Del encierro bohemio: los nuevos veintes en las artes
Diana P. Miranda
“Siempre quise vivir los años 20”. Me encontré con esa frase el 30 de diciembre del 2019 en boca de una vieja amiga. La idea me entusiasmó. La década de 1920 también me despertaba la nostalgia que traen los anteayeres no vividos por imaginarlos mejores. Yo también quería mi propia versión de las colaboraciones artísticas y sociales que en su momento tuvieron por fetiche ciudades como París, Londres, Nueva York…
En ese entonces mi idea de los veintes era más bien ambigua. Conocía los clichés sobre la vida bohemia, el charleston, canciones de Cole Porter, la moda de Coco Chanel y otro puñado de nombres. Imaginaba reuniones como las de Gertrude Stein en su casa parisina: foco para escritores, pintores, músicos y fotógrafos. Idealicé encuentros en los que se cocinaba casi sin querer una nueva escena artística; fiestas en las que escritores consolidados cenaban con escritores emergentes; talleres y salones donde se masticaba lentamente el trabajo de creadores.
Con esa misma idea abstracta formé mi deseo abstracto de tener una versión propia de esa época: fiestas en un sofá sucio (no sé por qué está sucio, pero lo imaginaba sucio) y hablar con amigos y colegas de nuestras ideas y proyectos, olvidarnos un momento de ellas, burlarnos de las dificultades con cerveza y repetir. En otras palabras: una versión de las charlas que ayudan a construir el camino hacia la voz propia.
Luego llegó marzo con la noticia de un virus. Se dictaminaron cuarentenas nacionales, fronteras cerradas y toques de queda. Cerraron teatros y museos, y se restringió o prohibió cualquier tipo de reunión. Empecé un refugio en mis estudios mientras el mundo pandémico giraba. Las discusiones grupales de la universidad se mudaron a Zoom. Sentí que estaba entrando en un paréntesis que llené con maratones de obras de teatro en línea, libros y ensayos. Pensé que era una oportunidad para ser ermitaña y bauticé mis días como los de un encierro bohemio. Después, cuando el paréntesis duró un poco más, pensé que era más bien una lección de adaptación… Cuando duró un poco más, de empatía y autocuidado… Pero meses después el paréntesis no se cerraba.
La relación entre la pandemia y la primer gran guerra se me presentó pronto. En Londres leí notas que equiparaban la primera ola de contagios con el periodo de ataques aéreos sobre urbes, cuando la población vivía con miedo y dejó de frecuentar espacios que podían servir de blanco, como teatros e iglesias. Pero me llevó más tiempo, meses, trazar la relación entre esa gran guerra y los veintes que yo había idealizado, y entender la primera como preámbulo de lo segundo.
La generación perdida y sus veintes
Gertrude Stein habla sobre miembros de la mal-llamada generación perdida en The Autobiography of Alice B. Toklas. Ahí menciona la agitación de la guerra y postguerra a principios del siglo XX, de artistas que de una u otra forma reflejaron sus efectos, y de días que se mezclaban entre sí y que hacían parecer que en un año había muchos años. Pero también ─sobre todo─ habla de sus personas y sus lugares: lo acontecido algún día en algún taller, o en la campiña charlando con algún escritor; la noche que alguien las visitó por primera vez, que Alice se sentó con la esposa de un pintor, o cuando Stein decidió no despertarla durante una alarma de Zeppelin. Su domicilio en la rue de Fleurus 27 fue el foco de creadores vanguardistas en París que posteriormente relataron el estilo de vida, agitación y resonancias de la gran guerra. Uno de los autores de esos relatos es Ernest Hemingway.
Mi primera pista de lo que detona unos veintes, inadvertida al principio, vino en el último libro que saqué de la biblioteca antes de la primera cuarentena: A Farewell to Arms de Hemingway. Lo empecé a leer antes de saber del virus y lo terminé sin saber cómo atravesaría mis soliloquios meses más tarde. Hemingway habla de la guerra desde la perspectiva de Frederic Henry, un hombre común herido en batalla. Digo “común” porque no es alguien que estuviera buscando ser historia; su narración no tiene retórica de heroísmo. Tampoco es una narración que retrate explícitamente la guerra; es el retrato de un hombre que nos habla de un pedazo de su vida y ese pedazo de vida tiene como telón de fondo la guerra. Se dice que la prosa incisiva de Hemingway representa un quiebre con la literatura victoriana que le antecedió (lenguaje enarbolado y enaltecedor de valores como el patriotismo y la valentía). El quiebre no es coincidencia. La experiencia bélica fue alimento para que Hemingway ─y otros de los contemporáneos en el libro de Stein─ optaran por nuevas maneras de pensar, sentir y, consecuentemente, de crear. Sus experiencias no fueron un paréntesis.
A diferencia de Hemingway, Stein llegó a mi vida adrede. Quise leer desde la perspectiva de alguien con fama de santa patrona de las vanguardias para entender los veintes que yo había idealizado, como si sus narraciones tuvieran el secreto para conformar mi narración de estos veintes y así, tal vez, encontrar un antídoto al vértigo. No sé qué buscaba, pero quería algo para mirar más allá de los cubrebocas. Lo que encontré fue que Stein, al igual que Hemingway (y aquí recordé a Hemingway), escribe de adentro hacia afuera. No enfocan la guerra para hablar de las personas, sino que habla de las personas y así, a veces, nos enteramos de la guerra. Digo “a veces” no por restarle prioridad, sino porque la guerra es algo omnipresente. Algo que sólo ocurre. A veces más y a veces menos. Mientras las personas siguen.
