Mad Men y el fino arte de dejar huella
Miguel Cane
Qué década ha sido ésta, en la vida de Don Draper y su círculo de allegados.
Aunque Mad Men, la serie creada por Matthew Weiner, se estrenó en el canal de cable AMC en julio de 2007, el tiempo cronológico de la serie ha sido diferente: en el piloto “Smoke gets in your eyes” es Marzo de 1960: la década prodigiosa apenas va comenzando. Los últimos capítulos que ahora se están transmitiendo (con el gran final este pasado 17 de Mayo) están ambientados en 1970. Todo ha cambiado desde esa glamurosa primera mirada al universo de Sterling Cooper Advertising: el secreto de Don –que nos mantuvo en vilo tres temporadas– ya no es relevante. Ni siquiera lo atormenta. Su matrimonio convencional con Betty se colapsó bajo el peso de sus mentiras e infidelidades; su segundo matrimonio –hecho por impulso, más que otra cosa– con la astuta ex secretaria Megan, también, y ahora es un cuarentón soltero, que pareciera tener por fin la libertad económica, laboral, creativa e incluso sexual, que toda la vida anheló. Entonces, ¿por qué no es del todo feliz?
Matthew Weiner no es un creador convencional en su serie: es difícil anticipar los golpes que va a soltar al espectador; la mezcla de realismo dramático y surrealismo puro que son su rúbrica. El humor subversivo, el extraordinario diseño de imagen. La serie no pretende, ni pretendió nunca, ser el retrato de una época. Es el estudio psicológico de un grupo muy específico de personajes en una época muy específica. Esto es, la década de los 60 está ahí para servir a los personajes de la serie y no viceversa.
Jon Hamm, Elisabeth Moss, Christina Hendricks, Vincent Kartheiser, January Jones, John Slattery, Alison Brie, Kiernan Shipka, Jessica Paré y otros actores que conforman el elenco central de la serie, han crecido junto con ella. El desarrollo de los personajes que interpretan ha sido crucial para la trama y es un reflejo del talento seleccionado por Weiner. Tenemos el ejemplo de Sally Draper: la primera vez que la vemos, es una niña de seis años que a lo largo de la serie ha servido como protagonista secreta: es los ojos de la generación de Baby-Boomers que ven la transformación del mundo y de las relaciones familiares y sociales. Sally, por supuesto, es mucho más que la niña berrinchuda o la adolescente rebelde que conocemos. También alberga, aunque de un modo más sutil, uno de los complejos de Electra más notables en personajes de ficción de los últimos años; el que Sally pescara en flagrancia a Don durante un amorío en la temporada 6, sirve para que Sally madure abruptamente y su rebeldía juvenil se torne más subversiva. Ella encarna el espíritu de los 70, y su vida adulta –aún tratándose de un ser ficticio– se antoja mucho más compleja de lo que hemos visto.
Aunque centrada en un hombre –Don Draper–, la serie también ha presentado memorables figuras femeninas: ahí tenemos a Joan Harris, que ha pasado por muchas etapas: de ser una mujer obsesionada con el estatus y el matrimonio, a una víctima de violación silenciosa (justo en la alfombra de la oficina de Don) a una negociante feroz, capaz de literalmente cualquier cosa (¿recuerdan a ese distribuidor de Jaguar?) por lograr un lugar en el universo corporativo, sin dejar de lado su rol como madre soltera del hijo ilegítimo de Roger Sterling. O Peggy Olson, que de su primera aparición, como una jovencita cándida y gentil, ha pasado a ser una mujer de negocios sin temores, que va descubriendo (aún en estos últimos episodios) nuevas facetas de su carácter y las desarrolla para su propio asombro (y de los espectadores). En contraposición se encuentran Betty Francis (la primera señora de Draper) y Trudy Campbell, las amas de casa, pertenecientes a una generación educada para el matrimonio y el hogar, que revelan también aspectos interesantes conforme avanza la serie: mientras la primera tiene que madurar abruptamente y tratar de mantener una imagen de realidad en un mundo de mentiras, la segunda funge –principalmente en las primeras cuatro temporadas– como la brújula moral de la serie: el único personaje capaz de hacer buenas acciones sin esperar nada a cambio, aún si su paciencia y devoción también son finitas al encontrarse con la recalcitrante mala testa de su cónyuge, Pete, que pasa de ser un sujeto despreciable en la primera temporada, a ser casi querible en la última, sin sacrificar sus múltiples y contradictorias neurosis, lealtades y arrebatos arrogantes.
Mad Men ha sido una serie adictiva; un trabajo inteligente en un medio habitualmente dedicado al mínimo común denominador. Su cadena es la misma que nos dio la violenta, sagaz y misógina Breaking Bad –que por estas razones fue más popular– y la espantosa The Walking Dead, que no es más que un culebrón con zombis. Ambas han tenido un mayor éxito de público, pero esto no implica que Mad Men sea inferior: es simplemente para otro tipo de público y esto se advierte en su ritmo pausado y sus referentes culturales. ¿Es una serie esnob? Naturalmente. Pero eso es parte de su encanto.
Al salir del aire, Mad Men deja un hueco que no se llenará fácilmente. Deja huella y aunque tuvo sus imitadores –series como Pan Am, Magic City o la fallida The Playboy Club–, difícilmente será igualada (por no decir superada). Los últimos episodios han servido para cerrar algunos ciclos, pero muchas de las subtramas quedarán abiertas deliberadamente. ¿Por qué? Porque así lo dijo Weiner: la vida no siempre resuelve todo. Y así es este programa que en realidad no trata de nada… mas que de la vida misma.
Adiós Sterling Cooper (Draper Pryce y asociados). Los vamos a extrañar.
Miguel Cane es autor de la compilación Íntimos ensayos y de la novela Todas las fiestas de mañana. Es colaborador de Literal. Su Twitter es @aliascane
Posted: May 18, 2015 at 10:32 pm