Tangentes de la Modernidad: Arte latinoamericano de la colección Brillembourg Capriles.
María E. Pérez
Una vez más el Museum of Fine Arts (MFAH) nos trae una exposición excepcional de arte latinoamericano contemporáneo. Por mucho tiempo ignorado, considerado como derivativo de los movimientos artísticos europeos o norteamericanos, y por lo tanto arte de segunda categoría por las instituciones canonizantes, ha ido adquiriendo en los últimos años su verdadero valor en los grandes escenarios de cotización como las subastas de Christie’s o Sotheby’s, o en ferias internacionales como el Art Basel en la ciudad de Miami; pero también ocupando un papel de cada vez mayor relieve y prestigio en las salas de exposición. Bajo la dirección de Mari Carmen Ramírez, nuestro Museo de Bellas Artes ha descollado como pionero en este campo, con importantes exhibiciones en los últimos años. Esta muestra surge de la precoz intuición de un matrimonio de coleccionistas venezolanos: Tanya Capriles y David Brillembourg, y de nuevo la iniciativa de Ramírez al que le fue depositada con confianza una colección de alrededor de 100 trabajos de reconocidos maestros del arte latinoamericano reciente.
Un verdadero panorama del siglo XX en Latinoamérica, en esta apreciación podemos observar que nuestro arte es transculturado, como describiera el etnólogo Fernando Ortiz nuestra cultura: se nutre de múltiples raíces para resultar en un producto híbrido e innovador, una transformación que supera con creces el original y que es mucho más que la suma de sus partes. Tomando esta idea como punto de partida podríamos iniciar el recorrido de las galerías, comenzando con el Diego Rivera de la entrada. Una pintura temprana, de su periodo cubista, el uso de vibrantes colores: amarillos, turquesas, rojos, azul añil, dotan a esta Naturaleza muerta con limones (1916) de una energía que no corresponde a la fría Europa. En la misma sala se encuentra otro cuadro de Rivera: el bellísimo Retrato de Columba Domínguez o la Tehuana (1950), una composición intencionalmente artificial que exalta la herencia precolombina y la valorización de la belleza de la mujer indígena con su distinguido perfil reminiscente de las efigies de la realeza azteca.
También en el salón de entrada se encuentran muestras del arte construccionista de los uruguayos Matto y García-Torres, que en sus pinturas y trabajos en madera exploran el arte pictográfico utilizando los tonos tierra de las culturas amerindias en una cosmogonía a la que incorporan el simbolismo de los surrealistas. Un único Petorutti muestra en su collage un fragmento del periódico Futurista La Voce, demostrando la afiliación del pintor argentino con las Vanguardias europeas. Tres exquisitos óleos del maestro venezolano Armando Reverón insertan su visión de una realidad flotante y sutil de evocaciones impresionistas. Dos Rufino Tamayos contribuyen visiones alternativas del género del retrato: el abstracto picassiano de la Mujer con Pájaros (1950) en grafito y papel y la representación figurativa de la mujer mexicana, casi un retrato psicológico de Mercedes Ballesteros. El Reto (1954) del mexicano David Alfaro Siqueiros, con los toscos rostros y manos de campesinos de miradas entre acusatorios y desafiantes, presta agencia a las minorías silenciadas de nuestros pueblos. Miembro del movimiento muralista posterior a la Revolución Mexicana del 1910, esta pintura cumple tanto una función social como estética al reivindicar las prácticas artísticas de las sociedades autóctonas antes de la Conquista y colonización.La segunda galería explota en colisiones intergalácticas y viajes siderales en la obra del maestro chileno Francisco Matta que ocupa todo el salón. De larga residencia en París, los trabajos de gran dimensión que aquí se muestran corresponden a sus años en Nueva York durante la Segunda Guerra Mundial. El surrealismo de Matta, con sus irisados y fugaces destellos de luz en un plano oscuro podrían relacionarse a esa gran batalla entre la luz y las tinieblas que significó la contienda mundial, pero también igualmente podríamos pensar en ese cielo austral del que proviene, al que se le ha adjudicado la presencia de ovnis, de inexplicables misterios como las Líneas de Nazca en el vecino Perú.
Del cono sur al Caribe nos lleva el tercer salón, también con una muestra casi exclusiva de Wifredo Lam en su etapa cubana. Comparado a la deconstrucción abstracta de Picasso o el primitivismo de un Gaugin, Lam logra sin embargo una creación estrictamente afrocubana en su obra al incorporar los símbolos de las creencias y prácticas sincréticas de la Santería. Así aparece el monte, esencia de todo lo sagrado, con sus güijes, esos ojitos que emergen inesperadamente de distintos planos y nos persiguen con su mirada entre burlona y maliciosa. Pero Lam a su vez desarrolla símbolos propios como la mujer caballo de difícil definición genérica, que se desdobla frecuentemente en la figura masculina. En los rituales de Santería, sus practicantes son montados por las deidades u orishas en el momento de posesión, por lo que se les conoce como caballos. Los dioses seleccionan a sus caballos sin que haya correspondencia de género sexual entre el orisha y su elegido o elegida, lo cual podría relacionarse al simbolismo del pintor cubano. Los dos lienzos que ocupan el espacio central señalan la herencia china del pintor, con sus representaciones de doble cara de la dicotomía hombre/mujer y que nos recuerdan los bordados y pinturas de doble cara en lienzos de seda de esa cultura oriental. Dos pinturas del también cubano Portocarrero complementan la visión sincrética de Lam, con El Brujo (1945), de esencia tal vez más concreta con las ofrendas y las prendas del sacerdote en los rituales de la Santería, al igual que el otro cuadro en el siguiente salón que parece aludir al carnaval cubano, esa inversión de mundos que parece indicarse con las figuras representadas de cabeza y en disfraz.
