A orillas del Río Frío
Adolfo Castañón
I
Habría que leer a Manuel Payno (1810-1894) y a Los bandidos de Río Frío (1889-1891) más allá del pintoresquismo jicarero para devolverlos como peces, o más bien como tiburones, a las corrientes históricas, literarias y sociológicas de donde surgen y que han derivado en el bandolerismo y en la figura del bandido d’honneur —figura romántica por excelencia y productora fecunda de significados—, del bandido generoso como los héroes de esta alborotada novela, o los de El fistol del Diablo (1859), como el “Heraclio Bernal. ¿Bandolero, cacique o precursor de la Revolución?” (1976), magistralmente evocado por Nicole Giron, o aun Doroteo Arango, alias Francisco Villa, también embalsamado en la prosa cristalina de Martín Luis Guzmán. Habría que leer a Payno a la luz de Eric Hobsbawn, Friedrich Katz, Jean Meyer et al.
Además de ser un gran escritor de romántica y realista estirpe, Payno es un sociólogo o, más precisamente, un geógrafo humano que sabe enlazar con anécdotas de capa y espada, sable y chaparrera de cuero crudo, el paisaje hirsuto y alborotado de la geografía del robo, la corrupción y el bandolerismo hasta hacernos presentir en ese ámbito de la anarquía armada pero descalza un cierto resplandor de utopía. Su novela es hermana de la de Luis G. Inclán: Astucia o los hermanos de la hoja (1865), que tanto gustaba a Salvador Novo. Los bandidos de Río Frío es una obra de madurez, sazonada por la experiencia humana y literaria de un sabio ranchero —ciudadano— que, como diría Luis González y González al referirse a Vicente Riva Palacio, empleaba la pluma con tanta destreza como la espada y sabía aguantar los olores del sudor seco tanto como los del recién transpirado.
De Friedrich Schiller a Aleksandr Serguéyevich Pushkin, Alexandre Dumas, Eugène Sue, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Pío Baroja, Juan Rulfo, Martín Luis Guzmán, Jorge Ibargüengoitia, João Guimarães Rosa y Mario Vargas Llosa las variedades del bandolerismo impregnan y sacuden a las letras del orbe hispánico y, de paso, a las mexicanas. Decía Fernando Savater acerca de Mario Vargas Llosa, distinguido con el premio Nobel de literatura, que el escritor peruano era un ser excepcional, y recalcaba la generosidad del escritor, la generosidad del periodista, la generosidad del amigo.
Si se recuerda que generoso es, en primer lugar, el bandido de honor, y que Mario Vargas Llosa, nuestro “Sastrecillo Valiente” lo es regiamente, ¿cómo no se va a admitir que el ingenioso y juicioso Manuel Payno merece esa calificación de singularidad excepcional. Por eso la lectura imposiblemente desapasionada de un libro como Los bandidos de Río Frío en unos momentos como los actuales mexicanos —casi merecedores de una crónica de la “guerra civil” como puede documentar el lector contemporáneo de la revista Blanco móvil
— puede resultar tan amena como estremecedora e inquietante.
II
En un país donde proverbialmente se lee poco una figura como la de Manuel Payno y Flores (1820-1894) se impone en el paisaje de la memoria mexicana con las dimensiones titánicas de lo que Alfonso Reyes llamó los “gigantes abuelos”. La longevidad de Payno, que alcanzó 74 años de edad y fue un testigo multifacético de nuestro siglo XIX, lo llevó a ser periodista, editor, historiador, político, funcionario, burócrata, ministro, diplomático, geógrafo hasta culminar con el oficio de novelista, narrador y escritor. Sus obras completas abarcan más de XXIII tomos publicados por el CNCA, en la edición del investigador e historiador alemán Boris Rosen Jélomer (1917-2005). Es el autor de las fluviales novelas El fistol del Diablo, El hombre de la situación y, sobre todo, de Los bandidos de Río Frío, esa novela memorable, profusa, emblemática y monumental que supo trascender las intenciones didácticas del autor y entronizarse como una de las obras no sólo emblemáticas del siglo XIX mexicano, sino como un paisaje abigarrado y en movimiento que llegaría incluso a servir como un productivo modelo para los usos y costumbres de aquella nación incipiente que algunos dicen proto-nación, país a punto de nacer que fue México durante la primera mitad del siglo XIX. Se debe a Manuel Sol la fijación del texto definitivo a partir de las primeras impresiones en revista y libro; y a Margo Glantz diversos estudios escritos o alentados por ella, como los reunidos en Del Fistol a la linterna. Homenaje a José Tomás de Cuéllar y Manuel Payno en el centenario de su muerte (UNAM, México, 1997), donde se incluyen contribuciones de ella misma y de autores como Andrés Lira o Carlos Monsiváis.
