El ruido de la música
Francisco Hinojosa
Mi historia con el ruido es larga. Empieza en Barcelona. En julio de 1979 estuve de visita con algunos amigos. Una noche, hacia la una de la mañana, pegué una sonora carcajada en plena calle por cualquier motivo. Mis anfitriones catalanes, al unísono, me callaron: hay gente que está durmiendo, me dijeron. Tuve que tragarme el entusiasmo y aceptar el regaño. A partir de entonces sé que las personas tienen derecho de dormir, a pesar de que ese derecho me haya sido negado en muy repetidas ocasiones.
En Cuernavaca, Morelos, viví en uno de los pueblos que la conforman, Santa María Ahuacatitlán, al lado de una familia ruidosa: uno de los hermanos se dedicaba a componer y desarmar coches –supongo que muchos de ellos robados– a golpe de martillos, sierras, taladros y licuadoras, acompañado por el estruendo de los cohetes que durante todo el año festejan hasta lo infestejable. Los otros tres hermanos decidieron un buen día mejorar sus ingresos armando un grupo musical y ensayando todos los días con una batería –seguramente de cocina–, un bajo y una guitarra. Los sonidos que emanaban de tales instrumentos, aunados al de las cuerdas vocales de alguno de ellos, resultaban menos armónicos que los surgidos de taller mecánico. Nunca supe si alguien se atrevió a contratarlos para amenizar una fiesta. Lo que sí sé es que me era imposible concentrarme para escribir mientras ellos jugaban a convertirse en estrellas. La negociación iba a ser complicada. Aún así me armé de valor y los cité para conversar acerca de la situación que a ellos los tenía sin preocupación alguna. Yo vivo de mi trabajo, argumenté, y para hacerlo necesito al menos de un rato de silencio. Al igual que ustedes –traté de convencerlos con algo que nos convirtiera momentáneamente en pares– necesito mantener a mi familia. Les propongo unas horas de tregua, las de la mañana. Por la tarde ensayen todo lo que quieran, pero denme chance. Su respuesta fue de índole tecnológica: ponga dobles vidrios en sus ventanas. Por supuesto que su idea no era aplicable a la cercanía y a la potencia de sus amplificadores de sonido. No estuvo presente en la reunión una de las esposas del nuevo grupo, que decidió un buen día amenizar sus mañanas con ¡Las Ardillitas! Envidio a quien no haya escuchado esa tortura auditiva creada por Lalo Guerrero, un cantautor por otra parte con gran sentido del humor. ¡¡¡Las Ardillitas!!! No existe otra cosa en el planeta Tierra más desagradable e inhóspita que eso –ni Cepillín, El Charro Avitia o un probable kareoke a dúo entre Vicente Fox y Chabelo. Nuevamente tuve que entrar a la negociación con mis vecinos que, machos a fin de cuentas, le exigieron a la mujer controlar el volumen de su reventón matinal con tal de congraciarse conmigo.
El otro lado de mi casa en Santa María Ahuacatitlán fue rentado por una familia para pasar los fines de semana. Casualmente ambos vecinos compartían el mismo apellido, aunque con actividades distintas: los unos mecánicos y aspirantes a músicos, los otros periodistas. Resultaron ser un nuevo tormento: unas vacaciones sin música no son vacaciones y unas vacaciones sin mariachi mucho menos. Y el volumen de la fiesta tiene que estar a la altura. Cualquier ruido es ruido, pero para mí el ruido de la música ranchera se potencia. Mi mayor pesadilla es tener a Javier Solís o a Vicente Fernánez cantándome al oído. Y así tuve a mis nuevos vecinos y bocinas. De una manera por demás educada llamé a su puerta para pedir que le bajaran al volumen. Me vieron y oyeron como si fuera un alebrije que les hablaba en swahili. Le bajaron dos decibeles a su desmadre ese día. Al siguiente le subieron cuatro. Mi segunda visita fue recibida con una amenaza: si les volvía a dirigir la palabra –ya no digamos a hacerles un reclamo– me partirían la madre. Un día, en la desespera, les dejé un cassette con Cri-cri a todo volumen –si se le puede llamar volumen alto al aparato que tenía conmigo– mientras salía a la calle. No hubo consecuencia alguna.
