El Pericazo Sarniento de Carlos Velasquez
Lorea Canales
Podemos pensar en la literatura no sólo por lo que el autor plasmó en la página sino por lo que omitió. Es en los silencios, los vacíos y los saltos en la narración dónde frecuentemente quedan las imágenes más potentes. El escritor describe una escena y el lector la desdobla en su mente. El más grande genio en la comprensión de ésta economía es Shakespeare. Basta con que él invoque un Rey, para que imaginemos el reino. Bastan dos enunciados entre hermanas, para evocar toda una vida de discordia. Algo así sucede con el dibujo también, una línea casi abstracta es de pronto sin duda una mujer. Ese trazo de un lápiz lo podemos imaginar sobre una cama, en una habitación fría, dando la espalda al artista en el barrio de Montparnasse.
Hablando de líneas, es a través de ellas que el escritor lagunero, nacido en 1978, decide hacerse un selfie. De líneas, de rayas, de orugas albinas, de anfetas, Artanes, Tafiles, hielito de mango, peyote, ayahuesca, tachas, ácidos, base, piedras y hasta agua celeste. Si quieres un diccionario de la droga en México, aquí hay un manual, pero además con usos, costumbres, hasta anotaciones históricas y precios. La coca antes y después de la entrada de los Zetas en Torreón, por ejemplo.
Carlos, se droga y se droga mucho. Como él mismo se describe, “es un atascado.”
Me avoracé. Como siempre me ocurre. Comencé a meterme una anfeta al día. Así como la gente se bebe un café por la mañana, yo me puchaba un Artane o un Rebote.
La primera vez que fui a la Feria de Guadalajara, en 2010, salí con sus dos libros en mano. La Biblia Vaquera y La Marrana Negra de la Literatura Rosa. Me lo habían recomendado como lo nuevo –que valía la pena– de la literatura mexicana. Yo estaba por publicar Apenas Marta y fue un alivio encontrar éste escritor, norteño como yo, pocho, simpático y atrevido. Atrevido en ambas de sus acepciones: tanto valiente como bravo. De pronto era posible en la literatura mexicana, tan rimbombante, aspiracionista y colonial, publicar un libro con la palabra: cuitear. Del verbo to quit, en inglés. Cuyo significado es: dejar la droga. Ej. Quiero cuitear pero no puedo. El protagonista, Tino, también asesina a la mamá ciega, pero esa es otra historia.
Algunos años después lo conocí, y el bad boy de la liteartura mexicana, me pareció amable, caballeroso, hasta tierno. Tiene unos ojos negros inteligentes que suele cubrir con anteojo obscuro para cumplir con su facha de gangster. Sí, a veces llega y te dice “ya me metí dos tachas.” Pero yo siempre lo he visto enterito y de hecho, esa es una de sus proezas, dentro de su voracidad pantagruelesca, se sabe moderar. Nunca, por ejemplo, se ha picado –inyectado heroína–, dado su historial. eso es de una moderación bárbara. Nos volvimos amigos por nuestra afición a la música, al tenis, a la buena literatura y a la comida. No necesariamente en ese orden. Aunque yo tiendo hacia la salud en medida proporcional de lo que él tiende a los estupefacientes. Yo no tomo ni una diet coke porque temo sus efectos nocivos. Sí bebo, pero mientras Carlos se toma 40 cervezas en un día –y ese fue un record que ya rompió–, yo trato de que no se me pasen las copas. Además tuvimos un gran amigo en común: Sergio González Rodríguez.
En realidad, he pasado pocas horas con Carlos. Lo conozco más como lectora de sus crónicas. Es para mí una especie de antropólogo que tiene acceso a lugares donde yo no puedo ir. El mejor table de Tijuana, por ejemplo. Sabía que era “de extracción humilde” porque en alguna de sus crónicas describe haber crecido sin aire acondicionado y sin agua caliente. No sabía que casi había crecido sin techo.
La casa, un cuartucho donde vivía, goteaba. En temporada de lluvia amarrábamos un plástico enorme a los cuatro extremos del techo. Agujerábamos el hule por el centro y debajo colocábamos un bote, entre el ventilador y la tele.” Tampoco sabía que alguna vez fue uno de esos niños que venden chicles. “Vendí chicles a los ocho años por instrucciones de mi abuela.
