Martha Argerich, siempre
Gisela Kozak
Supongo que tenía 15 o 16 años cuando descubrí el Concierto para piano n.º 3 en do mayor, Op. 26, de Sergei Prokofiev. Hace unas cuatro décadas el pianista cubano Horacio Gutiérrez lo interpretó con la Sinfónica de Venezuela en el Aula Magna de la Universidad Central, la que se convertiría en mi casa de estudios y lugar de carrera académica. Después, la desaparecida Emisora Cultural de Caracas, 97.7 FM, lo transmitió en su habitual cita nocturna de los martes. No podía creer lo que oía, lo recuerdo con un estremecimiento agudo de felicidad y sorpresa. Pude grabar un fragmento del último movimiento, que por cierto terminó con una ovación tremenda, muy merecida porque Gutiérrez (Cuba, 1948), hoy dedicado a la docencia, ha sido un gran pianista. Con las impaciencias juveniles del caso quería el concierto a toda costa y lo obtuve. Tocado, además, por una mujer, importante detalle para una muchacha que quería un destino nada convencional, aspiración que cumplí por cierto.
Para mi bolsillo de estudiante los costos de los discos de la Deutsche Grammophon eran altos y entraban en la categoría de especialisimos gustos. Su inconfundible franja de color amarillo, en la que se destacaba por contraste la información sobre la música grabada, es símbolo de calidad absoluta a los ojos de los amantes de la música académica. A mis manos llegó vía regalo materno la versión de la pianista argentina Martha Argerich (1941) con la Berliner Philharmoniker dirigida por Claudio Abbado; se trataba del muy alabado y premiado disco “Prokofiev: Piano Concerto No.3 / Ravel: Piano Concerto in G major”. La Gisela que vivía en la fea parroquia (colonia se diría en en México) de Santa Rosalía, Caracas, y estudiaba en un liceo modesto tenía en sus manos un disco multipremiado. Destacaba la portada, con una hermosa Martha Argerich (1941) sentada frente a un piano de cola y acompañada de un cigarrillo en la mano derecha, mientras ella y el inmenso Claudio Abbado intercambian miradas absolutamente concentradas, un momento de intimidad creativa y técnica que fue captado por un fotógrafo de ojo agudo, en un bello formato en blanco y negro.
¿Cuántas veces habré escuchado ese disco hasta que los límites del formato en vinil impusieron su abandono? Cuántas ensoñaciones juveniles y horas de estudio y trabajo no acompañó Prokofiev, que se vería luego complementado -sustituido jamás- por la versión de Argerich de los Preludios de Chopin y por la maravillosa versión de la Kreisleriana, de Robert Shumann, por no hablar de su Tchaikovsky y su Concierto para piano y orquesta n.1, de Chopin. Mis amistades amantes como yo del piano solían compararla con Maurizio Pollini, además de con sus compatriotas Bruno Gelber y Daniel Barenboin, a quienes tuve la fortuna de escuchar personalmente. Mi compañera de estudios de Letras y posteriormente colega en la universidad, la escritora y editora de poesía Marina Gasparini, prefería a Pollini y nadie ni nada conmueve hoy su devoción por Grigori Sokolov, un coloso. Yo amaba el sonido “Argerich” y hasta su vida personal me parecían parte de una existencia plena de libertad (asuntos de jovenzuela, qué duda cabe). Salté de alegría cuando por el canal del Estado Venezolana de Televisión, en el marco de un programa de televisión del pianista, compositor y director André Previn, Argerich, serísima y contenida como siempre, tocó el susodicho concierto de Prokofiev. Ella encarnaba inmaduros sueños juveniles pues es un lugar común entre quienes se dedican a la escritura haber querido ser otra cosa, en mi caso pianista y directora de orquesta. Por fortuna, el deseo no degeneró en neurosis y frustraciones pues mi único talento para la música es escucharla.