Dice Alfonso Reyes de Manuel Payno que fue “una suerte de Eugène Sue mexicano y fértil y popular novelista de costumbres…” Payno, al viajar a París a los 24 años saluda en Eugène Sue a quien sería para él un modelo perdurable en las letras y en la vida y cuya figura creadora y curiosa ha sido opacada por la del titánico Víctor Hugo. Decía entonces Payno de Sue: “Si por acaso llegaren estas líneas alguna vez a manos del autor, lo que acaso no sucederá nunca, sepa que en este lejano y bello rincón del mundo, que con tanta injusticia llaman algunos un país bárbaro y sin civilización, hay quien entienda su idioma elocuente, quien admire sus pensamientos, que lleve con sus escritos y quien la tribute el justo homenaje es debido al genio…” (Manuel Payno sobre Eugène Sue en Escritos literarios, t. XIV, p. 560). Además de Sue, el autor de Los misterios de París (crónica de los suelos y subsuelos físicos y morales de la tentacular urbe), otro de los maestros de nuestro novelista fue el feliz e inspirado Walter Scott cuya influencia llegaría hasta Rubén Darío.
En un país donde dizque se lee poco, ya se pierde la cuenta de las ediciones autorizadas y piratas, de las adaptaciones y tergiversaciones que de Los bandidos de Río Frío se han hecho a lo largo de un siglo, para no hablar de los estudios, de las antologías en los libro de texto ya no sólo estrictamente literarios sino históricos, sociales, políticos y aun folklóricos y gastronómicos de que ha sido objeto a lo largo de más de un siglo la caudalosa novela.
III
De un lado, está la obra misma de Manuel Payno; del otro, su accidentada y rica biografía civil y humana, su sombra monumental que a la vez estorba y guarda su lectura. Por obra, se podrían entender los XXIII volúmenes publicados por Boris Rosen donde conviven la geografía, la historia, la estadística y la literatura. Pero desde luego la quintaesencia de ese bosque de papel se da en esas construcciones imaginarias que son las novelas y, en particular, en esa altiva construcción que es Los Bandidos de Río Frío, espacio donde florece en sus más diversas manifestaciones la sensibilidad e identidad que hemos convenido en llamar nacionales.
Payno, es cierto, pintó al México criollo, mestizo, rural, semiurbano y cortesano, pero también hay que decir que éste tuvo que volver muy pronto los ojos a su obra para reconocerse a sí mismo. El magma de ese sistema de costumbres, paisajes, hablas, rituales, ceremonias, convenciones, escenarios que es Los Bandidos de Río Frío es un espacio narrativo, laberíntico y promiscuo. El espacio de la acción bandolera y villana se da en esta novela de los episodios subrepticios como un lugar de la teatralización de los usos y las costumbres nacionales —incluida la violencia ritual del asesinato—. Ese lugar donde la sociedad polimorfa del México en construcción se da en representación a sí misma dibuja sin duda una encrucijada de la memoria nacional donde se cruzan los senderos de las diversas clases, castas, corporaciones, gremios y personajes. En ese fértil cruce florecen las preguntas sobre la identidad de las clases, castas y corporaciones en que se ancla la entidad nacional.
Según señala Margo Glantz en su ensayo Huérfanos y bandidos el héroe de la novela es “el protagonista de un mito de origen, el de la nueva conciencia nacional mexicana gestada a partir de la Independencia”: Robreño, hijo ilegítimo y secreto, fue salvado significativamente por una perra y criado por una familia de la más humilde condición. Él encarnará la cifra del bandido antisocial como símbolo de la destrucción y del mal. Esta cocina mítica de los bandidos primordiales Evaristo el artesano y Juan Robreño proviene de una matriz esencialmente escénica, teatral y aun operística como es el caso de la célebre ópera Fra Diavolo (1830) que seguramente Payno conoció si no es que se inspiró oblicuamente en ella.
