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BOCAS
COLUMN/COLUMNA

BOCAS

Ana García Bergua

Nuestra boca está cada vez más en los dedos que teclean, con alegría o torpeza, quizá desesperados. Dedos que aprenden a hablar a señas, que antes no hablaban tanto. Bocas embozadas, bocas enmascaradas, bocas que podrían contagiarse de otras bocas. Bocas que ya no dan besos; ahora lanzan peligrosos e invisibles chisguetes de enfermedad, bocas que explican la enfermedad todas las tardes, bocas que dan informes todas las mañanas, bocas que negaron el virus, bocas que lo aceptaron religiosamente y sin más remedio, bocas demasiado grandes que sugieren inyectarse desinfectante. Bocas que se ríen con cierta amargura. Dedos que critican lo que las bocas dijeron o no dijeron, dedos que responden, gritan o ríen en las pantallas. Mejor cerramos  las bocas, nos ponemos cubrebocas para salir; mejor apagamos las pantallas, cerramos las laptops un rato, mejor leemos, escuchamos música.

Cuando uno habla a través del cubrebocas, se escucha mal; no sabemos ya qué cara puso el otro. Los hombres de la salchichonería del súper, por lo general injustamente rudos, fueron demasiado amables conmigo antier; ¿sería que no me podían adivinar detrás de mi cubrebocas oaxaqueño de color verde?  Escudriñamos los ojos detrás o arriba del cubrebocas, buscamos las líneas de expresión de risa o de angustia, nos conocemos  pero ya no nos conocemos. No sé si mis amigos o mis alumnos en el zoom están alegres, impresionados o pasmados nada más: la pantalla se congela, miro sus rostros, trato de entender, de ponerme a tono, explicar por si no se entendió. A mitad de la clase de pilates nos quedamos todos suspendidos con las piernas en alto: ¿cuál era la secuencia, qué seguía? Piernas que caminan por las paredes a falta del piso (y sobra decir que todo puede estar infectado). Mientras, las bocas explican por la televisión, en el internet, toda una serie de cosas: aconsejan y desaconsejan, conminan, animan y también desaniman. Los dedos juzgan en los teclados; en el WhatsApp las discusiones pueden volverse bizantinas; una frase tecleada al desgaire provoca enojo, una tontería ingeniosa, bien puesta, alegra toda la mañana. La claustrofobia de la casa se traslada también a la claustrofobia del grupo de Messenger, encerrados en los dedos y las bocas. Luego abandonamos la conversación, abandonamos el grupo, después regresamos al grupo porque no podemos vivir solos y aislados: necesitamos las bocas y el ruido del mundo en nuestras casas, eso compensa un poco no poder alcanzarlo con las piernas.

Tapamos las bocas y las narices pero los ojos también son vulnerables: hay que cubrirlos con un plástico en forma de curiosa escafandra; puede comprarlos en el mercado, puede ensartar las patitas de sus lentes en los orificios de un folder transparente, puede encargarlos a los nuevos fabricantes y traen a la casa unos muy sofisticados. Los ojos se leen menos entonces: los hombres de la salchichonería muestran una sonrisa que imaginamos de elote detrás de sus cubrebocas, una gran sonrisa que arrugue las comisuras de sus ojos y demuestre su enorme bonhomía ante la crisis porque ya no entienden a nadie: Señora robot, señor máquina, ¿cuánto queso manchego desea, la rebanada de jamón está bien, cómo amaneció usted hoy? Y sólo contesto: bien. Sigo desconfiando de aquellos seres que cuando tenían boca me atendían con displicencia y superioridad. Pienso que la pequeña pugna con los hombres de la salchichonería me mantuvo ocupada un mes en un asunto humano, era como un cuento de Raymond Carver: una espina molesta, un desperdicio conjetural en medio de lo importante. Ahora la pugna ha entrado en un suspenso deportivo; nos parecemos al coronavirus, con nuestros disfraces no estamos del todo vivos. ¿De qué sirve usar guantes, me pregunto mientras agarro unos jitomates que lavaré con cuidado después, si uno se toca con ellos la nariz o la boca?  Con la boca enmascarada rumiamos nuestros pensamientos: qué triste ha sido ver pasar las jacarandas, ahora que ya se van, como a través de un vidrio oscuro bergmaniano.  Me bajo el cubrebocas y parezco traer una curiosa barba: barba verde oaxaqueño, barba negra de poliéster, barba de tela de bolsa blanca o azul. Tenemos una amplia colección amplia de protectores, obtenida en la solidaridad del edificio.

Bocas que devoran lo que compraron en el supermercado con temor y gusto, bocas que rumian y conversan sobre lo rumiado. Traemos noticias  del exterior para los que permanecieron en el claustro, hablamos de cerca, contamos cómo se portan los demás: cuánta gente con o sin cubrebocas, cuánta gente que se aparta o no se aparta, algunos consideran que no es amable apartarse tanto ni taparse la nariz, como vimos que hizo una mujer; algunos dicen que, por el contrario, la distancia es signo de amabilidad. Ya no podemos decir pásele, ya no decimos “con confianza”, todo lo contrario. Los mexicanos somos muy susceptibles a todos esos gestos y sin vernos las caras se convierten en enigmas. En el extremo, la gente es tan susceptible que golpea a médicos y enfermeras, le echa cloro a sus vecinos enfermos: el asunto de las buenas maneras que esconden tanta violencia está estallando, ahora desenmascarado por las máscaras del coronavirus. Y en la casa, alegres conversaciones con chisguetes de confianza mientras nos lavamos las manos, desinfectamos los mangos y la bolsa del queso y la ensalada automática, mientras le echamos alcohol a todo lo que lo admite. Yo sé que el alcohol ingerido no combate el coronavirus, lo tengo perfectamente claro, junto con todos los demás consejos y directrices de tantas bocas y dedos amables, pero en este momento quiero un tequila, fuego que entra por la boca y tranquiliza a la mente por un tiempo, aunque sea.

*Imagen de Jennifer Scott

 

Ana García Bergua  Es escritora y ha sido  galardonada  con el Premio de literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela La bomba de San José. Ha publicado traducciones del francés y el inglés, y obras de novela y cuento, así como crónicas y reseñas en medios diversos. Su Twitter es: @BerguaAna

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Posted: April 28, 2020 at 8:13 pm

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