Me cambié de casa, aunque no de pueblo, unas cuatro o cinco cuadras más arriba, creyendo que otras serían las cosas si también cambiaba de vecinos. Mas, oh, todo era susceptible de empeorar. En la división político-administrativa de Cuernavaca, a Santa María le corresponde una ayudantía municipal que recauda cuotas de agua y hace las veces, en algunos aspectos, de lo que en la Ciudad de México son las delegaciones. Y tiene por supuesto un sitio de operaciones, con escaso personal, escritorios, basureros y dos computadoras de nueva generación de los años noventas. Y un gran patio que en ese entonces se rentaba al mejor postor para hacer las grandes fiestas-discoteque que el pueblo merecía según usos y costumbres. Las empresas contratadas para instalar y operar el sonido contaban con bocinas lo suficientemente potentes como para que cualquiera, a cinco kilómetros a la redonda, se enterara del reventón. No sé que era más insoportable: el volumen o la selección de “música” que ofrecían. Los vidrios de mi casa, a ochocientos metros del epicentro, se resistían a caer bajo los golpes de metralla sonora. Le escribí una carta al gobernador, con copias al alcalde y al ayudante municipal, cobijado por el derecho de respuesta del artículo 8 de la Constitución. Por supuesto nunca me contestaron. En una de esas noches de domingo –más bien de lunes por la madrugada– conseguí el teléfono del susodicho ayudante y le reclamé el uso que le daba a instalaciones oficiales para hacerse de algunos billetes. Así es la vida, me dijo, y me mandó al diablo con el argumento, muy morelense, de que yo no podía reclamar nada si no había nacido allí.
En Santa María se mide el nivel de pobreza inversamente a la capacidad de pago que se tiene para hacer una fiesta de primera comunión, término de la primaria o boda. Las deudas de los padres y abuelos se incrementan sustancialmente cuando Jazmín Yoceline celebra sus quince años. Y el gran salón para hacerlo es la calle que, con permiso de la ayudantía municipal, se cierra a la circulación sin importar si tu casa está en medio. Casi siempre los vecinos no solo me avisaban de las celebraciones en puerta sino que también me invitaban a formar parte de los invitados. Agradecía la invitación y aun más la advertencia para buscar una excusa y salir un par de días de Cuernavaca.
Estar en el área de dominio de los spring breakers es también una tortura. Los jóvenes estadounidenses que no pueden ingerir bebidas alcohólicas en sus lugares de residencia, vienen a diversas playas de México a reventarse hasta la guacareada, la taquicardia y el desmayo. Van llegando de a uno en uno o en grupos a los hoteles a distintas horas de la madrugada. Siempre con ganas de meterse a la alberca y gritar para anunciar que ya llegaron. Nada que hacer con la administración del hotel: tienen los cuartos llenos de spring breakers para su beneficio. Ante eso, una vez en Mazatlán tomé mi propia venganza. Iba anotando los cuartos en los que se metían cada uno de ellos. Hacia las siete de la mañana marqué el número de teléfono de cada habitación para despertarlos: “Hi, Bob. How are you?”
En la Ciudad de México la tortura auditiva proviene de distintas fuentes, que van desde los vehículos de motor –con énfasis en las motocicletas repartidoras–, los claxons, las sirenas, los organilleros, los vendedores-compradores de tamales o colchones, refrigeradores, estufas y algo de fierro viejo, hasta la generada en antros y casas particulares. Esta última me ha hecho perder noches completas de sueño y me ha llenado de impotencia. Ciertamente he pedido auxilio a Protección Civil, que envía una patrulla que conmina amablemente a los festejantes a controlar el volumen de sus bocinas debido a que los vecinos se han quejado. La respuesta, en las tres ocasiones en las que me ha sucedido, es que los ruidosos dicen que pueden hacer en sus humildes hogares lo que se les pegue la regalada gana. Y como muestra nos regalan unos cuantos decibeles más. En el caso de los locales comerciales, los quejosos pueden levantar una demanda las 24 horas del día. Deberá acudir un inspector de la Procuraduría Ambiental y del Ordenamiento Territorial, medir desde el punto de origen de la queja los decibeles y, si transgreden la norma, imponer una multa e incluso un arresto. No sucede lo mismo si el ruido proviene de una casa habitación. En ese caso deberá hacerse una demanda ante un juzgado de lo civil para lograr un acuerdo.
Sin embargo, estas últimas medidas, en caso de aplicarse, no son capaces de combatir la alta contaminación auditiva porque el problema de fondo no está en castigar al trangresor, sino en la falta de cultura urbana del mexicano y quizás también en su sordera. Muy lejos estamos de pedirla a alguien que no se eche una estruendosa carcajada en la calle por la noche.
Francisco Hinojosa es poeta, narrador y editor. Es autor y antologador de más de cincuenta libros y columnista en Literal. Su twitter es @panchohinojosah
Posted: February 2, 2016 at 11:42 pm
Es un gran alivio encontrar a alguien que piensa como uno mismo. Es cierto que a veces se descubre el mundo a través de los ojos de un escritor que piensa como nosotros