anatomía” del capitalismo —su aportación mayor—, Marx contribuyó de manera sustantiva a crear las utopías llamadas socialismo y comunismo. Marx creía que la sociedad humana marcharía en la dirección de una sociedad comunista, que estaría regida por este lema: “De cada cual según su capacidad; a cada cual según sus necesidades”.
El camino en la dirección del comunismo tendría que pasar por una estación intermedia llamada socialismo. En el capitalismo existe una clase social que es propietaria de los bienes de producción; quienes no poseen estos medios, son asalariados de aquellos. En la utopía socialista los medios de producción son propiedad del Estado, quien los administra. Ello permitiría una justicia social desconocida para el capitalismo. En la utopía comunista, los medios de producción son de la sociedad, pero el Estado no existe más. La sociedad ha alcanzado un grado científico y tecnológico tan avanzado que la producción económica prácticamente se ha automatizado y los hombres pueden dedicarse a las artes, a la alta cultura, y todos tienen posibilidad de acceso a una igualdad social y económica absolutas.
Marx se equivocó sobre el alcance y resistencia del capitalismo, porque le era imposible prever el avance continuo de un perfil tecnológico nacido con la Revolución Industrial en el siglo XVIII, que tuvo por momentos avances espectaculares como el taylorismo y el fordismo en Estados Unidos. Menos aún podía prever que ese perfil empezó a morir a fines de los años sesenta, al tiempo que surgía vigorosa una nueva revolución con la electrónica y los nuevos materiales como puntas de lanza. Las tecnologías basadas en la electrónica tuvieron aplicaciones aisladas entre 1950 y 1980; sin embargo, después de esta última fecha, permitieron la creación de bases de datos y de integración cada vez más grandes. A partir de 1990 surgieron las redes y las terminales y, en 1995, comenzó el gran desarrollo de las telecomunicaciones, la digitalización e Internet. A pesar de todo, se trata únicamente de los prolegómenos de la nueva era tecnológica. El capitalismo no sólo no se ha debilitado, como pensaba Marx, sino que puede ser cada vez más fuerte, aunque vaya a sufrir un síncope agudo que lo dejará hecho un adefesio por varios años. Las crisis capitalistas sirven, siempre han servido, para sanar al propio capitalismo de todos los malolientes abscesos purulentos que acumula, con los excesos sin medida en que incurre. La crisis de nuestros días no sabemos cuánto durará, pero sí sabemos que al tocar fondo el territorio económico estará tan devastado como Vietnam cuando salieron de ahí sus salvadores, o como se halla ahora mismo Irak. Y esto —no hay duda— configurará otra inmensa oportunidad para nuevos campos de inversión que rendirán ganancias fabulosas cuando la tormenta amaine.
De los sueños de Marx y sus abnegados seguidores, nada ha existido. El “socialismo” soviético fue un Estado totalitario cuyo modo de producción se convertiría en un atajo hacia el desarrollo capitalista. La atrasadísima Rusia zarista alcanzó un alto grado de desarrollo económico en unas cuantas décadas, cuestión que a los países capitalistas occidentales les llevó siglos. Pero el método “socialista” y la dictadura soviética, alcanzaron un límite infranqueable desde fines de los años sesenta y principios de los setenta del siglo pasado. La imposibilidad de la planificación centralizada en una sociedad compleja se volvió insuperable. La guerra fría y la competencia por la investigación espacial con Estados Unidos implicaron un costo gigantesco para el tamaño medio de una economía que cada vez era más ineficiente y en la que empezó a campear la corrupción en grados insospechables. Todo se derrumbó y lo que quedó fue un estado de cosas que rápidamente se reacomodó abiertamente (aún no totalmente), al modo de producción capitalista: se abrió un gigantesco mercado a la inversión. El “socialismo” chino fue lo mismo: una atajo al desarrollo capitalista, aunque aquí el Estado totalitario sigue reinando. Les llegará, sin embargo, cuando menos se lo esperen y será pronto, un inevitable terremoto social, propio de la modernización, que los gobernantes no podrán entender: el reclamo democrático, en este caso de millones.
Volvamos a la retrospectiva. De fines de los años noventa del siglo XIX a la primera posguerra, los marxistas más famosos de esa época debatieron sobre lo que entonces se llamó “la teoría del derrumbe”: algunos creyeron que puesto que las crisis capitalistas eran cada vez más graves, habría una crisis final que abriría las puertas al socialismo.
Recordemos algo más puntualmente ese debate. Todo empezó cuando a fines de los noventa del siglo XIX, Eduard Bernstein planteó la necesidad de “revisar” algunos temas decisivos en las teorías de Marx, con lo cual nació, cargado del desprecio de muchos contemporáneos, el anatema “revisionista”. Bernstein quería huir de la revolución violenta como medio de instaurar el socialismo y planteaba que la educación de las masas y la persuasión civilizada podría dar lugar al socialismo a partir de la socialdemocracia.
