Adela abre los ojos
Daniela Becerra
Las diez de la mañana y la habitación aún obscura. El sonido de la alarma no ha fragmentado la quietud. Nadie la ha llamado en días. O sí, la ha llamado su madre mil veces. En cualquier momento mandará a la policía y tirarán la puerta. No quiere abrir los ojos, que el mundo permanezca lejos. Apenas quiere respirar para no compartir su oxígeno. Todo por culpa de un beso. Un beso para borrar la ignorancia. Un beso para mitigar el anhelo. Y el beso se transformó en caricias, y las caricias en esta ocupación contradictoria.
No come, ni siquiera ha ido a la farmacia, como si permanecer inmóvil detuviera el tiempo. Los pensamientos son estrepitosos, empujan, se agolpan, no se detienen. De pronto, otra vez el timbre del teléfono, los mensajes de su madre se suceden unos a otros. Pone el teléfono en silencio. Al ignorarlo, los minutos permanecen suspendidos. Ni siquiera escucha el ruido de la ciudad.
¿Cómo explicarle a sus hermanos? No se atreve a encender la luz para no iluminar la habitación y ver el gesto acusatorio de las fotos familiares, la cama estrecha, el uniforme del colegio en el perchero. ¿Qué le dirá a su familia? Su primer verano sola. No pudo acompañarlos a la playa porque se quedó a hacer un curso de cálculo del colegio. Aquella noche mientras su familia miraba las estrellas en algún balcón, ella se encontraba en un bar con algunos compañeros del colegio. Era la única de la clase que nunca había besado a un chico así que cuando Marco, olor a cacahuates y cerveza, se acercó, ella le sonrió.
Recuerda las historias de su mamá, las declaraciones de amor, las largas cartas como vestigios arqueológicos. Ahora la danza se da en torno a likes. Marco tiene confianza, le gustan todas sus selfies en Instagram. Te ves muy guapa en la foto del bikini rojo. Siempre es tímido, las palabras se reducen a los comentarios en redes sociales. Nunca se habían mirado a los ojos ni se mirarán. ¿Podrán hablarse sin likes y retuits? Lo intentan pero las voces se les atoran. Quizá no importe, piensa ella. Él se acerca. ¿Dónde acomodar las manos? Piensa él. La piel pegajosa, los labios que se rozan y de pronto las lenguas enredadas, los dedos sin guía. Adela sintió que le faltó el aire, no supo dónde poner la nariz o esconder la lengua, cerrar o no los labios. Su aliento le quemó, demasiado calor. La lengua ajena la invadió. Se quedó quieta del susto. No se movió. Debía de haber algo más. Se concentró y esperó a que el mundo girase, que el vértigo la asaltara. La magia no se coló entre el olor a excusado tapado y el aliento a cerveza rancia. Alguien golpeaba la puerta, sonaba el agua de los retretes al escapar, las sirenas de las patrullas, las risas lejanas de otros chicos, la música demasiado alta. La garganta le quemó, le dio vergüenza esa náusea que trepaba. ¿Dónde estaría la emoción? La voz de Marco interrumpió el proyecto de beso. ¿Quieres que siga? Las frases que no existían en tiempos de sus padres. Sí, respondió ella para ingresar al mundo de las mujeres, de las adultas, de las que andan en tacones y se pintan los labios de rojo, de las que beben cerveza y pasan la noche lejos de casa. Marco recordó las escenas que había visto tantas veces por internet para verse fuerte, simular experiencia, aunque en realidad lo gobernó la ansiedad y las manos no dejaron de sudarle.
Y al otro día, Adela entre los vodkas que nunca antes había bebido, la saliva ajena y el estrépito de la música que ahora permanecía como un silbido, no pudo levantarse hasta el mediodía. La presión de los dedos de él aún en su cuerpo. Las voces de sus padres, los embarazos, las enfermedades, los males de amor: debió haber dicho detente. Porque algo ha pasado. Tuvo que haber parado. Le duele el cuerpo. Se siente acosada. Está segura que hay otro par de ojos dentro de ella. Otro par de oídos. Alguien escucha sus pensamientos. Su vientre no cabrá en el uniforme del colegio. Llora para que las lágrimas le nublen los pensamientos. No comerá para no alimentar al intruso.
Marco sigue dando likes a las fotos, le manda caritas sonrientes y breves mensajitos que ella mira entre sueños. Quiere hablar con alguien, tendrá que aceptar la propuesta de su madre e ir a terapia. Pagar para que la escuchen. Vomitar palabras para escupir al intruso. Los brazos le pesan, hace un intento por alcanzar el celular y buscar tiempos de gestación porque ahora solo le preocupa cómo decírselo a sus padres. Apenas han pasado veinte horas pero no hay duda. La voz de papá se escucha entre sueños, para eso te educamos, no se puede confiar en ti. El teléfono de casa no para de sonar, los mensajes de su familia se acumulan. Los abuelos van en camino. La vecina golpea la puerta.
La pastilla para dormir que ha tomado del botiquín de mamá empieza a hacer efecto, el sopor la envuelve. Duerme con agitación, habla entre sueños, da vueltas y despierta empapada. El tiempo se fragmenta, ahora corre presuroso, la atropella. Cuando despierta no sabe si han pasado quince minutos, dos días o si su vientre ha acumulado ya los nueve meses. Habría perdido la cuenta si no es por el líquido caliente que la avienta de nuevo a su realidad, esa mancha obscura entre las piernas, donde no existe Marco y nadie nunca la ha besado…
Daniela Becerra ha publicado en El Financiero, Reforma, Elle, Harpers Bazaa, además de Amura, Nagari Magazine, la revista Este País y el blog de corredores de El Universal. Fue editora del libro Alcanzando el vuelo. Responsabilidad social en la empresa, editado por CEMEFI y Celanese y de un libro sobre las etnias del Estado de México. Twitter: @danielabr3
Posted: March 1, 2016 at 11:36 pm