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La Primera Comunión (fragmentos)

La Primera Comunión (fragmentos)

Adolfo Castañón

Hice la Primera Comunión sin pena. Hubo una fiestecita infantil. Se comieron tamales —hayacas mexicanas— y aguas frescas. Estrené un traje nuevo, que me duraría poco, pues iba creciendo como la luz al amanecer. Ya no volví a comulgar más que de cuando en cuando. Sólo lo hacía por darle gusto a mi abuela que –como decía mi padre– era una señora “muy persignada”. Precisamente ella fue la que nos enseñó. Había dos formas de hacerlo: una, trazando la cruz sobre la frente con la mano derecha y, otra, dibujando la cruz desde la cabeza hasta el pecho. Más tarde —con los gnósticos— aprendí que había una tercera, delineando la cruz desde la cabeza hasta el sexo.

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Hace años el poeta José Luis Rivas me pidió que aceptase ser padrino de bautizo de su hijo al que se impondría el nombre de Juan. Cuando nos encontrábamos ante la pila bautismal, mis lágrimas cayeron sobre el niño. A través de ese acto, en apariencia sencillo, ese cuerpo estaba recibiendo el nombre de Juan al mismo tiempo que el agua bautismal y todo el peso de la civilización cristiana y, si bien era “salvado” de una condición entre vegetal o mineral, era arrancado de ese espacio de la posibilidad pura, de la virtualidad radical como sería el limbo, lugar donde podría o tendría que convivir con todos aquellos pueblos y con todos los pensadores y aun hombres de bien que no conocieron la Buena Nueva cristiana como los antiguos fenicios, Virgilio, Heráclito y muchos otros. El ahijado no sólo estaba recibiendo el nombre de Juan sino la posibilidad o la obligación, la necesidad de pertenecer a ese “pueblo universal”, “pueblo de pueblos”, que puede recibir la Buena Noticia de la existencia de Jesús el Cristo, personaje alrededor de cuya fecha de nacimiento gravita y se ordena el calendario y la historia de la civilización cristiana— occidental, dominante en medio mundo. Entre los japoneses no se celebra la Navidad.

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Los sacramentos son actos enteramente simbólicos, son ritos, ceremonias que ponen en movimiento energías, no por inmateriales menos reales. Esas energías, sobra decirlo, imantan y vertebran el cuerpo social a través de una institución como la familia que se construye a la sombra del sacramento del matrimonio que tiene por objeto que los contrayentes “vivan entre sí pacíficamente y críen hijos para el cielo”. (Cf. Ripalda)

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Los catecismos no precisan la edad en que puede recibirse la Primera Comunión. Dice Ripalda: “El sujeto capaz de recibir este sacramento es todo hombre o mujer bautizados, que tengan uso de razón y hayan llegado a los años de discreción”. En la época de Ripalda no se admitía que los niños comulgaran antes de los doce años, y entre protestantes franceses la primera comunión se reserva a los que llegan a la edad adulta.

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Hice la Primera Comunión a los diez años. Aunque mi padre era librepensador, había sido bautizado y se había unido a mi madre tanto por un contrato civil como en una ceremonia religiosa. No eran muy practicantes pero celebraban la Navidad y sus fiestas, respetaban los rituales de la Semana Santa —por ejemplo, el de la visita a las Siete Casas—, pero no nos llevaban a misa los domingos, aunque sí íbamos a visitar iglesias coloniales en los alrededores de la ciudad de México el séptimo día de cada semana. Esas visitas tenían más bien carácter cultural y durante ellas mi padre nos instruía a mi hermana y a mí sobre los principios edilicios de la arquitectura religiosa colonial: qué era un atrio, un arquitrabe, un claustro, una bóveda o un coro. A veces, la visita a las iglesias coloniales era sustituida por excursiones a las pirámides para familiarizarnos con los principios activos en la construcción de los centros ceremoniales prehispánicos. En mi mente infantil esos paseos dominicales eran como una prolongación de la escuela y de los deberes escolares que yo asumía con entusiasmo y dedicación, tanto mayores cuanto más sencillas me parecían las exigencias de los maestros.

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Tomé el curso previo a la Primera Comunión con sumisa alegría. La obediencia era para mí una fuente de gozo. Aprendí con desenvoltura deportiva las oraciones principales: Padre Nuestro, Dios te salve María, el Credo me sonaban bien, y creía entenderlos (el auto-engaño y la falsa fe van de la mano). También, por supuesto, me aprendí de corrido los Diez Mandamientos aunque, de nuevo, no entendiera lo que significaban: salvo lo de no robarás y no matarás, me parecían en verdad enigmáticos: ¿qué quería decir aquello de “Amar a Dios sobre todas las cosas”? ¿Cuál era la diferencia entre “no hurtar” y “no codiciar bienes ajenos”? ¿Cómo “santificar las fiestas” (Tercer Mandamiento)? ¿Qué quería decir “honrar padre y madre” y sobre todo a qué se refería con “no fornicar”?, y así sucesivamente. Me guardaba mis preguntas, y me consagraba —eso quería pensar— a lo mío: repetir como loro de feria y dejar a los adultos tranquilos con la representación de mi memoria.

