Alejandro Rossi, la invención del distraído
Carlos Ávila Villamar
El 15 de octubre de 1973 la revista Plural publicó el artículo “Manual del distraído”, especie de manual irónico de las diferentes formas en las que manifestar la hipocresía tras el golpe de Pinochet. El artículo de Alejandro Rossi (profesor, conocido por sus sobrios, exactos ensayos de filosofía analítica) perfilaba ya casi todas las características de su obra posterior: el inicio aforístico y ambiguo que todavía no adelanta el tema, el desdoblamiento en las voces de terceros, las imágenes rápidas, el ejemplo, la reducción al absurdo, la visión del ensayo como la juguetona justificación de una tesis o una actitud. Podemos suponer que el artículo tuvo éxito, ya que Rossi eligió darle ese nombre a la columna que se le ofreció en Plural. Curiosamente, en la compilación Manual del distraído, publicada en 1978 por la Editorial Joaquín Mortiz, el artículo “Manual del distraído” pasó a llamarse “Guía del hipócrita”. Este cambio, al parecer, ha sido bastante pasado por alto.
Simultánea a la publicación de Manual del distraído en México salía una reseña de José Bianco que señalaba que el libro cumplía “sin esfuerzo con la acepción más placentera que tiene el verbo distraer en español: esparcir el ánimo, divertirse”. En el D.F., meses después, Luis Miguel Aguilar publicó la reseña “Pensar es distraerse”, que partía de una reescritura del verso de Pessõa (“sentir es distraerse”). Años más tarde el título seguiría siendo la pista más útil para la crítica. Luis Ignacio Helguera propuso que el “distraído” de Rossi no era “un sonámbulo”, sino que “el distraído se distrae porque se concentra”. Victoria Camps notó que la mirada “distraída” de Rossi “se aparta de las pautas establecidas y se detiene y demora en lo que los demás no ven”; Luis Villoro, que “la distracción del mundo cotidiano lo conduce a menudo al reino del juego, donde todo se inventa y nada es definitivo”. Octavio Paz se hizo la interesante pregunta: “¿cómo puede el distraído redactar ese conjunto de reglas, principios y preceptos que es o debe ser todo manual?” Uno de los más perfectos ensayos de Manual del distraído, “La lectura bárbara”, hablaba de la reciente proliferación de los “manuales”, textos no literarios cuya rusticidad a fuerza de costumbre enseñaba al público un modo incorrecto de leer. Desde ese ensayo, y ya no desde el ensayo sobre Allende, el lector y el crítico descifraban el título. “Manual del distraído” (renombrado como “Guía del hipócrita”) se hizo un texto más o menos marginal, mientras que “La lectura bárbara” se volvió, naturalmente, la caja negra del volumen.
La resemantización del título “Manual del distraído” constituye o una prueba fantástica de cómo el azar puede embellecer el destino de los libros o, más probablemente, de la plena autoconsciencia de Rossi, que supo inventar a un autor para sus ensayos (a semejanza de Cervantes, que inventó al escritor humilde y risueño, o de los griegos, que se les ocurrió cargar de un patetismo adicional a la Ilíada y a la Odisea, figurándose a un autor ciego). La invención del “distraído” estuvo inmediatamente respaldada por la de otros dos personajes afines: el extranjero y el filósofo desertor.
Rossi pasó su vida entre viajes, era un “extranjero en todos lados”. Nació en Italia, luego fue para Venezuela y Argentina (era el Buenos Aires de la revista Sur, de Borges, de Bioy, de Bianco, una especie de milagro cultural). Para darnos cuenta de la importancia que tuvo esta formación en Buenos Aires, pensemos que Rossi eligió el idioma español para escribir, que era su segunda lengua. Su primera lengua era el italiano, el español solo era la lengua en la que se comunicaba trabajosamente con los empleados de los hoteles. Rossi habló mucho de la extranjería lingüística. Hablaba de la “palabra viva”, la primera palabra en la que pensábamos cuando pensábamos en un objeto. La distancia más corta entre un objeto y nuestra memoria. Según él, por eso no escribía poesía (hasta donde he podido averiguar, solo escribió unos versos satíricos en Vuelta que no firmó con su nombre). Rossi siguió viajando, hizo estudios en Estados Unidos, Alemania e Inglaterra, y terminó en México, como sabemos. La crítica siempre usó esta condición de extranjería dentro de la cultura mexicana para explicar su habilidad a la hora de detectar cosas que se escondían a la vista de todos. Es un viejo tópico literario: la distancia permite al extranjero observar la realidad como no puede hacerlo el nativo.
