Viola y mata, que aquí no pasa nada
Ana Clavel
El hallazgo de los restos de Daniela Ramírez, la joven que pidió ayuda a un amigo en la noche del 19 de mayo, a través de Whatsapp, diciendo que el taxista que la llevaba parecía querer secuestrarla, me ha cimbrado. No es que otros crímenes no perturben, pero su joven rostro con el perro en una foto que ha circulado en redes, el hecho de que dejara de estudiar para ayudar a su madre trabajando en una pizzería, el que enviara su ubicación en tiempo real desde el taxi por un rumbo que no era el de su destino, la perplejidad del amigo al no saber cómo ayudarla, un llamado de auxilio que no pudo ser atendido con todo y el uso de las tecnologías ubicuas de internet… todo eso me ha llevado a la desolación y la rabia. También a preguntarme por qué parecen incrementarse los crímenes contra mujeres en plena era del #MeToo y la avanzada por la igualdad de género y los derechos de las mujeres. Entre el año 2000 y el 2014 en el país fueron asesinadas 26,267 mujeres, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Es decir, un promedio de cinco mujeres al día. Además, en quince años la cantidad de homicidios anuales se duplicó al pasar de 1,284 casos a 2,349, según datos reportados en febrero de 2017 por el diario El País. El hecho de que en los primeros cuatro meses del presente año 1,199 mujeres hayan sido brutalmente asesinadas por el hecho de ser mujeres no es una cifra que ominosamente de señales de ir a la baja.
La violencia contra las mujeres ha corrido paralela al grado de barbarie de los pueblos. El episodio del mítico rapto de las sabinas en los albores de la historia romana es una muestra de ello: ante la ausencia de mujeres para procrear descendencia, los súbditos de Rómulo se las arrebataron a la tribu de los sabinos. En tiempos medievales era frecuente la violación y masacre de mujeres y niños como señal de victoria y exterminio por parte de los vencedores, se tratara de godos o hunos, cristianos o musulmanes. En época más reciente, el genocidio de Armenia se ensañó especialmente con las mujeres, a quienes no sólo se violaba sino también se sometía a prácticas denigrantes antes de asesinarlas, como relata la película de Atom Egoyan, Ararat de 2002.
En los terrenos de la literatura la violencia contra las mujeres suele ser focalizada pues la novela y el drama trabajan a partir de personajes. También esa violencia se ve complejizada a través de las circunstancias y la interioridad de los actantes pues toda literatura que no busque sólo la consigna o la corrección política, irá más allá de interpretaciones maniqueas y reduccionistas. Pienso, por ejemplo, en Pedro Páramo y su relación con Susana San Juan y el resto de mujeres a quienes tiraniza, somete y anula, en una reiterada ceremonia del machismo más soterrado que, por supuesto, también lo avasalla a él.
Esa violencia sistémica y estructural llamada patriarcado se manifiesta cada vez más en una literatura reciente. Ahí está la obra póstuma de Roberto Bolaño, 2666, que visibiliza como un cementerio descarnado a las Muertas de Ciudad Juárez, en medio de una trama detectivesca en la que se entrecruzan vida, literatura, historia contemporánea y horror feminicida en una apuesta total. Otra cara de la moneda se encuentra plasmada en la novela de Omar Nieto, Las mujeres matan mejor (Joaquín Mortiz, 2013), en la que se plantea la violencia de mujeres sicarias capaces de las mayores atrocidades en el corrompido mundo del narcotráfico. Por su parte, Rafa Fernández de Castro ficcionaliza en Los objetos en el espejo (Siglo XXI-UNAM, 2018) los entretelones de clase en la violación y muerte de una joven menor de edad a manos de un grupo de adolescentes de familias adineradas, a partir del conocido caso de los Porkys. De las sombras, de Alma Mancilla (Lectorum, 2019), en una vuelta de tuerca sólo posible por la irrupción de una mirada feminista reivindicadora y una capacidad de imaginación literaria poderosa, crea un coro de voces heréticas para someter a escrutinio los actos y desmanes, pensamientos y deseos secretos, del inquisidor Heinrich Kramer (1430-1505), autor del Malleus Maleficarum, conocido como El martillo de las brujas, en el momento de su agonía.
