En esa delgada separación
Luis Jorge Aguilera
• Silvia Eugenia Castillero: En esa delgada separación (Universidad Veracruzana, 2019).
En esa delgada separación se precipitan sustancias del horror que tensan el libro entre el desplazamiento y la fragmentación. En ágiles versos entre la narración y la descripción, Silvia Eugenia Castillero hurga en la pregunta impostergable por el habitar del ser humano. Mete las manos en la oscuridad de la noche donde los frutos son deformados y los cuerpos desmembrados
La milpa gotea,
hojas largas y filosas guillotinan
los cuerpos caídos.
El libro, itinerario de viaje, sigue el tránsito por los lugares que atraviesan los migrantes aferrados con las uñas al tren, bestia de silbido de hierro, en su furiosa carrera al norte. Medias Aguas, Huixtla, Tecate, Juárez, se suceden en el trazo cartográfico de la desesperación; viaje poético por siete moradas que son recinto a su vez de siete poemas cada una. “Tanta insistencia en el siete” dice Clara Janés al explicar la curiosidad que el número le suscita por su reiteración en libros sagrados de todas latitudes y tiempos. En El libro de Enoch, el Libro del Esplendor, o el Libro de los muertos egipcio, el número siete, dice, “sólo puede proceder de los planetas. Siete planetas, siete cielos zoroastrianos y sus ángeles de amor, los siete cielos de amor (recorridos por Attar según Rumi), los siete valles que han de cruzar los pájaros, según la mitología irania” (Janés 14-15).
A finales del siglo décimo segundo europeo surge en el valle de Yssel, en Westfalia, una forma de orar que será conocida como devotio moderna. Se trata de una oración en silencio, una oración mental que “aparece sobre todo como una manera temporal de practicar los lugares (…) es un discurso, una serie razonada de figuras de acciones que se construye además según el mismo esquema formal que la novela” (130) señala Michel de Certeau. Y es así, como método, como práctica temporal de lugares que esta oración llega al renacimiento español de Teresa de Ávila, alarife de la edificación en lengua castellana de las siete moradas del castillo interior. El diseño del castillo le ha sido revelado por el Señor, que a decir de Juan de la Cruz “habla misterios en extrañas figuras y semejanzas” (567). Para escribir el misterio del camino por el trance teopático es ofrecida a Teresa mistagoga la metáfora del alma como un castillo “todo de un diamante o muy claro cristal a donde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas” (36).
Número siete y metáfora arquitectónica del itinerario espiritual encuentran pétreo tejido en Teresa de Ávila. En otras místicas el itinerario espiritual no sigue un sistema así de ordenado. Por ejemplo, Marguerite Porete, la dama oblicua, alterna su deambulación mística con subidas y caídas apofáticas “desde el fondo nodal, busca, gesta, / la locura de la fe sin gramáticas” (Castillero 55). La elevación en los itinerarios medievales de perfección recurre con frecuencia a una topografía ascensional que transcurre por un cierto número de grados o escalones como representación del progreso del alma hacia Dios. Sin embargo, la sola subida “se ve desbordada y completada por otras imágenes de carácter también ascensional o incluso invadida por la potencia simbólica del descenso” (12) como verifica Blanca Garí al estudiar los itinerarios de Beatriz de Nazareth y Hadewijch de Amberes.
Hubo un tiempo anterior al umbral de la mística europea, un tiempo arcaico en el que el itinerario espiritual no era metáfora sino realidad material, efectivamente se andaba: el camino de Eleusis, perdido en la oscuridad de la noche dionisiaca. Frente a la remota tradición del itinerario, En esa delgada separación mantiene la materialidad del peregrinaje como las procesiones eleusinas, pero también lo metaforiza, como Teresa de Ávila, en siete moradas: viaje, peregrinaje, escondite, esperanza, desengaño, lazos, balbuceo.
Los peregrinos de la sed y el hambre a veces tienen que caminar cuarenta y cinco apocalípticos kilómetros a pie. Pero el tramo más largo lo avanzan en la bestia, fiera de hierro, gusano y serpiente. Los asedian sueños de ascensión, como los sueños de los apocalipsis judíos, textos escritos en la etapa del Segundo Templo que va del 525 a. de C. al 70 d. de C. En estos escritos, el alma es asunta al cielo en donde se le revelan secretos sobre la salvación. El sueño de los migrantes es otro, viene del estómago y les revienta en la cabeza; quieren conquistar el norte, no tanto por la promesa del cielo sino por la realidad del infierno que dejan atrás.
¿te fijaste que volamos muy abajo? el vuelo que ensayan es como el vuelo mágico de algunos héroes y soberanos divinos de mitologías antiguas. Mircea Eliade explica que este vuelo acontece en términos de “una huida vertiginosa, por lo general en dirección horizontal” (El vuelo mágico 107). Pero los migrantes no pueden volar, sólo hay alas atrofiadas, élitros, ícaros crucificados al techo del tren, pájaros incapaces de atravesar ningún valle. El cielo no les pertenece.
Necesitan de la bestia en su trance, no huyen, sólo sueñan. La dramática del ascenso horizontal a través de una distancia insospechada hace ineludible la intervención de la máquina. La máquina colabora, pero no asegura el asenso y si lo hace no deja indemnes a los voladores, no es la macchina volante de la visión de Leonardo, no es el triunfo del ser humano ascendiendo. Los migrantes, sus cuerpos, van quedando en el camino cercenados por la trituradora de las ruedas de acero. El libro crea sin timidez una estética de la crueldad, pero no renuncia del todo a la esperanza. Su tiempo verbal es el futuro descompuesto, como ha dicho Víctor Ortiz Partida.
