La magia oculta de Vicente Núñez
José de María Romero Barea
Poeta, filósofo y crítico literario, Vicente Núñez (Aguilar de la Frontera (Córdoba), 1926 – 2002) vivió fascinado por las máscaras, los personajes, los disfraces. Pensaba, como TS Eliot, que “habrá tiempo, / para preparar un rostro con el que cumplir con los rostros a los que nos enfrentamos.” Tuvo, como Fernando Pessoa, multitud de facetas. Es lo que descubrimos al releer su obra: el motivo por el que su poética es inagotable. En la edición de su Poesía (Visor, 2008) a cargo del también poeta, crítico literario y traductor Miguel Casado, se encuentra una comprensión lúcida del destino, de la vida y la muerte; una aceptación desgarradora y serena, al mismo tiempo.
“… y no habrá té ni libros ni amigos ni advertencias, / pues yo no seré joven ni querré que te vayas” (“Carta…”). Reconocemos ya desde los primeros poemas su ambición; contemplamos en Los días terrestres (1957) la grandeza y arrogancia de unas composiciones que pretenden incluirlo todo; que describen la interconexión de las cosas para cohesionarlas: “… el mundo / continúa lo mismo de bello porque es triste/ con sus nubes sombrías y sus húmedos bosques” (“Despedida”). Lo que nos atrae de sus Poemas ancestrales (1980) no es la plenitud, sino lo roto, lo lírico de su discurso (“Los muchachos que vuelven de la playa, la ronda/ última de los novios que atenúa la niebla, / la red de los silencios y su copo doliente” (“Aria triste”).
Al igual que Ezra Pound, Núñez invoca en las composiciones de Ocaso en Poley (1982) las sombras de los bardos que le precedieron. Su ansiedad modernista es la del clásico que no tiene nada que decir, porque no encuentra la manera de decirlo: “no hablemos ya, bien mío. Y arrástrame hacia el hondo/ corazón de tus brazos latiendo bajo el cielo” (“Ocaso…). El tema esencial de su lírica, al igual que el de la mejor literatura, es el de la forma: “Oh dulce laberinto de luz, oh tenebrosa, / oh altísima y secreta confusión” (“Un poema”).
Rara vez tienen este mundo y los del más allá un diálogo más emocionante que en los breves e inquietantes artefactos de Teselas para un mosaico (1985): “¿Cómo no sumergirse en el remanso/ inabarcable de tus pies desnudos/ si tienen el aroma de melones tardíos?” (“VI”). Se oscurecen las conexiones que nos ayudan a dar sentido. Al igual que en un mapa mudo, los caminos se nos muestran ignotos: “Mater misericordiae/ (detrás del cobertizo/ del campo de deportes), / vita, dulcedo (cállate, / no te inmutes y canta”)” (“XXI”). Extranjera de sí misma, ninguna epifanía aislada logra superar la extrañeza esencial, la sensación de no pertenencia, que se aferra a esta colección.
Sus Himnos a los árboles (1989), por otra parte, son vulnerables, confesionales, emergen como notas a partir de sus ruinas: “Vuestros dilatados espacios/ son el refugio de mis diarios extravíos; amables moradas para lo que se excede en el riesgo” (“Himno II”). Lo contemplativo se impone al susurro de una voz que flota libre entre “latas y exvotos (…) como escándalo de su podredumbre” (“Himno X”). Asistimos en ellos al crecimiento del árbol, el trazo y el poema. Sus formas son cambiantes. Se adaptan al espacio que los rodea. Sus fronteras son definitivas.
Complemento ideal a este poemario son las carpetas “Himnos a los árboles” (Fundación VN, Ayuntamiento de Aguilar de la Frontera, 2014), donde el artista Aurelio Teno (Mina del Soldado, 1927 – Córdoba 2013) ilustra versos sueltos de los Himnos. Los dibujos unas veces los complementan, otras se oponen a ellos, hasta hallar su propio significado. Arte, poiesis y naturaleza surgen conscientes de su propia finitud, y al hacerlo, invocan la noción de infinito.
Las palabras anhelan volver a la vida y Teno es consciente de ello. El dibujante hace por ellas algo más que ilustrarlas: las experimenta. Surge entonces el perfil de un adolescente con un trazo dulce, ligero y simple. Al fondo, un brazo emerge, luminoso: “un abrazo, tan derramado y hondo como el valle/ que oteáis majestuosos”. Se inmortaliza un gesto de frescura tal que parece haber sido preservado a través del tiempo: “Porque surgís incólumes/ en todos los recodos de mis deserciones”.
El artista cordobés libera al espíritu encarcelado tras los versos del aguilarense. Un nudo de madera es un bloque de mármol del que asoma una figura. Apenas unas líneas: “Porque os nutrís de mis infortunios/ respiráis estáticos / en la proximidad de las estrellas infinitas”. Movimiento perpetuo, vamos del sueño al despertar y de nuevo al sueño. Teno se limita a grabar los recovecos más profundos de la interioridad onírica en la quietud de la madera: “Ahí habría yo aspirado/ a edificar el nido de mi vivienda”.