He aquí una de las explicaciones más pintorescas de su permanente distracción. Rossi era “un extranjero”, y como extranjero al fin, lo juzgaba todo con una severidad jesuita (“me acostumbré a un extraño rasgo de su carácter: la superstición de que los meseros conspiran contra el género humano”, escribe Juan Villoro), pero también desde un constante extrañamiento y desde una confusión que iba desde lo lingüístico hasta lo burocrático. La confusión, el equívoco, están presentes en muchos de los ensayos narrativos y relatos de Rossi, de hecho se podría decir que la confusión, el embarazo, la “comedia de la conciencia”, es el tema rossiano. Durante los viajes sentía la paranoia constante de un nuevo episodio trágico, que se retrasara un vuelo, que no encontrara un documento, que no reconocieran su nombre. Esto último en particular, como relata al inicio de su novela Edén. Le llegaba a parecer que todo era un caos sin remedio y que sus documentos eran falsificaciones, que su vida era un equívoco y él “un usurpador”.
Lo otro es hablar de la “distracción” en la filosofía, de Rossi como el filósofo que deserta, que prefiere el epigrama al tratado, la hipótesis de sobremesa a la explicación elaborada. Rossi fue el introductor de la filosofía analítica en la academia mexicana, sin embargo, abandonó la filosofía por la literatura, y una y otra vez recalcó en sus escritos su preferencia por lo fugaz y lo espontáneo sobre lo permanente y lo impersonal. Creó una especie de estética de la distracción, donde era el detalle lo importante, donde las ideas se sucedían a través de los detalles, y a su vez se convertían en detalles de nuevas ideas. Según Adolfo Castañón, dejó “las bondades de la razón por amor al pensamiento”, e hizo de la escritura una forma de pensamiento (curioso, vale la pena observar, que muchos pensamientos no se nos puedan ocurrir sino desde el lenguaje escrito). “Me interesan más las fisuras insidiosas de la vida cotidiana, obra de roedores, no de demiurgos”, nos dice Rossi en el extraordinario texto “En plena fuga”, compilado en Sueños de Occam (sé que el libro fue luego rebautizado como Un café con Gorrondona, pero negaré hasta el final de mis días ese cambio, y me refugiaré con obstinación en el nombre original). Años antes escribió que “pensar, en definitiva, es tomar en cuenta la ilimitada variedad de factores que intervienen en la más pequeña de nuestras decisiones (…) Mi experiencia –créanme– es definitiva: cualquier acción –pensada a fondo– es un pozo que conduce al centro de la tierra”.
En casi todos los textos de sus dos mejores libros (Manual del distraído y Sueños de Occam) está esa confesión “metodológica”, en la cual Rossi muestra el engranaje no ya de su texto, sino de su propio pensamiento. Bianco escribió que Rossi era “el personaje más importante del Manual del distraído”, y quizás a esto se refería. En el ensayo narrativo “Un preceptor” podemos leer: “me parece que yo también estoy construyendo un personaje, es decir, un conjunto de propiedades seleccionadas con esmero y supuesta astucia”. Lo más notable de estos fragmentos es que se describen a sí mismos. Cuando Rossi escribe que “cualquier acción –pensada a fondo– es un pozo que conduce al centro de la tierra” está pensando. Cuando manifiesta su temor a estar “construyendo un personaje”, está construyéndolo, porque la voz que interviene en su narración también es narrativa. No me detendré en el lugar común de la auto-conciencia rossiana, ya se ha hablado bastante sobre ella. La historia del filósofo desertor y del extranjero, así como el epíteto del “distraído”, son intentos de entender el texto desde la biografía, práctica en desuso en muchas academias (el biografismo fue sustituido por el estudio del texto en preventivo aislamiento, o del lector, o más recientemente, por el estudio de la cultura y la sociedad reflejadas en el texto), pero por suerte en un estado saludable en las letras mexicanas, que cuentan, si no me equivoco, con una fuerte tradición en ese sentido. Manual del distraído sigue siendo inseparable de Rossi. De algún modo pertenece a esa clase de libros que se muestran destinados a rescatar al autor en las academias y en la crítica, quizás como pago por haber sido rescatados por el autor en la misteriosa memoria del público.