Más allá de los bandidos, víctimas y comparsas, más allá de los personajes principales como el mitológico Juan Robreño, el huérfano que es como un presentimiento del Ixca Cienfuegos de Carlos Fuentes que atraviesa toda la pirámide social o como el artesano Evaristo, bandido emblemático, el personaje principal de esta novela-río parecería ser el camino, los caminos que se explayan por la geografía como una red hecha de tierra y piedra atravesando los paisajes de un México anterior —¡qué trabajo nos cuesta ahora imaginarlo!— al ferrocarril, al proceso de industrialización y de modernización del cual sería agente y parte el funcionario público llamado Manuel Payno, a quien le tocó en suerte precisamente sacrificar aquellos paisajes idílicos en aras del progreso. La práctica de la novela como un teatro generalizado de lo social, como un laboratorio donde la ciudad ofrece sus entrañas a la mirada indiscreta es desde luego un rasgo de esa época aparatosa y materialista, abusiva e imperial que fue el siglo XIX. El instrumento lo emplearon, como se sabe, el mencionado Sue y Balzac, Dickens y Scott y, entre nosotros, Luis G. Inclán en su novela Astucia, e Ignacio Manuel Altamirano en El Zarco. Ese instrumento polifónico es el que le da voz a las diversas fibras de que está hecha la identidad mexicana. Cito aquí la descripción que hace Payno del México indígena que puebla la periferia de la ciudad y que es en cierto modo como un reverso arrabalero de la Visión de Anáhuac de Alfonso Reyes:
A poca distancia de la garita de Peralvillo, entre la calzada de piedra y la de tierra que conducen al santuario de Guadalupe, se encuentra un terreno más bajo que las dos calzadas. Sea desde la garita o desde el camino, se nota una aglomeración de casas pequeñas, hechas de lodo que más se diría eran temascales, construcciones de castores o albergue de animales, más que de seres racionales…
No deja de ser curioso saber cómo vive en las orillas de la gran ciudad esta pobre y degradada población. Ella se compone absolutamente de los que se llamaban macehuales desde el tiempo de la Conquista, es decir, los que labran la tierra; no eran precisamente esclavos, pero sí la clase ínfima del pueblo azteca que, como la más numerosa, ha sobrevivido ya tantos años y conserva su pobreza, su ignorancia, su superstición y su apego a sus costumbres… Unos con su red y otros con otates con puntas de fierro, se salen muy tempranito y caminan hacia el lago o hasta los lugares para pescar ranas. Si logran algunas prendas las van a vender a la plaza del mercado, si sólo son chicas, que no hay quien las compre, las guardan para comerlas. Otros van a pescar juiles y a recoger ahuautle, las mujeres que por lo común recogen tequesquite y mosquitos en las orillas del lago, y los cambian en la ciudad, en las casas, por mendrugos de pan y por venas de chile. Las personas caritativas siempre les dan una taza de caldo y unas piezas de cobre…
Si el camino es el personaje principal de este haz multánime de acciones y peripecias folletinescas convergente, éste desemboca y cita como en un tribunal a todo el espectro social mexicano existente entonces: desde los más pobres hasta los que podríamos llamar diabólicamente ricos —cabe apuntar, para los futuros estudiosos, el papel de la figura del Diablo en el imaginario narrativo de Payno quien no sólo lo pone en el título de su primera novela, sino que lo hace campear a lo largo de las páginas de los Bandidos de Río Frío con tentadora delectación. El rico es por definición el que ha sido tentado y tocado por el Diablo, el castigado por el dinero y corrompido por la cultura material. Como han señalado algunos investigadores, la conciencia idealizada que Payno tiene de la convivencia armónica de los extremos sociales y económicos, delata una ley de subrepticia y recíproca armonía que gobierna subterráneamente al país ingobernable y que contrasta con los propósitos declarados y manifiestos por el propio Payno en el prólogo a su novela.