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Se haría la Primera Comunión. Se daría una pequeña fiesta, me comprarían mi primer traje de persona mayor, me pondría mi primera corbata y me comprarían zapatos nuevos. La ceremonia me recordaba la obligación futura del servicio militar que terminaría declinando por una leve deformación de los llamados pies planos.

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Conforme se acercaba la fecha de la comunión inaugural, me empecé a poner nervioso. ¿Qué significaba realmente todo aquello? ¿Qué podía o debía confesar, además de las travesuras con que fastidiaba para distraerme? ¿Por qué si inventar cuentos e historias era algo tan divertido resultaba que no había que decir mentiras ni levantar falsos testimonios?

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La víspera de la Primera Comunión, le confesé al sacerdote una serie de pequeñas travesuras, unas inventadas y otras reales y, al final, rematé: “He mentido”. El hombre de la sotana no le quiso dar importancia a mi autodenuncia, y me recetó una medicina que me pareció inocua: rezar tres padres nuestros, tres aves marías y tres credos. Los recité de corrido sin saber muy bien lo que hacía. Me tardaría mucho en saber qué significaba orar.

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“La cabeza del sacerdote se inclina profundamente mientras tiene en sus manos la sagrada forma, la fina blanca oblea. Ya no habla por sí mismo ni por los demás. Ahora es el propio Cristo quien utiliza las manos y la voz de ese hombre para renovar su acto supremo de amor en el sacrificio redentor. Porque éste es mi cuerpo. No hay cambio alguno perceptible. Sin embargo eso tan pequeño, blanco y redondo en su apariencia, tan frágil y delgado como un papel se ha convertido en el Cuerpo de Cristo. La voz de la Víctima, a través del oficiante, habla de nuevo. Porque éste es el cáliz de mi sangre, del nuevo y eterno testamento. Sólo el sacerdote ve el contenido de la copa, pero no ve sino un líquido obscuro y rojo, que tiene el sabor del vino. Y sin embargo, por el ‘misterio de la fe’, esa es la sangre salvadora, que será derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados” (Richard Butler, La vida y el mundo de Jorge Santayana).

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Las iglesias siempre me parecieron construidas como teatros. Pero, ¿qué se representaba en su escenario? Lo que ahí se escenifica no es fácil de expresar: es el “milagro” o el proceso, si se quiere, por el cual, durante la liturgia de la misa (encubierto por la tersa y tensa palabra “eucaristía”) se transmuta el cuerpo y la sangre de Cristo en pan y en vino. Este juego de palabras muy fácil de realizar en la mesa de trucos del lenguaje, pero ¿es verdad que es un hueso duro de roer para el perro de la conciencia racional. ¡Cuidado con el perro!, advertía en Pompeya un mosaico que sobrevivió a la explosión del Vesuvio: Cave canem. ¿Será cierto que hay que tener cuidado con el perro de la conciencia racional? ¿Será verdad que el cristiano viejo debe decir al joven: no se vaya a romper los dientes por querer rumiar lo que no se puede: el hueso de la fe?

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Cuando estaba por hacer la Primera Comunión, tenía ganas de ser monaguillo. No digo deseos sino ganas, que es algo más físico e imperioso. Me atraía poderosamente la idea de ponerme una sotanita roja y una cota blanca, y, vestido así, acompañar en el oficio de la misa a un sacerdote. Imaginaba que, al cambiar de vestido, cambiaría de personalidad, lo mismo que un hombre que viene de la calle y que entra a la sacristía puede transformarse, casi diría transfigurarse, en sacerdote.

Vagamente pensaba que con la comunión podía suceder lo mismo: el hombre interior, el niño que estaba dentro de mí, al recibir la comunión se transformaría, se pondría un uniforme celestial por dentro de la piel. Gracias a mi padre, escéptico y librepensador, no se me cumplieron aquellas ganas —como digo casi físicas— de acceder a ese espacio teatral de los asuntos litúrgicos. “Son asuntos de gente reaccionaria —me dijo—, mejor ponte a leer otras cosas…”

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El retrato del niño que se prepara para hacer su Primera Comunión es un sol que, al proyectarse sobre el charco de la mente, produce estos reflejos, palabras que son espejos.

De la mañana al resplandor incierto,
el órgano eleva sus cantares,
te he visto comulgar entre azahares
de la iglesia en el ángulo desierto.

Ramón López Velarde


Posted: April 9, 2012 at 3:43 am

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