En un pequeño salón lateral se halla la muestra del pintor colombiano Fernando Botero. Representativa del arte posmoderno, su distorsión de la imagen resulta en parodia, pastiche, en la más absoluta desacralización de los íconos de la alta cultura occidental. La obesa Mona Lisa (1959) que captura nuestra atención con enigmática sonrisa e invitación en la mirada idénticas al original nos lleva a su rotonda compañera que remeda la Dama del arete de perla y traje azul de Vermeer (1964), cuya copia se inserta en la pintura como un recuerdo de otros y tal vez mejores tiempos. El nuncio papal nos trae a la memoria al sacerdote de Mamá la Grande, pues Botero al igual que su contraparte literario García Márquez, ha creado su único y propio universo. El secuestro (1966), un largo lienzo rectangular proporciona una narrativa en tres etapas a través del arte visual: entre la novela gráfica y el comic, a su vez podría insertarse en la tradición de los trípticos religiosos del arte bizantino al igual que los trípticos del barroco latinoamericano de la escuela cuzqueña. Tratado de manera lúdica, esta obra toca un aspecto trágicamente común en la vida colombiana: la violencia política y criminal que ha azotado al país por largo tiempo, por lo que en retrospección la obra de Botero, adquiere un carácter francamente siniestro.
De regreso al cono sur, encontramos en la cuarta galería los compadritos del pintor argentino Antonio Seguí. De los años noventa, la reconocible figura de Don Gustavo, ataviado en la esencia de la identidad argentina con su elegante terno y sombrero, su pose de auto-seguridad y altanería, parece mantenerse inmune al caos que lo rodea. Incorporando la estética del comic y del pop-art, Seguí nos ofrece una visión eminentemente urbana de la sociedad argentina durante los años ochenta y noventa. Época de descalabro político y económico, la postura de Don Gustavo, al margen de la realidad parece buscar en las raíces de la identidad nacional una manera de sobrevivir el presente.
En el penúltimo salón se develan los misteriosos desnudos del nicaragüense Armando Morales, representante del movimiento abstracto en los sesenta, este pintor comenzó a desarrollar la estética figurativa posteriormente. Estas pinturas de los años noventa corresponden a una visión realista que podríamos relacionar al realismo mágico: son cuerpos misteriosamente iluminados en tonos de azul, sin rostro identificable. A su vez podríamos comparar sus monumentales bosques a una estética de lo real maravilloso, en que los silenciosos árboles, ausentes de fauna animal o humana, nos ofrecen una versión desbordante de la naturaleza americana. De estilo hiperrealista, los bosques de Morales suscitan inquietud y no la contemplación feliz del mundo natural.
Y cuando ya pensamos que no queda más llegamos a la sorpresa final: las instalaciones kinéticas del venezolano Elías Crespín. Digno heredero de los maestros venezolanos Cruz Diez y Soto, Crespín es también nieto de la escultora Gego. Desafiando el espacio, las piezas móviles de las estructuras van creando distintas ilusiones ópticas, cuyas sombras a su vez crean visiones alternativas. Con la sincronización posible a través de mecanismos electrónicos, estas estructuras crean horizontes visuales que renuevan y amplían las técnicas de un Calder o un Miró. Desafortunadamente en la misma sala se encuentran los paisajes del colombiano Carlos Rojas, que complementan su collage de la primera galería. Sin duda obras de gran peso, no se benefician del deslumbramiento visual que acompaña la obra de Crespín. Su pintura geométrica que utiliza los colores de los pigmentos decorativos de las culturas nativas en sus tonos de ocre, sepia, beige y negro, tomados de la tierra, combinan el elemento abstracto con el arte pre-colombino. Dos artistas del arte concreto: los cubanos Loló Soldevilla y Sandú Darié, tampoco se benefician de la comparación, con una muestra representativa de sus trabajos en madera y en óleo. Ambos utilizan la figura geométrica y el color en distintas variaciones, con el juego monocromático del blanco o el negro en algunas composiciones o la dicotomía entre ambos colores. El movimiento de arte concreto de los años cincuenta se asocia más a países como Argentina y Uruguay, por lo cual es importante el reconocimiento que recibieron de los coleccionistas Brillembourg Capriles.
Esta es una exhibición que no se debe desperdiciar, ha tomado diez años en salir a la luz y se complementa con un catálogo en tapa dura con muestras de las pinturas a color y expertas explicaciones. Un verdadero recorrido de nuestro devenir en el arte del siglo XX, desde México hasta la Patagonia, esta muestra ampliamente justifica la importancia cobrada por el arte latinoamericano en años recientes. En la intersección de diferentes corrientes estéticas, sociales e históricas, nuestro arte exige el tipo de revisión que alude el título de esta exposición La visita está incluida en el precio general de entrada al museo sin recargo adicional. La exposición cierra poco antes del feriado de Labor Day, el próximo dos de septiembre.
Posted: August 7, 2013 at 3:15 pm