Una infancia sin cómics, una adolescencia sin pornografía
Antonio José Ponte
Se estaba entonces ante un cómic como ante un fragmento de poesía arcaica. “En Tasos nos reunimos la hez de Grecia”, reza la única línea llegada hasta hoy de un poema de Arquíloco.
Uno podía preguntarse qué clase de pandilla se había reunido en Tasos. Compuesta, seguramente, de mercenarios, como aquellos que aparecían en otros versos suyos, mercenarios como el propio Arquíloco. ¿Qué planeaba, reunida allí, la basura de Grecia? El resto de esa historia se encuentra perdida. Del poema, desguazado por el tiempo, queda un único verso, la noticia de esa concentración en Tasos. De igual modo, yo leía unos cómics desguazados, en los que faltaban las páginas fi nales o el inicio. Unos muñequitos (así llaman en Cuba a los cómics) llegados de otra época, manoseados hasta el desteñimiento, sumamente codiciados dentro de las colecciones de ídolos y tarecos de varios de mis condiscípulos.
Un trozo de cerámica ha hecho posible que conozcamos determinado verso, un poema ha llegado entre el papiro que arropaba a una momia. Las aventuras dibujadas de las que hablo se salvaron de envolver un pescado o de abultar la puntera de zapatos empapados por la lluvia. Habían sido desgajadas del periódico, guardadas para otros días. El crucigrama, reservado también en tanto el diario se echaba a la basura, duraría lo que durara su enigma. Los muñequitos, en cambio, eran la única sección que aspiraba a ser eterna.
Comenzaban mediado un intercambio, de un puñetazo, en la explosión de una onomatopeya: no llegaban enteros muchas veces. Su fi nal podía ser aún menos conclusivo que el que le hubiese otorgado el dibujante. La aventura no empezaba ni terminaba, era. Y, por supuesto, lo fragmentario despertaba hipótesis. Porque, unas páginas antes o después, en algún recuadro perdido, constaba la verdadera identidad del enmascarado. El cómic (al menos en los ejemplos que alcancé) era el reino de la máscara. Lo mismo que el carnaval, las ceremonias tribales, el teatro japonés, la lucha mexicana.
Tuvo que ser grande la desesperación ante el rostro escamoteado del héroe, ante su genealogía desaparecida. Aunque, mejor mirado, recordado mejor, sobraban las explicaciones. Allí estaba, sin más, el héroe en sus peripecias. Actuaban su vileza los monstruos a quienes él combatía, y quizás habríamos tenido sufi ciente con tan sólo un relámpago, con un puñado de letras como rayos, con las nubes del desplome y de la destrucción. Nos habríamos conformado (hablo por unas cuantas cabezas apiñadas) con aquella meteorología desprendida de los héroes: rayo, nubes, relámpago. Bastaba una noticia de aquel clima heroico y, ahora que intento recordar episodio o empresa que me tuviese en vilo, lo que recuerdo de aquellos papeles podría resumirse en un emblema encuadrado por Roy Lichtenstein, en una onomatopeya zigzagueante. Los muñequitos de una infancia sin cómics parecen recordarse tan puntualmente como se recuerda un tatuaje.
Más que historia, había en ellos ímpetu. Faltaban detalles, y puede que éstos no se echaran de menos en el puro dinamismo. Incompletos, aquellos muñequitos resultaban entendidos bajo el efecto de un puñetazo que escapaba de un recuadro, en medio de la carrera de vértigo contra los malos. Lo que importaba de veras era la acción, no el montón de razones que empujaban a ella. Un solo ruego habríamos elevado al dios de los cómics perdidos: poder alcanzar el fi nal de la pelea. No tanto a lo que ésta desenlazara como al último aliento del enemigo, al crujido exhalado por su crisma aplastada.
En la infancia sin cómics conseguí leer muñequitos fragmentarios, despreocupado hasta cierto punto de las tramas. Absorto en la acción, igual que iba a ocurrirme en la adolescencia con la pornografía (tuve una adolescencia sin pornografía), impaciente ante los prólogos y las descripciones, aliviado porque cualquier flujo de conciencia tendría que apretarse en un globo. ¡Fuera ropa y preliminares, fuera razones para el ataque, y hacia el ataque mismo ya! No alcanzaba a aventurar entonces cuánto placer iba a sacar después de descripciones, prólogos, flujos de conciencia…
Dado que no alcanzo a recordar el tedio de mirar y remirar un puñado de aventuras sin renuevo, coloco en su lugar un tedio de la adolescencia, el de una escena pornográfica repetida muchas veces. La atención terminaba por escapar del juego de émbolo en busca de algún detalle significativo, y chocaba con el ascetismo de la pornografía, con su economía de guerra. Los cuerpos eran lisos como estatuas (tatuajes y piercings se lucirían años después), la habitación tenía menos salida que un cuarto amarillo. No habría paisaje afuera, aquellos dos (o tres) no tenían otra vida que la que allí ocurría. En la incapacidad de soltar tal escena, no quedaba más que aguardar por un cambio de estación, por una nueva posición para los cuerpos.
Un experimento socorrido entre fotógrafos consiste en perseguir a lo largo de una serie la corrupción de alguna fruta. Colocada en el antepecho, se abejorrea en torno a ella a lo largo de los días. No muy distinto experimento parecí imponerle yo a aquella película conseguida en la nada. Y en el mismo experimento debieron caer, años antes, los pocos cómics que alcanzara. Porque ví la primera película pornográfica en el desierto. Aprendí de memoria unos muñequitos metido en una arena tan sin detalles que no formaba dunas.
De revisitar la película aquélla recibí, en una epifanía salida del aburrimiento, lo signifi cativo que buscaba. Una señal: sin dejar de meter carne en la carne, uno de los cuerpos empezó a rascarse la espalda. No había reparado antes en su gesto, y allí estaba, para mi tedio, el tedio del actor. Recurrí al deseo hasta el embotamiento y dí con la alienación de un trabajador del sexo que se rascaba creyendo no ser visto, que bostezaba en medio de la conversación o miraba un reloj.
En algún cómic leído y releído debí entrever también la resistencia del héroe a la aventura. Recibida desde Mongo o Marte, era la señal de que para aquellos papeles no cabía una relectura más.
Antonio José Ponte (Matanzas,1964.) es uno de los más brillantes ensayistas cubanos. Por sus ideas contrarias al régimen fue expulsado en 2003 de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba y actualmente vive exiliado en España. Ha publicado In the cold of the Malecon & other stories (City Lights Books, 2000) y Cuentos de todas partes del imperio (Éditions Deleatur, 2000), este último traducido al inglés como Tales from the Cuban Empire (City Lights Books , 2002) y la novela Contrabando de sombras, Random House-Mondadori, Barcelona, 2000.
Posted: April 18, 2012 at 10:04 pm