Todo indica que el mapa literario de la narrativa sobre violencia de género seguirá en expansión, en la medida en que la realidad criminal feminicida siga acosándonos e irrumpiendo cada vez con mayor frecuencia en nuestras vidas. Nada parece detenerla. Hace poco trabajaba yo una novela sobre los laberintos del corazón. De pronto, a medio camino de la escritura, la realidad me atropelló: a unos pasos de mi casa apareció el cuerpo enmaletado de una mujer, la valija fue abandonada en los andenes del Metro y una cámara de video captó el recorrido del “macabro maletero” que la llevó hasta ahí, como calificó la noticia un portal de información. Aunque la novela iba para otra parte, esa noticia me hirió a tal grado que tuve que recrear la voz de la joven ultimada, y trabajarla a nivel de ficción con la contradictoria premisa de “pierde la vida, pero no muere”. Y en un giro de tuerca inesperado para mí misma, desarrollar también la voz mayestática, avasalladora, delirante del sicario que la desmiembra como Coyolxauhqui contemporánea. El tema de mi Breve tratado del corazón, que era el del corazón existencial y filosófico, de pronto registró también los avatares del corazón violento de nuestros días.
Ya se sabe: la literatura y el arte a través de sus recursos metafóricos y de imaginación creadora nos permiten in-corporar la realidad por más absurda, caótica o terrible que esta sea, narrativas que le dan cierta causalidad a un mundo sin lógica ni sentido, que nos permiten reconfigurar lo ininteligible. Pero en los terrenos de lo real y lo concreto, el rostro de Daniela Ramírez, con sus ojos inmensos, los labios ocultos en un beso eterno al perro con el que sale en la foto de las redes, me persigue al escribir estas líneas. Las campañas de concientización sobre la puesta en escena de la masculinidad más cruel que conocemos como machismo, el respeto a la vida y a la diferencia, toda una labor de reeducación para hombres y también para mujeres, sí, sin duda todo eso es una tarea titánica que ya está en marcha. Pero ¿qué hay de aquel que situado y sitiado por su pulsión primaria, mira a una joven y la oportunidad de saciarse a la fuerza, y sabe que no tendrá que pagar consecuencia alguna?
Desde los tiempos en que un criminal como el Negro Durazo presidió la Policía y tuvimos que defendernos de quienes debían protegernos, desde que un presidente como Salinas nos mostró que se puede ser delincuente a gran escala sin que nadie te pida cuentas… Conste que sólo menciono casos de hombres de “bien”, de servidor público y mandatario a quienes les fue conferida la tarea de mantener el orden y velar por la nación; hablar de los hombres del crimen, como ejemplos del mal, sería tautológico y predecible. Pero viniendo de quienes pervierten el sentido del bien para el que fueron elegidos… Si sumamos la reiterada falta de justicia y la indiferencia de las autoridades, las lecciones que la impunidad le receta a todo aquel que se sitúa ante la posibilidad de cometer una transgresión criminal son claras. Un fragor ensordece cualquier reparo, una voz que habla desde el imperativo de la voracidad y urgencia del instinto: “Viola, roba, mata… que aquí no pasa nada”.
Ana V. Clavel es escritora e investigadora. Ha obtenido diversos reconocimientos como el Premio Nacional de Cuento Gilberto Owen 1991 por su obra Amorosos de Atar y el Premio de Novela Corta Juan Rulfo 2005 de Radio Francia Internacional, por su obra Las violetas son flores del deseo (2007). Es autora de Territorio Lolita, Ensayo sobre las ninfas (2017), El amor es hambre (2015), El dibujante de sombras (2009) y Las ninfas a veces sonríen (2013), entre otros. Su Twitter es @anaclavel99
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Posted: July 28, 2019 at 4:19 pm