Manual del distraído se encuentra en ese momento crucial para el destino de un libro en la historia literaria durante el cual sigue en pie la última generación que leyó al autor mientras estaba vivo; dicho de otra manera, el último momento donde sigue habiendo lectores que fueron expuestos al aparato publicitario original (que acudieron a lecturas en busca de autógrafos, que vieron el título entre las novedades del mes en la librería, que esperaron impacientes la continuación, etc.): el último momento donde sigue habiendo lectores que experimentaron el libro durante su vida editorial natural. Como los seres humanos, los libros tienen una especie de “esperanza de vida”. La amplia mayoría no sobrevive, digamos, más de cuarenta años después de la muerte del autor, y esta cifra no es arbitraria: ese es el tiempo promedio que dura la última generación que tuvo la oportunidad de que le firmaran un autógrafo. Rossi está en ese momento, y cuenta con dos bálsamos que lo dan a conocer a nuevos lectores. Por un lado, los estudios académicos, de creciente y merecida popularidad, que lo incluyen dentro de las genealogías de la hibridez mexicana (la hibridación de ensayo y narrativa, sobre todo), es decir, que hablan de Manual del distraído como obra representativa en una sucesión afortunada de influencias que llega hasta nuestros días. Por el otro, el biografismo que sigue entendiendo el libro a través de Rossi, del distraído, del inmigrante que abandona la filosofía, a través del empático personaje que el propio Rossi contribuyó a crear. Este último recurso, al contrario de estar gastado o agotado, es aquel que muestra todavía mayores potencialidades por aprovechar.
Después de todo, saber que Rossi estaba particularmente interesado en la biografía de Borges (del que se decía que aprendió el español como segunda lengua) y de Nabokov (que empezó escribiendo en ruso), nos puede dar un par de claves para entender ese conflicto suyo entre el italiano y el español, esa búsqueda de la “palabra viva”, que a su vez me pregunto si explica en algún punto la prosa presta a las acumulaciones explicativas y a la exuberante, nerviosa exactitud. No sé si saber que adoraba el ping pong, que trabajaba de noche y dormía de día y que tenía mal genio me sirvan para descifrar algún tono de su escritura, pero quiero pensar que, si no lo hacen, al menos amplían el texto, estos datos toman el texto y lo devuelven más próspero y entrañable. Nuestro tiempo merece un regreso de la crítica literaria a la biografía, ya que de las artes ninguna hasta ahora ha sido más individual, más personal, que la literatura, y es desde esta diferencia que quizás pueda aventajar a las otras.
El afianzamiento de esa invención que fue el “distraído” quizás se produzca algún día con la publicación de los diarios de Rossi. Los fragmentos publicados hasta ahora ofrecen una imagen todavía más compleja y emotiva del autor. En los diarios escribe sobre su frustración al ser contemporáneo de Borges y de Octavio Paz, dos titanes inalcanzables, sobre su esterilidad (“Estoy harto de escribir cosas pequeñas. Estoy quizás en mis días mejores y no tengo un tema”), sobre la muerte y la soledad. Un fragmento lo dirá mejor que yo:
18 de abril de 1994. Debo escribir porque de lo contrario me vuelvo loco. Quiero decir: en la tranquilidad del ocio comienzan poco a poco a aparecer las obsesiones, las angustias, los fantasmas de actos del pasado, acciones mal resueltas, mil cabos sueltos, situaciones mal solucionadas que hemos tratado de olvidar, nudos y más nudos. Se cuela en el alma la terrible realidad, una hidra que siempre me vence. El vacío, la calma, es el teatro de esos monstruos.
Carlos Ávila Villamar (Holguín, 1995). Graduado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso en 2015 y de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana en 2019. Ganó el Premio Internacional de Minicuento El Dinosaurio en 2016 y codirigió la revista Upsalón entre 2017 y 2019. Actualmente trabaja como editor en la Casa Editorial Abril de La Habana, Cuba.
Posted: September 23, 2020 at 8:30 pm