De la fecha señalada hasta la primera posguerra, entraron en el debate un extenso número de los marxistas de entonces: Kautsky reaccionó duramente, luego siguieron Cunow, Tugan-Baranowsky, Conrad Schmidt, Louis Boudin, Rosa Luxemburgo, Hilferding, Grossmann, Bauer, principalmente. Las posiciones su multiplicaban y los desacuerdos también.
En el Manifiesto del Partido Comunista se dice que las crisis serían cada vez más severas y que los medios adoptados para vencerlos (“la destrucción forzosa de una masa de fuerzas productivas, la conquista de nuevos mercados y la más completa explotación de los antiguos”) darían resultados sólo a costa de “allanar el camino para crisis más extensas y destructivas y… debilitar los medios por los cuales se previenen las crisis”. A pesar de su contundencia, de esta tesis no puede concluirse que, según el Manifiesto, una crisis económica catastrófica final abriría las puertas de un nuevo régimen social. En 1927 Rudolf Hilferding concluía que “el derrocamiento del sistema capitalista no debe esperarse como cosa que debe ocurrir fatalmente, ni se producirá por obra de las leyes internas del sistema, sino que debe ser un acto consciente del proletariado”.
Que el capitalismo morirá por obra y gracia de sus leyes inmanentes, no hay tal y en ello tenía toda la razón Hilferding; pero vista la historia del siglo XX, no puede decirse que el sujeto del cambio pueda ser el proletariado, al menos no los obreros industriales típicos a los que hacían referencia los marxistas aludidos. En Estados Unidos los obreros de overol son hoy una pequeña fracción de los asalariados. La mayor parte de ellos son “de cuello blanco”, y trabajan en el sector terciario (los servicios).
Acaso vivamos en los próximos años la peor crisis capitalista de la historia pero, a pesar de ser mortal, como cualquier otro régimen socioeconómico, la crisis de hoy no será la tumba del capitalismo. O existe un sujeto político organizado capaz de ser soporte de una transformación —aún indefinida—, de alcance mundial, que no sólo haya convencido a las mayorías de las sociedades del mundo, sino que en los hechos hubiere logrado operar ya parte sustantiva de la misma, o el capitalismo continuará cambiando para sobrevivir pasando por devastaciones tsunámicas.
La crisis será profunda, y no podrá ser atacada en todos sus frentes simultáneamente. En primerísimo lugar serán cambiadas las reglas inservibles del sistema monetario y financiero mundial (en rigor la desregulación es un enmarañado conjunto de reglas del juego propio de la selva financiera); pero ese cambio es de gigantesca complejidad y pueden pasar años antes de que una cierta correlación de fuerzas —que se irá construyendo en la lucha política de los poderosos—, alcance un acuerdo satisfactorio y mínimamente eficiente para operar el comercio y las finanzas mundiales. Los actores se sentarán en una lujosa mesa de un especialísimo sitio neoyorkino ultra resguardado.
Al escribir estas líneas, Europa y Estados Unidos han declarado su propósito de presidir y dirigir el cambio. Pero en principio no están de acuerdo. Y aún no habla Rusia, como tampoco China, Japón y otros poderosos países asiáticos; nada ha dicho la India (aunque ya nos han corrido la cortesía a algunos liliputienses invitados de piedra). Cada uno tendrá su partida en la mano, y no admitirán al imperio en vías de extinción más que como un jugador más sobre el green de la game table donde se decidirán los destinos del mundo. El cadáver ¡ay!, seguirá muriendo.
¡Salvemos al capitalismo y a la libertad de comercio!, clamaba Bush; sí, pero para poder hacerlo requerimos de una regulación que no nos vuelva a meter en esta selva, decían Sarkozy y José Manuel Durao Barroso, presidente de la Comisión Europea. Pelearán “n” rounds sin límite de tiempo.
Hoy no estaremos en el Bretton Woods de 1944/45, cuando prácticamente sólo había dos voces: John Maynard Keynes del lado inglés, con el poder de las ideas económicas, y Harry Dexter White, del lado yanqui, con el inmenso poder político del principal vencedor de la Segunda Guerra Mundial y el poder económico sin par del país que representaba. Un momento en que el valor de la producción industrial estadounidense superaba a toda la del resto del mundo. El resultado de entonces fue el cambio del cadáver del patrón-oro por el nuevo patrón cambio oro, sistema monetario impuesto por los Estado Unidos gracias al cual se fijó el valor del dólar en términos de una determinada cantidad de oro y las demás monedas en términos de una determinada cantidad de dólares. Así el billete verde se convertiría en la divisa de pago internacional. La historia de ese sistema desembocó en los días que vivimos.
Elisa Carrió, lideresa argentina opositora desde el Congreso al gobierno de Cristina Fernández Kirchner, publicó el pasado 21 de septiembre en el Blog Voltairemanía que un analista del mercado español, hablando de la evolución de la actual crisis financiera y bursátil, profirió un vaticinio que hoy se repite a carcajadas por toda España: ahora sí “el capitalismo tiene los siglos contados”. Es la misma risa que provoca la preocupación de un número creciente de estadounidenses, que creen pueril e irremediablemente en los endriagos de Cthulhu de Lovecraft.
Posted: April 15, 2012 at 6:01 pm
al capitalismo le interesa la ignorancia