Armas y fe: La armadura de luz, de Abigail Disney
Naief Yehya
El cine es síntoma. Y este signo clínico mediático viene hablando a gritos desde hace más de un siglo de nuestra obsesión con las armas. En la pantalla hemos visto desfilar nuestras obsesiones eróticas y nuestras fantasías de poder, nuestros temores y ambiciones, así como nuestros fetiches, viejos y nuevos. Para hacer cine todo lo que se necesita es una mujer y una pistola, dijo Jean Luc Godard. Esta obsesión se ha nutrido de la fascinación popular con las armas de fuego y a su vez ha dado glamour a la pistola. La indignación irritante de las balas de los villanos y la emoción catártica de las balas de los justicieros nos dan horas de entretenimiento y felicidad, sin embargo a menudo esas armas invaden la vida real. Nada es simple en este romance con las pistolas.
El debut en la dirección de Abigail Disney, Armor of Light, un fascinante y poderoso documental estrenado en el más reciente Festival de cine de Tribeca, trata sobre la relación entre las armas y la fe cristiana. Y probablemente su principal fortaleza radica en que obliga a la cineasta a salir de su zona de confort y la hace mirar el fenómeno desde puntos de vistas antagónicos a sus propias convicciones. Para esto Disney elige a un interlocutor inesperado, Rob Schenck, un ministro evangelista y líder de la poderosa organización Evangelical Church Alliance, que solía militar con los grupos radicales antiaborto y que en la actualidad es uno de los predicadores favoritos de la extrema derecha del partido republicano, es decir con el Tea Party.
Disney partió de la aparente incoherencia de aquellos que defienden el “derecho a la vida” y a la vez el derecho a portar armas con la intención de eliminar vidas en caso de peligro real o imaginario. La cineasta nos presenta a Schenck desde su años de activismo, supuestamente no violento, en el que junto con su grupo obstaculizaban el acceso a clínicas donde se practicaban abortos. Poco a poco ese movimiento fue dando un giro hacia la violencia. La primera señal de que entre sus feligreses había gente con distintas ideologías y visiones del mundo tuvo lugar cuando uno de sus seguidores asesinó a un médico. Al descubrir que no todos sus compañeros compartían su estrategia de no violencia y algunos estaban dispuestos a llegar hasta las últimas consecuencias en su misión de “salvar bebés”, Schenck entendió la seria inconsistencia entre la defensa a ultranza de fetos y la negligencia ante los crímenes masivos cometidos por hombres con rifles. Schenck tuvo otras oportunidades de confrontar las consecuencias de individuos armados fuera de control, una de las más impactantes fue la masacre inexplicable y de una crueldad aterradora de cinco niñas amish en una escuela rural en Pensilvania, el 2 de octubre de 2006. Tiempo después, el 16 de septiembre de 2013, un hombre armado, Aarón Alexis, asesinó a 12 personas e hirió a tres más en el Navy Yard de Washington, a unas cuantas cuadras del domicilio de Schenck y de la oficina de la organización Faith and Action que él mismo dirige.
Mientras el ministro pregonaba sus cansados sermones las matanzas absurdas se multiplicaban, desde la masacre de Columbine, en Colorado en 1999, donde murieron 15 jóvenes, hasta la espantosa masacre de 20 niños en Sandy Hook el 14 de diciembre de 2012, pasando por la tragedia del cine de Aurora, también en Colorado, el 20 de julio de 2012. Esto fue empujando a Schenck a sentirse desgarrado entre su compromiso con la derecha que defiende fervorosamente (hasta el punto de la histeria o del asesinato) el derecho a las armas y su necesidad de denunciar esos crímenes. Cuando finalmente Schenck comienza a hablar del tema descubre que varios de sus empleados más cercanos portan armas y la simple mención del concepto de “control de armas” daba lugar a reacciones estridentes y violentas de parte de sus seguidores y aliados políticos. Ante la imposibilidad de abordar el tema con argumentos políticos o morales, Schenck optó por llevar la discusión al terreno que mejor conocía, la religión. Su propuesta es simple: el Segundo Mandamiento, que prohíbe matar, es más importante que la Segunda Enmienda de la constitución, que protege el derecho a tener armas. Y aunque sus palabras parecen tibias, son demasiado provocadoras para los evangelistas.