Ciudades como las que yo había idealizado vivieron encierros por alarmas de bombardeos, reclutamiento para estancias en zonas bélicas o inviernos fríos por recortes de carbón. La guerra implicó una alteración económica y filosófica que sacudió al mundo y a las mentes en él. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia, pero es una coincidencia que al parecer está destinada a repetirse.
Los veintes del siglo XXI en el teatro
El 2020 trajo consigo un periodo de crisis en el que todas las inercias humanas fueron interrumpidas. Aunque el esfuerzo médico y farmacéutico logren dar vuelta a esta página, el cambio ya está hecho. ¿Quiénes no han re-pensado su vida laboral, sus relaciones personales o lo que les motiva en las mañanas? En el caso particular de las artes escénicas, la crisis ha anulado su eje central: la presencia. Se han cancelado producciones por su imposibilidad de distancia social o porque los ingresos de un público reducido resultan inviables. El retiro al mundo interno de las musas empieza a sentirse como un bloqueo creativo. Pero, por otro lado, los nuevos parámetros han incitado montajes específicos para plataformas como Zoom, monólogos al aire libre, diseños arquitectónicos covid-compatibles y otros booms donde el ingenio y la creatividad chocan puños. En una charla con Dave Tuff del National Theatre, mencionó que en el futuro próximo se optará por alternativas verdes reutilizando materiales para contrarrestar la crisis financiera. [1] Los públicos, por su parte, ahora tiene acceso a grabaciones y transmisiones de foros alrededor del mundo que antes se defendían con un aura de privacidad y exclusividad. ¿Cuáles de esos cambios queremos que permanezcan? ¿Qué piezas de todo esto quedarán como sacrificio y cuáles como ganancia? ¿O son lo mismo? Es difícil encontrar las preguntas correctas en un contexto con tendencia a cambiar de la noche a la mañana. Pero sea lo que sea, está sucediendo. El paréntesis es una pausa que empieza a balbucear nuevos lenguajes para iniciar otro párrafo…
En el verano tras la primera oleada, el Donmar Warehouse abrió una instalación sonora basada en Ceguera de José Saramago (Simon Stephens, 2020), en la que Juliet Stevenson narraba los eventos a través de audífonos biaurales con un diseño de iluminación que alternaba luz y oscuridad. Digo “instalación sonora” porque así decía el programa, pero en mi experiencia bien pudo haber sido un monólogo con la actriz oculta tras una columna, susurrando a mi oído pero escondiéndose cuando volteaba a buscarla. Por otro lado, en otoño vi la 4ª edición de las Microficciones de la Universidad del Claustro de Sor Juana gracias a una producción de transmisiones en vivo en la que actores y actrices creaban una misma escena desde diferentes locaciones. Y como otro gesto de ubicuidad, un proyecto de la generación 2020 de la Central School of Speech and Drama ideó un concepto híbrido que simultáneamente involucraba público virtual y público presencial con distancia social. Así he encontrado borboteos de narrativas que se las han ingeniado para construir un camino pese a la falta de un sillón sucio en el cual discutir ideas.
En Londres, conocida como plague island desde la mutación del virus, el sillón sucio se mantiene como una alternativa cancelada debido a la(s) cuarentena(s). Pero me he descubierto escribiendo más, grabando notas de voz larguísimas o hablando en talleres en línea con gente desde varios puntos geográficos. Usamos cualquier mecanismo para expresar lo que vemos, nos gusta o no nos gusta del presente pandémico. Esas charlas internacionales no hubieran germinado igual en contextos pre-pandémicos, ni tampoco la oferta inédita de artes escénicas desde diferentes países. Así, sin notarlo, se hace tributo al sillón sucio con discusiones fuera de la caja y con redes de apoyo. En otro texto había dicho ya que el COVID-19 ha enmarcado con luces neón la exploración entre arte y tecnología para definirla como una nueva alternativa en la paleta artística de la segunda década del siglo XXI. Ahora agregaría que también hay discusiones sucediendo en la oscuridad y que las exploraciones no están limitadas a la tecnología, pues también tengo fe en la creatividad análoga.
Todavía tengo enterrada la espina de un sillón sucio. Sinceramente creo que se quedará ahí. Es una expectativa difícil de soltar cuando las alternativas son cuarentenas, cancelaciones y recortes. Pero, aunque me muerda el labio por el duelo de un hubiera y los suspiros del ojalá, pienso que cada día de no-saber crea el tejido para vivir los nuevos veintes. Hay mucha resiliencia en una industria que está acostumbrada a resolver problemas y repetir hasta lograr. He ahí la versión incómoda y real de los nuevos veintes. La de adentro hacia afuera con personas ingeniándoselas para seguirse moviendo en un trasfondo de crisis. La nueva realidad consiste en entrar a esa sesión en Zoom, trabajar en la cocina, o estudiar aunque no haya trabajo… Cuando hacemos eso, pues, no pasa nada. Pero tal vez sí pasa. Es la vanguardia del paréntesis que después se convierte en párrafo.
[1] Tuff, D. (2021, Enero 19). Adapting physical spaces at the National Theatre for COVID-19 restrictions [Seminario web] Royal Central School of Speech and Drama.
*Imagen de Neal Wellons
Diana P. Miranda (México, 1989). Licenciada en Estudios y Gestión de la Cultura por la UCSJ. Actualmente estudia una maestría en Crítica de Teatro y Dramaturgia en Royal Central School of Speech and Drama (Londres).
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Posted: February 14, 2021 at 5:30 pm