A principios de los noventa mi ídolo iba a visitar Venezuela pero el concierto no se concretó. Pasaron Mauricio Pollini e Ivo Pogorelich, lejanos para mis finanzas de entonces, pero a finales de los noventa la televisión por suscripción permitía un lujo como Film & Arts, y disfruté de presentaciones de la artista en diversos festivales y conciertos. Creo que he oído toda su música grabada, pero Argerich es mi sonido de Prokofiev y Schumann; verla aunque sea por televisión en salas de conciertos tan distintas como las de la Semana Musical Llao Llao (Bariloche, Argentina), el Berliner Waldbühne (Berlín, Alemania) o la Sala Pleyel (París, Francia) ha tenido la gracia de la relativa inmediatez. A mediados de la primera década de este siglo, Argerich volvió a fascinarme en plena adultez con su versión del No.1 para piano y orquesta de Prokofiev. Ha sido imposible olvidar a esta argentina excepcional aún con la disponibilidad actual de la gran literatura pianística en grabaciones de artistas que van de Alfred Cortot y Maria Grindberg a los hoy treintañeros Daniil Trifonov, Wuja Yang o Katia Batiashvili, pasando por Clara Haskil, Myna Hess, Arthur Rubinstein, Clifford Curzon, Vladimir Horowitz, Arturo Benedeti Michelangeli, Guimar Novaes, Jorge Bolet, Emil Gilels, Vladimir Ashkenazi, Claudio Arrau, Sviatolaj Richter, Biron Janis, Lazar Berman, Glenn Gould, Elisabeth Leonskaja, Stephen Kovacevik, María Joao Pires, Andras Schiff y mi connacional, la estupenda intérprete y compositora Gabriela Montero, en cuya carrera profesional Argerich tuvo un rol importante.
En el año 2005 llegué a Barcelona de año sabático con un plan de investigación y muchas ganas de disfrutar la ciudad. El Palau de la Música fue el primer lugar al que acudí luego de dejar las maletas en casa de mis amigas Lorena Bou y Aymara Arreaza, quienes vivían en ese entonces en el Barrio Gótico. El interés se vio premiado con la mejor de las sorpresas: por fin escucharía en vivo a Martha Argerich interpretando música de cámara. Compré de una vez las entradas para su concierto y también para otra presentación, la del grupo portugués Madredeus. Con la pianista me despediría de Barcelona pues su concierto sería a finales de mayo, justo antes de regresar a Caracas. Del frío de marzo pasamos a finales de mayo a un calor húmedo y a la impresionante niebla que emerge del mar como una advertencia de los dioses. Vestidas para la ocasión, Aymara y Lorena me acompañaron al concierto para encontrarnos con la sorpresa de que había sido suspendido. Nos devolvieron el dinero y nos fuimos a tomar un vino increíble en un bar al que recuerdo maravillosamente recargado y extravagante en decoración, donde por cierto decidí dejar de fumar. Tenía si se quiere el corazón algo roto.
Los afiches de Martha Argerich adornaron mi habitación de adolescente, como lo ha hecho la juventud contemporánea con sus artistas preferidos de todos los géneros musicales. El equivalente actual serían los fondos de pantalla, las portadas de Twitter y de Facebook o la cuenta Instagram. Es una lástima que yo haya carecido de esa habilidad para mantener las cosas en impecable estado que ostentan otros propietarios de discos de vinil, cuyas virtudes en cuanto a sonido lo han llevado a convivir con el CD y el Mp3. Incluso en este época de plataformas como Spotify, Prime Music y YouTube, todavía existen cultores del gran sonido que no se han conformado con la inmensa oferta musical disponible en digital. Sin discos de vinil y habiendo dejado atrás mis CD al emigrar a México, no lamento haber pasado del LP al CD, a plataformas como Limewire y luego a YouTube hasta llegar a Spotify. Siempre con Martha Argerich desde luego.
La pandemia cambió las coordenadas de las actividades convencionalmente conocidas como culturales y, desde luego, la música no iba a ser la excepción. El Festival de Verbier, un evento de primera línea con grandes intérpretes de la música clásica, se ha celebrado este año en versión virtual. Martha Argerich está en la plana estelar del festival a los 79 años de edad. Con una finísima blusa negra adornada con figuras coloridas, la larga melena de siempre encanecida y su recogimiento habitual la pianista interpretó a Bach; cerré la puerta de la habitación, me coloqué muy cerca del televisor, sin los anteojos puestos, observando a la pianista en soledad, sin público. Su estado ideal quizás. Ahí estaba yo, sola, en un concierto personalísimo con Martha Argerich al otro lado del mundo. Al terminar, ella salió de la sala, sin aplausos, con un caminar si se quiere lento.
Ha sido sin duda una larga escucha.
Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006); Venezuela, el país que siempre nace (Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales (Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak
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Posted: September 9, 2020 at 6:34 pm