Alguien me llama
Rose Mary Salum
Me levanto, voy arrastrando mis pies sobre la alfombra erizada hasta llegar al espejo que mi padre instaló detrás de la puerta. Allí estoy. Ismael. Ése soy yo. Apenas distingo mi imagen, sigo amodorrado y no logro salir del letargo. Mi madre me llama. Inclino la cabeza con el afán de concentrarme para entender lo que dice. Observo que los ecos de su voz transportan mi nombre: cada una de sus letras va cayendo sobre mi cuerpo. La I se escurre por mi cuello, la S se cuelga de la orilla de la oreja, la M se atora entre el pelo, la A cae escalonada sobre mi nariz, la E rueda por la espalda, la L se desliza a lo largo de mi pecho. Bostezo. Aún puedo ver las imágenes de mi sueño que no acaban de esfumarse por la vigilia. Estoy en un barco que zarpó desde la media noche. Se desliza por las olas que se alebrestan con la brisa de la mañana. Tomo el cepillo de dientes y me lavo la boca. ¡Ismael!, llama de nuevo. Las letras se embarcan en el eco cóncavo de sus exclamaciones y se derraman con las gotas que caen de la regadera. Aún es temprano, tengo sueño, debo apurarme pero me dejo arrullar por el agua. Salgo del baño y veo un buque a la mitad de la recámara que avanza hacia la ventana. El capitán ordena que me suba y cambia el giro del timón que provocará un viraje hacia el sur. Los marineros levantan las velas y uno de ellos gira el mástil. La nave avanza y por momentos salta de una ola a otra. En su camino recorta las crestas y luego las cubre con el cuerpo del navío. En ese vaivén transcurre parte de la mañana hasta que encontramos algunas rocas. El sentido común nos pide esquivarlas y así lo hacemos aunque el cielo amenaza con traer mal tiempo. Unas nubes negras se acomodan sobre nosotros, son tan extensas que cubren al país entero. La lluvia comienza a golpear muy fuerte, es incisiva, como si en lugar de agua cayeran tachuelas del cielo. Ha iniciado un tornado y aunque a bordo se empieza a formar un río inesperado todos siguen tratando de controlar el curso de la nave. Corro a donde el timón para ayudar al marinero, el agua no deja ver el horizonte y las líneas que definen las figuras humanas se van escurriendo con las gotas gruesas. ¡Ismael!, me llama el capitán, si no te apuras llegaremos tarde a la escuela. Regreso a donde están los tripulantes para continuar con mi labor. En el cielo las nubes negras se electrifican; los rayos han comenzado. Cada relámpago alumbra la estancia, la colonia entera. El capitán me dice que no olvide llevarme mi tarea y amenaza con mandarme al calabozo si lo hago esperar más de la cuenta. Uno de los rayos ha caído cerca y viene cargado con racimos de clavos. Algunos marineros, asustados, se llevan las manos a la cara, al pecho, al estómago. El sonido de las olas es sustituido por ruidos feroces. El suelo palpita, las ventanas estallan, los cristales se entierran en las paredes. Nos han atacado, pienso. El capitán asciende por las escaleras, su voz trepida como el piso que lo sostiene, da la orden de salir de inmediato. No espera a que le dé una respuesta o le explique el por qué de mi tardanza. Me toma del brazo y me remolca por la borda. El agua remueve las estructuras y el fuego devora buena parte de la nave. Otra vez se escucha un estruendo. El capitán acelera el paso y me arrastra: no logro seguirlo sin tropezarme. Afuera todo es un infierno, el océano se ha secado, los marineros están tirados por las calles, los árboles se han doblegado, las mujeres gritan, nosotros seguimos corriendo. No sé a dónde nos dirigimos, ni de dónde salen las bombas, los barcos han desaparecido, un mar de gritos se entreteje sobre el pavimento como una red sobre los pescados. Todo se mueve de prisa, nosotros también. Las carreteras se han transformado en túneles negros por donde rodamos. El capitán mira constantemente de un lado al otro. Yo sólo me dejo guiar, parece que vamos a casa de Alberto, pero no estoy seguro, no distingo el camino, no entiendo qué le ha sucedido a nuestra nave, al resto de la tripulación, al océano, a las mujeres que aúllan, a las calles, a las casas, al vecindario entero. El impulso que surge de otra bomba nos avienta al cemento, mis piernas ya no responden, miro el suelo, está húmedo, hay charcos, quizá sea el océano que busca su regreso. Tomo un poco de agua para calmar mi lengua empanizada de sal. Alguien me debe estar llamando porque veo mi nombre buscando derramarse otra vez sobre mi cuerpo, pero me cuesta trabajo levantar la mirada. Hay un dolor muy intenso allá abajo en mis piernas. Una embarcación gigantesca ha encallado sobre ellas. El dolor comienza a volverse insoportable, es como si todos los navegantes de otro país descendieran con un serrucho y lo mecieran sobre mis muslos. El capitán, ¿en dónde está? —hay humo. Le hablo, lo busco, pero no aparece. ¡Ismael! Me gritan, porque veo venir las letras de mi nombre transportadas sobre una ráfaga de fuego. Una parte de la m se ha incinerado dejando sólo una r en su lugar. Intento moverme para que no desciendan calcinadas por mi espalda, para que logren esquivar las balas. No puedo, estoy paralizado.
Israel.
Ése no soy yo.
Posted: April 15, 2012 at 5:46 pm