El verdadero tour de force del filme tiene lugar cuando este ministro, tan cercano a la derecha más retrógrada, se alía con Lucy McBath, la madre de Jordan Davies, un joven afroamericano de 17 años asesinado en noviembre de 2012 cuando en una gasolinera un ingeniero de software llamado Michael Dunn decidió confrontar a Jordan y sus amigos que esperaban en un auto estacionado para pedirles que bajaran el volumen de su música. El tono de la discusión subió y en un desplante de rabia Dunn desenfundó, disparó diez tiros al interior del coche y mató a Jordan. Dunn argumentó que había disparado porque se sintió amenazado (“Nunca había sentido tanto miedo en toda mi vida”) y apeló a la ley de “Stand Your Ground”, la cual permite el uso de fuerza letal como defensa personal. Lucy contactó a Schenck por su fama y prestigio entre los grupos más conservadores del poder. Para el ministro esto implicaba una crisis de conciencia mayúscula entre el deber moral y los compromisos políticos. Esta inesperada alianza resulta compleja y controvertida, un equilibrio delicado de intereses y visiones de la fe. En esta misión vemos a Schenck buscando tortuosamente las palabras correctas, las formulaciones adecuadas para hacer más digerible la propuesta de que las armas no son la respuesta a todo conflicto. El ministro y McBath emplean una retórica mesurada para responder al simplismo idiota del más reciente eslogan de la poderosa National Rifle Association (NRA): “Lo único que puede detener a un villano con una pistola es un hombre bueno con una pistola”, vociferado por el director de esa organización, Wayne Lapierre, un demagogo que tiene al partido republicano en el bolsillo y es el más prodigioso agente de ventas de la industria de las armas de fuego. Este es un lema apenas más absurdo que aquel otro de: “Las pistolas no matan a la gente, la gente mata a la gente”. Una idea peregrina que supone que para que un objeto sea considerado peligroso debe tener voluntad propia, un contra-animismo que ignora que el diseño de un producto implica ideología. A estos eslóganes se refiere Schenck al decir que: “Las ideas simples son como heroína en las venas”. Para cualquiera, especialmente en una posición de poder, debería ser evidente que ninguna sociedad moderna puede operar bajo la lógica de que los “buenos” con armas deben detener a los “malos” con armas, ignorando a las leyes e instituciones que supuestamente dan sentido al estado de derecho.
La relación entre el “gun lobby” (los cabilderos que se encargan de asegurarse que ninguna legislación ponga en el menor peligro el uso indiscriminado y sin limitaciones de las armas) y los grupos evangelistas dio un giro brutal durante el régimen de Ronald Reagan en donde la cultura estadounidense se polarizó y la NRA tomó un rumbo de agresiva militancia política de la mano del partido republicano. Para tratar de entender la mentalidad armamentista, Schenck aprende a disparar (no queda claro de qué manera esto lo ayuda a entender mejor el problema), asiste a una convención de la NRA y trata de establecer un diálogo con otros ministros para tratar de desentrañar por qué están tan a la defensiva en esta materia, por qué aceptan que el miedo dicte sus razones y reacciones, y por qué se entregan a la fascinación infantil de las armas. La cinta muestra el agónico proceso por el que transita Schenck, lo cual queda representado con el hecho de que su cambio de discurso tiene lugar cerca del minuto 80 del filme.
Esta película adquiere particular importancia en un tiempo como este en que se vive una aparente epidemia de casos de jóvenes afroamericanos desarmados que han sido asesinados por policías. Estos crímenes ejemplifican la violencia y el miedo que dominan en la sociedad estadounidense, así como la facilidad con que las armas son empleadas para resolver conflictos. A la vez estos casos vienen a exacerbar la idea original por la cual las armas son tan prominentes en esta sociedad: la noción de que el ciudadano debe tener acceso a armas para defenderse de la autoridad y garantizar la libertad del Estado, como propone la Segunda Enmienda. Sin embargo, el filme pone en evidencia que mientras los blancos anglosajones evangélicos no tienen problema con la absoluta libertad para portar armas, los evangelistas afroamericanos sí tienen serias reservas, ya que finalmente su comunidad ha sido regularmente victimizada por individuos blancos y negros armados. Mientras para McBath el aspecto racial de la tragedia es central, para Schenck, quien nació en el seno de una familia judía secular, esto es un detalle, algo que no vale la pena mencionar. Y esa diferencia es fundamental en la manera en que ambos aliados ven el problema a pesar de que los dos tratan de encontrar elementos en común en el cristianismo.