Los rieles aguardan con piratas, zetas venenosos, coyotes que acechan la llegada de los corderos. Parece haber una conspiración sostenida por todos los órdenes de criaturas contra los migrantes: los cercenan milpas, los devoran animales, insectos, los perforan hombres. Arrojados a la indefensión, a lo abierto, a lo irregular de la selva, heridos sus labios sollozan una sorda elegía “¿a quién podremos / recurrir? A los ángeles no, ni tampoco a los hombres”. Las flores procuran de tiempo en tiempo una tregua; la bromelia con un sueño luminoso en su flor única, pasifloras y pasionarias son un remanso. También lo es el árbol de la primera elegía de Rilke. El desarraigo contempla anhelante las raíces. La complicidad de las flores llega al paroxismo en el epílogo del libro. Hay en él una imagen de belleza medusea descubierta quizá por el rojo de la sangre. No quiero leerlo. Corresponde a la poeta, voz de la tribu hacerlo.
A veces tienen que volver. De regreso al sur desandan montañas y caminos escondidos, son migrantes a la inversa y vuelven para enterrar a su madre en seca tristeza. Y ahí están ellas, ellas que no se van, sino que son llevadas, arrastradas también por sueños y promesas. Ven a trabajar de mesera, ven conmigo, confía. Ellas, signadas en el dominio de lo oculto, pagadas como tributo a Calipso que las reclama; ellas, violadas sobre una piedra caliente y dura o en pesadillas de gran belleza poética
Hay un hombre que viene todos los días,
se agazapa detrás de las ventas, debajo de la mesa
y en las noches de lluvia entra en mi cama,
va tejiéndome hoyos en mis medias de lana,
flores en mi delantal liso, sus dedos se alargan
cada vez hasta tocar mis talones.
El bigote crece y llena de suspiros la casa,
pero al amanecer tiene la cabeza cortada
y dentro una vela para alumbrar el hueco
de sus ojos ausentes.
Poemas y fragmentos como éste que me he permitido extraer de las terceras moradas, suscitan emociones contrapuntísticas. Un contraste estético de sensaciones que se producen simultáneamente: el espanto de la pesadilla, el horror innombrable de violaciones reiteradas, el goce de imágenes de ensanchamiento y de ternura atroz. Tenemos, como la pequeña Natividad Quintuche de Miguel Ángel Asturias, la convicción de estar en el infierno.
No puede ser sino polifónica la instancia lírica que alumbra con esquivas luciérnagas la oscuridad de la noche de los migrantes. Esta instancia habla desde fuera pero también desde dentro de cada historia, refresca las gargantas atizadas de criptas por tanto respirar terrones. Desde esta instancia lírica hablan los migrantes, las mujeres forzosa y engañosamente migradas, hablan los muertos a sus esposas cuando ellas preparan sus cadáveres para sacarlos del río y volverlos a la tierra; hablan las niñas que abrazadas a sus muñecas ensangrentadas recuerdan a sus padres ante la visión de un espantapájaros.
El decir conoce pronto un límite. La poeta que quiere construirse una casa de palabras, su propio castillo interior o quizá otra catedral, se encuentra balbuciente en la séptima morada. Quizá el balbuceo le viene también del modus loquiendi místico
Y todos más me llagan
y déjame muriendo
un no sé qué quedan balbuciendo.
Canta la sanjuanina esposa en el “Cántico espiritual”. Tampoco Teresa de Ávila acierta en poder decir “pocas cosas que me ha mandado la obediencia, se me han hecho tan dificultosas como escribir ahora cosas de oración”. Ambos místicos se ven excedidos en las tentativas de expresión de su experiencia mística. Se trata del tópico nullus sermo sufficiat según lo documenta Curtius en la tradición.
Me parece que la poeta no balbuce porque le sean insuficientes las palabras. Creo que balbuce por la inminencia de lo terrible; balbuce en su carne un ritual de desmembramiento; ofrece un corazón para aplacar a la despiadada divinidad de los caminos que la penetra y la hace suya
Jadea el aire caliente,
arde mi carne escoriada,
un dolor hundido en la atmósfera:
entra por mis piernas abiertas
y deja entrar la muerte.
Siento ganas de horadar con mi boca
el vientre de otras mujeres
agarradas como yo de un tubo
del que penden nuestros cuerpos, y hurgar
con mis manos hasta arrancarles el corazón
En su baile ritual, las caderas oscilantes de Calipso dilatan esa delgada separación entre Veracruz y Tabasco, esa delgada separación entre Tijuana y San Diego, esa delgada separación entre la cabeza y el cuerpo. Dilatan la separación entre las piernas de las mujeres que paren gemelos muertos. Sólo se repite el ciclo que devuelve a los hombres de maíz a la tierra, y la acechante geografía del trayecto que prometía sueños queda tapizada de muñones; geografía pedregosa de pliegues y gargantas que gritan al cielo.
Silvia Eugenia Castillero En esa delgada separación canta verdaderamente el vuelo. El vuelo que ignora fronteras, el vuelo que tuerce en rizomas el tiempo lineal que que nos confina de ser nómadas a ser sedentarios. El vuelo como lo definiera ese antropólogo poeta que es Mircea Eliade
La creación infinitamente reelaborada de esos innumerables universos imaginarios donde el espacio es trascendido y la gravedad abolida dice mucho acerca de la verdadera dimensión del ser humano. El deseo de romper lazos que lo tienen clavado a la tierra no es resultado de la presión cósmica o de la precariedad económica, sino que es constitutivo del hombre en cuanto existente, gozando de un modo de ser único en el mundo. Este deseo de liberarse de sus límites, sentidos como una decadencia, y de reintegrar la espontaneidad y la libertad, debe ser situado entre los rasgos específicos del hombre. (110)
Posted: January 20, 2020 at 10:40 pm