“No pretendo ser víctima de mi propia exageración, pero corrí con la suerte de nacer en el barrio indicado.” Conseguir droga era fácil y Carlos nos lleva por sus pininos, que siendo Carlos, son pasos gigantes.
Si alguien me hubiera dicho que mi primo El Pitufo que también era primo de La Peineta, desaparecería no lo hubiera creído. Que los Lozano, unos morros del barrio, se conectaban a través del Grande con el Chapo; que Mundo sería calcinado en su taxi; tampoco lo habría tomado en serio.
En otra esquina del norte de la república, en otro barrio más fresa, yo podría escribir un párrafo similar. Excepto que los presos, papás de amigos, eran lavadores de dinero. Excepto que los narcos, hijos de narcos prominentes se casaron con amigas. Excepto que yo no tengo la valentía de Velázquez y ni siquiera ahora me atrevo a poner nombres.
Éste libro debería de ser lectura obligada en los colegios conservadores donde presuntamente (o al menos eso decían antes) educan a los futuros líderes del país. Leer el selfie de un jonqui, ayuda a desmitificarlos y ayuda, espero, a descriminalizarlos. Debería también ser lectura obligada a todas las novias o madres de adict@s. La adicción no tiene género. Porque el libro explica con exacerbante claridad lo monotemáticos que son los adictos. Sólo están pensando en la droga. Por suerte el libro es corto y termina antes de que acabes asqueándote del comportamiento atascado de Carlos.
Al acto performatico de Carlos también conocido como La Bestia, es en apariencia explícito, parece que lo está contando todo. Nos cuenta su primer encuentro sexual con una prostituta que “Jedía a Resistol”. Cuando llega a su casa, después de ese encuentro. “Lo primero que hice al despertar fue agarrar una lata de aerosol negro y garabatear en letras gigantes en la fachada de mi casa el nombre Raskolnikov.” Y ahí termina el capítulo. No nos cuenta: ¿cuándo leyó Crimen y castigo? ¿Quién lo introdujo a Dostoievski? Carlos no acabó prepa y en ningún momento del libro, mientras sí narra peripecias para conseguir discos y droga, habla de cómo llegan los libros a él. Simplemente los cita, a Burroughs, por supuesto, a Brad Easton Ellis, a Hunter S. Thompson, a Palahniuk.
Mientras, describe sus encuentros con la droga de forma prodigiosa: “Era como si alguien hubiera metido una aguja a través de mi cuero cabelludo y me hubiera inyectado varios shots de anestesia. O como si el doctor Hannibal Lector me hubiera destapado el casco y me aplicara un masaje sobre el cerebro con una técnica ancestral.” Carlos no gasta una sola línea en describir la natación. En un momento del libro, el hecho que Carlos sea nadador se vuelve muy importante, es la natación su antídoto al veneno, es la disciplina diaria de la piscina uno de sus salvavidas, y sin embargo, nada sobre el nado. Nada de nada. No sabemos dónde nada, ¿porqué nada? ¿cómo aprendió a nadar? Un día confunde el dolor de pecho provocado por el ejercicio con una posible angina cardiaca, pero aún así, nunca sabemos cómo se siente cuando nada, qué piensa cuando nada. Lo mismo pasa con los libros. Los cita, pero nunca lo vemos leer.
Así como las teens de ahora toman selfies intensamente coreografeados y producidos, Selfie con Cocaína es un retrato muy cuidado. Menciona a sus esposas y ex esposas sólo por apodos, ni una mención de sus relaciones con el mundo editorial. A su hija, la vemos más en el Karma de vivir al norte que aquí. Carlos se expone, pero no expone. Ha aprendido la moderación.
Lorea Canales es autora de los títulos: Apenas Marta (Becoming Marta, 2011) y Los perros (The Dogs, 2013) . Ha sido incluida en diversas antologías. Su Twitter es @loreac
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Posted: August 16, 2018 at 11:36 pm