IV
Si el arte de la novela es el arte mayor que sabe sumar y cristalizar todos los saberes, salta a la vista por qué Los Bandidos de Río Frío fue escrita al final de la vida activa de un autor y espectador que llegó a dominar las más diversas disciplinas como la geografía, la historia, la crónica, el periodismo, la política. Desde este ángulo cabría recomendar a los futuros editores que pusiesen al final de los más de 20 tomos de Payno esta cronología de la vida del autor. La novela representa la culminación de una vocación literaria y política. Los Bandidos de Río Frío es una novela amena y sabrosa, folletinesca como el país que retrata, cómica a veces, fascinada por el detalle pintoresco —¡cuánto no le debe Payno a la corriente costumbrista que lanzó a Los españoles pintados por sí mismos!—, escrita con evidente gusto y delectación morosa en la evocación de saltos y asaltos, peripecias, episodios y paisajes. Se ha dicho en el pasado que la novela no era una obra de arte sino un documento… ¡pero qué documento…! Un documento en verdad novelesco y monumental donde sobrevive ya como geografía la historia y la intrahistoria, la geografía imaginaria y la imaginación simbólica. Una novela impregnada de sabores y olores —Payno no puede describir a un personaje sin decir qué es lo que come y bebe—, casi a qué huele. La narración está embebida por la nostalgia contemplativa de un México ranchero y a caballo que ha sido retratado en ese prolongado interregno que fue el del ocaso de la Colonia y el del tortuoso nacimiento de las instituciones de la República, como ha sabido señalar Andrés Lira.
Cuando Manuel Payno se despertó describiendo el primer asalto de la banda que da título a su novela, hacía mucho tiempo que ese país ingobernable y aislado había desaparecido; queda claro que el México que retrata es de índole casi mítica y simbólica. Sin embargo, según ha despejado el bibliógrafo francés Robert Duclas, la acción de la novela se desarrolla entre 1820 y 1839, cuarenta años antes de que empezara a ser publicada por entregas en Barcelona por el autor. La fervorosa nostalgia que impregna las evocaciones idealizadas del México bronco e ingobernable lleva a presentar los paisajes mexicanos poblados por los bandoleros como una “arcadia” que en vez de pastores pone bandidos y que exalta y encarece, como dice Margo Glantz, una “utopía del robo”, o como remacharía Carlos Monsiváis, el verdadero rostro del país “que estamos ahora viviendo”. Otro escritor de esa misma generación, José Emilio Pacheco, dice acerca de Payno: “En la confusión de nuestro siglo XIX Payno puede haber dado más de una vez chaquetazos políticos. Lo indiscutible fue su honestidad administrativa: como sus amigos Ramírez, Prieto y Altamirano, Payno jamás robó un centavo del erario público y demostró que, contra todo lo que pueden decirnos ayer y hoy, México no es por naturaleza ni por definición el país de los ladrones” (Proceso, 15 de abril, 1985).
El gusto por la teatralización y por la representación de la vida en sus fastos, fiestas, ritos, pausas e intersticios hace de Manuel Payno y de sus novelas El fistol del Diablo y Los Bandidos de Río Frío vastos frescos, amplios murales de visión panóptica donde están presentes mercados y banquetes y se reconoce el calendario de la fiesta desde sus preparativos y su apogeo hasta culminar en el retrato del desorden ulterior. De ahí que José Emilio Pacheco puede decir con toda razón que Payno “es el novelista de la basura; en ningún otro escritor de su época llegan los deshechos a cobrar categoría de personaje. Esta observación de Pacheco es por demás sugerente y puede ser no sólo productiva sino polinizadora…
Si en el prólogo a su novela Manuel Payno manifiesta como “dará a conocer como, sin apercibirse de ello, dominan años y años a una sociedad costumbres y prácticas nocivas, y con cuánto trabajo se va saliendo de esa especie de barbarie que todas toleran y a la que se acostumbran los mismos individuos a quienes daña”, en la realidad narrativa el lector va a ir comprobando que “la barbarie avanzada de la sociedad mexicana”, como diría el viajero francés Ampère, fascina al novelista quien torna esos alborotados e hirsutos paisajes en objeto de nostálgica y sabrosa idealización preñada de una fuerza de persuasión irresistible. Casi se podría decir que entre las páginas de la novela resuena la música atroz de la inestabilidad política, el despotismo, la impunidad y la anarquía que sellaron el gobierno intermitente de Antonio López de Santa Anna y que hicieron de México durante largo tiempo el país de un solo hombre para invocar el título de la biografía de Enrique González Pedrero. Los bandidos de Río Frío representa el subsuelo y el anuncio de lo que sería más tarde la novela de los dictadores.
Adolfo Castañón. Poeta, traductor y ensayista. Es autor de más de 30 volúmenes. Los más recientes de ellos son Tránsito de Octavio Paz (2014) y Por el país de Montaigne (2015), ambos publicados por El Colegio de México. Twitter:@avecesprosa
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Posted: October 23, 2016 at 7:39 pm