Hay una clara paradoja en la obsesión machista de los fundamentalistas de la pólvora (principalmente hombres pero también mujeres) quienes hablan de que el gobierno (especialmente el de Barack Obama) quiere quitarles sus armas como si se tratara de una castración simbólica, al tiempo en que la violencia doméstica en los Estados Unidos alcanza niveles catastróficos (De acuerdo con el FBI la cifra de mujeres asesinadas por su pareja entre 2001 y 2012 alcanzó 11766 víctimas, durante ese mismo período en las guerras en Afganistán e Irak murieron 6,488 soldados. Es curioso que el argumento de la mayoría de los defensores de las armas es que las necesitan para proteger a su familia. La realidad es que alrededor de mil mujeres al año son víctimas cada año por sus presuntos protectores. Podemos sentir la incomodidad de Disney ante ciertos argumentos, una sensación de asfixia ante una polémica que no parece ir a ninguna parte a pesar de la descomunal cantidad de evidencias de que la ausencia de controles en la posesión de armas es irresponsable y muy peligrosa.
En el seno del mismo Festival de Tribeca se exhibió el impactante, aunque hasta cierto punto fallido documental, Cartel Land, el debut en largometraje de Matthew Heineman, en el cual se muestran dos ejemplos de individuos que deciden armarse para confrontar a un enemigo. Por un lado nos presenta el aumento de violencia provocada por la presencia de los carteles de drogas en el estado mexicano de Michoacán y la eventual respuesta ciudadana de quienes se organizan en brigadas de autodefensa, en particular bajo el mando del ahora famoso y preso Doctor José Manuel Mireles. Por el otro está un grupo de vigilantes, Arizona Border Recon, que como otras organizaciones se han autonombrado protectores de la frontera, comandados por un veterano militar y ex trabajador de la construcción, Tim “Nailer” Foley. La motivación inicial de Nailer fue sentirse desplazado del mundo laboral ya que los empleadores preferían contratar inmigrantes ilegales a los que podían pagar menos y con los que no tenían prácticamente ninguna responsabilidad. Nailer y Mireles se presentan como individuos empujados a la acción por la ineficiencia de sus gobiernos; ciudadanos hartos de abusos, corrupción e incompetencia que deciden tomar las armas para defenderse, proteger a los suyos y a su país.
A pesar de las aparentes similitudes en sus causas, el cineasta busca una narrativa en sus inmensos contrastes. La cinta comienza con un grupo de hombres cocinando metanfetamina en algún lugar de la sierra michoacana; uno de ellos admite entender el daño que están causando especialmente al norte de la frontera, pero asegura que lo hacen por necesidad y si no fueran ellos sería alguien más. Y esta es la tesis con la que Heineman justifica los paralelismos y presenta estos conflictos como dos frentes en la guerra contra las drogas. Lamentablemente para su filme, queda claro muy pronto que sus luchas no podrían ser más diferentes. Mientras en Michoacán la lucha es por la supervivencia, las estrategias de Nailer y su grupo hacen pensar en fanáticos ociosos que juegan a la guerrita armados hasta los dientes para confrontar principalmente a hombres y mujeres mexicanos y centroamericanos, desarmados, exhaustos, deshidratados y muy asustados. Por supuesto que existe el riesgo de que los vigilantes se enfrenten cara a cara con sicarios asesinos con armas automáticas pero eso no sucede en cámara y el propio Nailer no parece haber tenido una experiencia semejante. La desproporción de fuerzas es obscena e innecesaria en prácticamente todos los encuentros. Entretanto en México se demuestra rápidamente que un grupo de “buenas personas” armado que se enfrenta a otro grupo armado de “malas personas” eventualmente se vuelve tan malo como sus enemigos, se entrega a la intimidación, a arreglar viejas cuentas, a saquear, secuestrar, torturar y asesinar.
Realizar un filme anti armas convencional es a estas alturas inútil, es predicar para los convertidos, de ahí que la presencia de Schenck en Armor of Light agregue un nivel extraordinario de controversia al debate. Disney tiene esperanzas de que su filme abra canales de diálogo que tarde o temprano lleven a la cordura. Mientras tanto la única certeza son las cifras y el hecho de que las armas no matan a la gente, la gente con armas mata a la gente, a un ritmo de 100,000 víctimas al año tan sólo en los Estados Unidos.
Naief Yehya es narrador, periodista y crítico cultural. Es autor de Pornocultura, el espectro de la violencia sexualizada en los medios (Planeta, 2013) y de la colección de cuentos Rebanadas (DGP-Conaculta, 2012). Es columnista de Literal y La Jornada Semanal. Twitter: @nyehya
Posted: May 17, 2015 at 9:55 pm