JOSEPH PILATES Y LOS PRISIONEROS DE LA ISLA
Ana García Bergua
Para el maestro Manuel Reynoso Franco
Quisiera imaginar la vida de los que llamamos indiferentes. Salen a la calle sin miedo, descubiertos del rostro y presumiendo sonrisas, seguros de que no se enferman ni se enfermarán. Se burlan de quienes nos sentimos en peligro, como si estuviéramos locos, creen que seguimos una moda o quizá somos manipulados por seres malignos. Tengo que trabajar, dicen, tengo que salir. Y ahí van, la nariz al aire, esparciendo sus gotículas de rebeldía, con el cubrebocas de bufanda, en la barbilla o en la frente, si acaso lo llevan. Las desinfecciones y las clausuras les parecen ridículas, exageradas, más que nada estorbosas, parte de una represión o una conspiración absurda, y las sortean con su mayor ingenio; se reúnen, provocan, festejan, hacen campañas, les gritan a la cara a los demás. Los que llevamos casi un año encerrados o aterrorizados pensamos que habrá un castigo, quizá se enfermarán y así la lección surtirá efecto. Pero a muchos no les va a pasar absolutamente nada, ni aprenderán nada, ni les importará. Así somos los Sapiens, a veces muy poco sapiens.
Pero el resto nos sentimos un poco presos. Tanto los enclaustrados como los que salen a trabajar con doble cubrebocas y escafandra, intentan no acercarse a nadie y se bañan de regreso a casa, con la ilusión de que esto termine pronto. Pronto, nos dicen, pronto llegará la vacuna, la panacea, y así todos nos sentimos en una especie de preliberación, igual que los habitantes de las cárceles cuando ven acercarse el fin de la condena. Es una exageración, desde luego, pero hubo algo de suspensión del tiempo en este tiempo, y todos hemos hecho cosas parecidas a la que hacen los presos: pelear por el espacio, engordar o adelgazar, armar conspiraciones, resignarnos o concebir ilusiones, recordar, morir, enfermar, llorar y vivir pesadillas, cancelar planes, aquilatar la vida, planear el futuro y, desde luego, la venganza. Algunos, o quizá muchos, hacemos ejercicios con la ilusión de que el cuerpo fortalecido logre defenderse de la maligna enfermedad que flota y provoca síntomas inesperados. Así los parques cercanos se han convertido en el patio de la prisión, a donde nos atrevemos a salir por un par de horas a caminar o correr esquivándonos unos a otros, o encontrarnos con alguna amistad para intercambiar palabras encubiertas, abrazos en el aire, como a los presos que intercambian mensajes y navajas furtivas a la hora del recreo. Vida rara y sesgada, que ellos, los indiferentes de aquí y de más arriba, miran con diversión y extrañeza.
En los salones y los gimnasios, la alegría de las pelotas enormes, las cuerdas y los tapetes de colores disfraza una historia que comenzó de manera difícil. El alemán Joseph Hubertus Pilates tuvo una infancia enfermiza y enclenque, acosada por las burlas. Pero a diferencia de los prisioneros, Pilates, que nació en 1883, no era vengativo, sino sensible y tenaz. Fue hijo de una naturópata y un atleta de ascendencia griega, y de niño su médico le regaló un libro de anatomía que él estudió con dedicación. Así, estudioso del cuerpo y la naturaleza, admiraba y observaba a los gatos y a los bebés; inspirado por la gracia y la economía de movimientos que percibió en ellos creó una serie de ejercicios para desarrollar los músculos y darles elasticidad, gracias a los cuales se convirtió en deportista y entrenador. En la segunda década del siglo XX, Pilates vivía en Inglaterra como boxeador y hacía un número de circo en el que representaba a una “estatua griega viviente”. Al estallar la primera Guerra Mundial, fue internado en un campo de prisioneros alemanes en la isla de Man. En ese lugar, especialmente en el hospital donde trabajaba, Pilates entrenaba a los prisioneros y perfeccionó su método: arrancó los resortes de las camas de los heridos para fijarlos en las cabeceras y con ellos lograr que movieran partes del cuerpo para rehabilitarlos. Así creó su famosa cama de resortes y poleas, el Cadillac, esa que vemos ahora en los gimnasios elegantes, e incluso más tarde crearía la increíble silla Wunda, una especie de origami como de la Bauhaus que se dobla y desdobla para hacer en ella toda clase de ejercicios. No es muy probable, como se dice, que los prisioneros de la isla de Man sobrevivieran a la famosa gripe española de 1918 gracias a los ejercicios de Pilates. Lo cierto es que no murió ninguno de los heridos a su cuidado.
Así el señor Pilates buscaba expandir las posibilidades del cuerpo en situaciones no siempre fáciles, lo cual podría ser otra manera de encontrar la libertad. Quizá por eso se convirtió en el entrenador preferido de los bailarines en la década de los veinte, cuando se estableció en Nueva York y abrió su estudio en la octava avenida en Manhattan. Fue con ellos que su método, llamado Contrología, porque busca el control de cada parte del cuerpo de manera independiente, se popularizó como entrenamiento y rehabilitación. Los bailarines, que en el espacio acotado del escenario abren con sus cuerpos en movimiento las puertas a nuevos espacios como los elásticos y graciosos gatos, encontraron en Pilates la respuesta a sus dolencias y sus aspiraciones.
En el enclaustramiento del que se burlan los indiferentes, yo pienso en Joseph Hubertus Pilates y sus enseñanzas a un grupo de prisioneros en una isla. En la isla de nuestra epidemia actual, sus ejercicios salvan al cuerpo y al espíritu, mejor que los de aquel extraño personaje, Charles Atlas, ¿alguien se acuerda?, el rey de los alfeñiques agraviados por los fortachones en la playa, esos que desarrollaban grandes músculos tan solo para vengarse después, como harán algunos presos de las cárceles. Salir de la pandemia con ira o con gracia, ese será nuestro dilema.
Ana García Bergua Es escritora y ha sido galardonada con el Premio de literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela La bomba de San José. Ha publicado traducciones del francés y el inglés, y obras de novela y cuento, así como crónicas y reseñas en medios diversos. Twitter: @BerguaAna
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Posted: February 15, 2021 at 7:05 pm