En estos dibujos, el espacio se vuelve consciente de sí mismo, se arrebata. De ahí el intenso drama: son exterior autoconsciente de lo que está dentro. Teno ha sabido ver la belleza sometida al tiempo y las circunstancias de una obra de arte. Para preservar esa hermosura en peligro, la ha adaptado a un mundo más equilibrado y eterno: el del espacio.
Hay, en otras palabras, una sucesión de encarcelamientos y liberaciones; se invierte, ad infinitum, la idea de dentro y fuera. “Lo que nos ilumina nos congrega”. Teno va del interior al exterior de su técnica. Una mano se extiende, mide y limita la lámina desde dentro tanto como desde fuera: “Si estamos condenados al incendio/ será con el divino rayo de lo eterno”.
Es la otredad ubicua de la voz de Núñez – la de otros cuando la propia, su voz cuando la ajena – lo que permite que su legado se regenere con tanta facilidad de una generación a la siguiente. Sus poemas son más que un divertimento o un juego modernista o un subterfugio para escapar de una sensibilidad en desacuerdo consigo misma. En La Gorriata (1990), uno de sus últimos libros, se privilegia el estilo directo; se desdeña el pedestrismo del lenguaje figurado; los símiles y metáforas no ralentizan la percepción: “Tener la gloria entre las manos para/ abandonarla en brazos de la muerte” (“A lo divino”).
La colección de Sofismas (Visor, 2010) del autor cordobés, también a cargo de Miguel Casado, constituye un monumento a la distracción, el producto de un escritor que aplica un enfoque sistemático y comprometido al mundo real. Lo que emerge es la imagen de un ser humano al que sólo podemos definir con una concatenación de impresiones: aforístico, suave, reflexivo y especulativo, patológicamente evasivo, escéptico, y, sobre todo, wildeano.
“Lorca no era de España. Era de Lorca”. En Sofismas, Núñez se dedica a desinflar las pretensiones y los abusos no solo de la poesía (“rama auxiliar de la ramerología”), sino de la literatura y el arte, “el resultado del desengaño”. Con inteligencia y curiosidad infatigables, el autor de Ocaso en Poley nos conduce a través de sus propios pensamientos, reflexiones insospechadas y a menudo hilarantes: “¡Padre Rilke, danos el bisturí!”.
Según la RAE, el término sofisma viene del latín sophisma, y este del griego σόφισμα, y es “la razón o argumento aparente con que se quiere defender o persuadir lo que es falso”. Fábula sin moraleja, estos aforismos no aleccionan: sorprenden, nos hacen ver las cosas desde una nueva perspectiva. A pesar de su brevedad, el impacto es enorme. Hoy que los estantes de las librerías gimen bajo el peso de enormes volúmenes que prometen la síntesis de los más variados temas, estas sentencias consiguen lo mismo en apenas 140 caracteres.
Asistimos al Núñez más lúdico, privado y corrosivo. Sus sofismas comenzaron a aparecer en prensa en 1987. Sorprende su aplicabilidad a nuestros tiempos: “Al final, el dinero terminará dando con todos nosotros”. Sus breves piezas se ocupan de cualquier tema, de la ciencia a la religión pasando por la filosofía de la cotidianeidad: “Una meditación sobre los objetos es una meditación sobre la meditación, que es la forma directa de acceso al edificio de las cosas”.
Concisos y profundos, sus apuntes denuncian la falacia, ampliamente extendida, de que la humanidad tiene la última palabra: “La jerarquía máxima de un ser humano es convertirse en muñeco”. El escritor denuncia la maldad y falta de originalidad de algunos libros. Hay, sin embargo, mucho más: Descartes (“Coito, “ergo sum”); la estética (“El adorno no es bello, sino disuasorio”); la sabiduría, que “es inculta”; el silencio, que “es protesta”; una Europa que “huele a carca”; la revolución, “naftalina de los pueblos”, el español, que “cita de memoria porque habla de oídas”; España, donde “la mentira es un disfraz”.
“Ser feliz es saber engañarse”. El aforismo es, como dijo Auden, un género aristocrático. El género se ajusta como un guante al temperamento del rapsoda de Aguilar: nada más aristocrático que equiparar la existencia al tormento. Y, sin embargo, el autor de Rojo y sepia (1987) va más allá: una irrefrenable (y secretamente disfrutada) capacidad para la duda le impide aferrarse a un único sistema. Mente sin tiempo para la edad o el desaliento, su serenidad y desprendimiento lo acercan a Marco Aurelio antes que a Nietzsche: “Porque no sé qué es, me apasiona la vida”.
Registro de una mente brillante, sus Sofismas son, sobre todo, un poderoso testimonio del placer y el deseo, la defensa de un pensamiento sin restricciones, las opiniones de un ser contradictorio, resistente a la teoría intelectual y poco interesado en las grandes palabras. Su filosofía es democrática, asimilable por cualquiera que sepa leer. Su desasimiento es genuino, y, sin embargo, generoso. Su escepticismo ilumina las cosas como una antorcha.
