Transitar las palabras, residir en el olvido
José Manuel Suárez Noriega
Transitar las palabras, residir en el olvido
José Manuel Suárez Noriega
• Nicolás Cabral: Las moradas (Periférica, Madrid, 2017).
En Las moradas (Periférica, 2017), primera colección de relatos de Nicolás Cabral (Argentina, 1975), nos enfrentamos a nueve relatos que materializan la concepción de lo que hoy se da por llamar transliteratura a partir de una serie de leitmotiv y transgresiones que hacen de estos textos relatos fragmentarios que tematizan desde su indeterminación los problemas acuciantes de nuestra realidad: los abusos de poder, el futuro distópico y la posibilidad de renacer.
Lo trans lo entenderemos como un “a través de”, un “al otro lado de” (diferente del prefijo post que nos habla de un “después de”). En lo trans convive la indeterminación con la especificidad, la ambigüedad, el ayer con el mañana y, sobre todo, el hoy en el que deambulan personajes en proceso de cambio, en un devenir que no se concreta. La transliteratura propia del segundo milenio –y a la que adscribimos Las moradas– es esencialmente rebelde, se desplaza de lo concéntrico a lo marginal, de lo homogéneo a lo heterogéneo; es literatura que aborda las crisis relacionales, morales y políticas. Se trata de textos que van más allá del canon, que transitan los géneros literarios y cuyos personajes son identificados a partir de las crisis que les atraviesan: transexuales, transgéneros, monstruos, seres nómadas, seres mutilados, personajes anónimos en constante huida, individuos ambivalentes, ambiguos, paradójicos, anómicos y claramente indeterminados.
Dos epígrafes introducen los relatos de Cabral: uno de Santa Teresa de Jesús y otro de Jacques Lacan. El primero de ellos nos remite a la obra de 1588 de Teresa de Ávila, Castillo interior –también llamado Las moradas– en la que desarrolla sus ideas místicas sobre el alma, equiparándola con un castillo en el que abundan las moradas, unas más cercanas a lo mundano y otras, las más relevantes, cercanas a la habitación principal donde reside Dios. Si bien Nicolás Cabral le da el mismo título a uno de sus cuentos y a la colección misma, veremos un giro radical al tema de la Santa: no son relatos sobre el alma sino sobre el cuerpo tanto individual como colectivo y, especialmente, sobre el poder de habitar/deshabitar el lenguaje, sucumbir a él o sucumbir al silencio.
Precisamente, aquí es donde el epígrafe de Lacan cobra sentido: “Toda entrada del ser en su morada de palabras supone un margen de olvido…” (9). El leitmotiv que hilvana los nueve relatos es la transición hacia la pérdida y la búsqueda de la palabra, del orden social, de la especificidad del tiempo, el espacio y las jerarquías. Así, cada relato se presenta como una morada en la que atestiguamos transgresiones que no intentan demarcar rupturas con otros textos sino que, por el contrario, buscan tematizar las rupturas al interior de cada habitáculo.
En el primer relato “Las moradas” un hombre narra los días posteriores a la muerte de su padre. Llama la atención la economía narrativa y la ausencia de comas. Las frases son cortas, separadas por puntos como si se tratara de una narración cinematográfica en la que cada oración es una toma. En un espacio indefinido, el narrador nos dice que no queda nadie excepto él y el sonido del silencio: “Con los días aprendí a oír el silencio. Un silbido de fondo. Yo me aburría” (13). Sus días son de búsquedas: sitios donde dormir, ropa interior femenina que va encontrando en las casas abandonadas, latas, frascos, fotografías y jabones. Días de andar a la deriva. Acciones repetitivas que dan cuenta de un ciclo: andar, buscar, encontrar, huir. Los recuerdos se le van borrando conforme realiza su travesía y el miedo aparecía cada vez que el silencio dejaba de escucharse; mas, ¿qué podría romper al silencio si no quedaba vestigio de ninguna presencia excepto la suya?
A diferencia del primer relato, “El cubo” se desborda en una narración de oraciones largas, repetitivas y cargadas de ornamento, supuesta grandilocuencia y figuras retóricas abundantes. Aquí vemos a un hombre obsesionado por un suceso, en apariencia, irrelevante pero que será motor de una búsqueda existencial: “No supe cómo ni cuándo ni por qué la infame mancha de humedad se aposentó en una esquina de mi pulcro y blanquísimo cuarto […]” (23). La transgresión al espacio “pulcro y blanquísimo”, la ruptura de una armonía que conlleva una investigación minuciosa y absurda sobre el origen de la mancha de humedad pues, de no hallar explicación las consecuencias serían catastróficas debido al “[…] gravísimo problema de humedad que no sólo atentaba contra mi réplica del orden universal sino también contra mi salud futura que al deteriorarse podría conducirme incluso a la extinción” (31). La narración en monólogo interior es claustrofóbica, tanto como la solución que encontrará el narrador para restituir su paraíso perdido.