Los artículos de crítica literaria de un poeta son una de las formas de llegar a su poesía. Al leer Vicente Nuñez: crítico de arte y literatura (Fundación VN, CEP-Priego Montilla, Ayuntamiento de Aguilar de la Frontera, 2014) sentimos que estamos llegando a la esencia no sólo de la obra lírica del autor de Elegía a un amigo muerto (1954), sino de la lírica misma. Esta colección de observaciones e introspecciones serpenteantes son más bien el diario de un insomne. Desafía en ellas a su propia escritura, dedicándose a la descripción de la nebulosa, abstracta y, a veces aterradora naturaleza de la conciencia con la exactitud de un contable.
A pesar de que jamás quiso ser articulista profesional (o tal vez por ello), su veredicto es siempre justo. Autor conocido por el poder devastador de su dictamen, supo ocuparse de un buen libro tanto como de uno malo, fiel al principio de que un comentarista debe aceptar el riesgo moral y atreverse a juzgar: “Distancias son desdenes, pero desdenes amorosos” (VN citado por Rafael Ruiz Serrano en el prólogo).
Con el título “Crítica y clínica en VN (diagnóstico reservado)”, el editor Francisco Javier Torres Avilés, analiza la prosa crítica del autor de Himnos y texto (1989). “En VN no hay otro método más que su propia inteligencia y su propio (gran) conocimiento (…)”. Erudito sin programa, que intenta vendernos nada; poeta “que analizaba las obras de los demás para entenderlas y situarlas, claro, pero también tratando de entenderse y situarse a sí mismo”; artista que se acerca al arte con la inocencia del recién llegado. Su preocupación es mental (el poema como artefacto verbal) y sentimental (la persona que lo escribe). Su exégesis se ocupa lo mismo de los consagrados (Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Gil Albert, Emilio Prados), como de los que comienzan. Su enfoque es estructuralista, con abundantes reflexiones semióticas, fenomenológicas y de filosofía del lenguaje. A pesar de un enfoque tan teórico y programático, consigue crear, al mismo tiempo, todo un paisaje moral.
Los pintores lucentinos Isabel Jurado Cabañés y Rafael Aguilera Baena analizan los dibujos inéditos del autor aguilarense en sendos artículos titulados “VN: recuerdos en el tiempo y aproximación a sus dibujos” y “Perfumes: hacia una interpretación de los dibujos de VN”. Las ilustraciones que encontramos no son transcripciones del mundo: son, de manera sutil pero osada, interpretaciones. Su línea caligráfica diríase caricaturesca, cercana al cómic. Se ocupa lo mismo de un “Ángel”, que de un “Autorretrato” o un “Arlequín”. Su “Naturaleza muerta” es bucólica en vez de apocalíptica. Sus imágenes se deleitan en la cotidianeidad, las copas de vino, el maderamen desigual de los muebles. Sus bosquejos son, de alguna manera, complemento a sus poemas.
Por último, la profesora y crítica literaria Leonor María Martínez Serrano, en “VN, o el ejercicio lúcido de la crítica de arte”, profundiza en el objetivo de no ser un crítico profesional, sino uno amateur, en el mejor sentido de la palabra, cuya “mirada lúcida y fresca [es] capaz de captar matices que tal vez pasen desapercibidos a los historiadores o críticos de arte profesionales”.
Amante de los libros que nos habla de su amor, las observaciones del autor de Sonetos como pueblos (1989) sobre arte son sagaces. Se ocupa de los movimientos más imperceptibles, sin pretensiones, con una intensidad inaudita, lo mismo del catálogo de la exposición “Tríada” de Juan Vicente Zafra Polo (1991), como del aguafuerte de Manolo Gil “La Ribera” (1992) o los “Paisajes de Ipagro y Poley” de Lorenzo Marqués Repiso-Muñoz.
Sostiene el autor de Teselas: “Picasso ha sido toda la luz de Málaga, como jamás ser alguno fuera capaz de apresarla; el sol total que habría que reinventar la tiniebla tectónica de las formas, el humanismo del asalto a lo impenetrable”. Lo mismo podría haber dicho de sí mismo y su forma de registrar y clasificar sus pensamientos al mismo tiempo que arroja luz a través de sus apotegmas ex cathedra.
Concluye Martínez Serrano: “Todos estos escritos de tersa prosa poética nos desvelan a un autor atento a los matices expresivos de la lengua, arma de precisión cognoscitiva y de comunicación. Encarnan el ejercicio lúcido de la crítica de arte que frecuentó VN, que holló los caminos de la poesía, del sofisma y del ensayo en busca del sentido último de las cosas, siempre atento a la irresistible llamada del arte, sensible a cada instante a su poder emancipador como herramienta de conocimiento de nosotros mismos y del mundo del que formamos parte”.
Talsi, Letonia, 2016
Posted: August 11, 2016 at 9:41 pm