Un hombre desnudo enjaulado, un par de guardias que lo vigilan y que accionan un botón que libera una descarga si el hombre canta. Estos son los elementos básicos de “La pajarera”, relato que recrea las acciones brutales del poder y de quienes siguen, al pie de la letra, lo estipulado por los manuales de la opresión. Este relato incorpora dos fragmentos de “Los cantares de Pisa” (1948) de Ezra Pound. El hombre que canta en la pajarera es una referencia a Pound quien fue arrestado en 1945 y entregado a las tropas norteamericanas para ser encerrado en una jaula al aire libre en uno de los Disciplinary Training Centres que se habían establecido en Italia. Este relato nos recuerda el poder de la palabra del poeta, del canto libre que se ve como amenaza al poder.
En el relato “La palabra”, se presenta a un policía criminalista interesado en escribir un libro y cuya rutina policial inicia con la investigación sobre la extraña muerte (¿suicidio?) del profesor B. quien se hallaba en la búsqueda de una palabra que sería dicha por el último de los hombres y que, al enunciarla, marcaría el fin de la existencia. El narrador se obsesionará en la búsqueda y en el dilema de pronunciar lo impronunciable, de haber encontrado algo hermoso y monstruoso a la vez.
La misma obsesión por el lenguaje, por las palabras y las preguntas retóricas la hallamos en otros relatos: “Ausencia”, “En la penumbra” y “Cierto lugar”.
El primero de ellos retoma el claustrofóbico espacio cerrado de una habitación en la que un hombre contempla el cielo raso y se pregunta, tumbado en la cama dónde estará su mujer, llegando al punto de dudar si alguna vez esa mujer estuvo con él. Abundan las reticencias, las preguntas retóricas, las autocorrecciones, haciéndonos desconfiar de la verborrea que anega la claridad de la palabra.
Los otros dos relatos tienen en común la ausencia de referentes espaciales y temporales, la presencia de grupos humanos que dependen de poderes externos: ya sean voces que dan órdenes desde la oscuridad, o entidades que prometieron regresar algún día. “En la penumbra” está narrado a partir de treinta y cinco fragmentos numerados y “Cierto lugar” carece de mayúsculas y de signos de puntuación, mismos que son sustituidos por espacios entre las palabras. Aquí volvemos a encontrar cómo el silencio es rasgado por la palabra; pero a diferencia del primer relato de la colección, en “Cierto lugar” hallamos una comunidad fundacional que va desarrollando un lenguaje que designa poco a poco lo que esta primigenia civilización va descubriendo. A la par, conforme las palabras van siendo creadas, estos seres comienzan a erguirse y a imaginar un futuro en el que construirán habitaciones (¿moradas?) con ventanas por las que se colará el viento: “el viento nos agita el sol quema nuestros rostros luz (por todos lados) mojarse en el riachuelo descansar tirarse en el pasto oír a los insectos todo mientras llega el momento habrá que comenzar (temprano) las piedras desperdigadas su peso limpiar de arbustos la zona disponer un orden nuevo” (131). En este relato hay un tono esperanzador que contrasta con la pesadumbre de los relatos que le anteceden: “Superficies” y “Cuaderno”, siendo este último diametralmente opuesto a “Cierto lugar” pues, en él se narra la creciente ola de rebeliones lideradas por niños que, atacan para evitar ser exterminados: “…estos niños nacieron en la mierda, es su medio. Nosotros tenemos la memoria de otro tiempo, que ya era una mierda pero no era esto.” (107)
¿Qué hay al otro lado de los relatos trans de Cabral? Hay una universalidad literaria que trasciende fronteras nacionales o literaturas regionales. Son relatos transgresores de la escritura, del lenguaje, cuyos personajes anónimos parecen estancados en una metamorfosis no concluida. Hallamos nulas referencias a espacios geográficos conocidos, limbos de opresión, crueldad, obsesiones; relaciones humanas fragmentarias basadas en el aislamiento, la rebelión, pero también desde la posibilidad de comunión.
Y es este último punto el que mayormente transgrede su propia literatura: a pesar del carácter ambiguo y oscuro de los relatos, la colección cierra con una reflexión quizás demasiado optimista (¿menos fatalista?) para el resto de los cuentos. Pero que nos permite recuperar las palabras del epígrafe de Lacan: entrar a la morada individual de palabras implica algo de olvido. Quizás es necesario olvidar lo que conocemos para comenzar de nuevo, quizás se precise no recordar la Historia para fundar una nueva, erradicar el lenguaje que no funciona para crear una serie de vocablos que sí tengan sentido.
O, quizás, sea el olvido esa última morada que habitaremos cuando no quede un solo vestigio de nosotros sobre la Tierra y no podamos transitar más en ella.
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Posted: August 21, 2017 at 9:21 pm