En recuerdo de José Luis Bobadilla (1974-2019)
Alejandro Badillo
Conocí a José Luis Bobadilla una mañana de noviembre de hace diez años. Los dos acabábamos de publicar nuestros libros en el Fondo Editorial Tierra Adentro. Él era autor del poemario Las máquinas simples y yo de mi libro de cuentos Ella sigue dormida. Dentro de las actividades destinadas a los autores programaban salidas a festivales en varios estados del país. Por azares del destino y, por supuesto, gracias a la mano mágica de Mónica Nepote, directora del programa en aquel entonces, coincidí con José Luis en una de aquellas presentaciones.
José Luis llegó un poco apresurado a las oficinas de Tierra Adentro y, después de presentarnos, emprendimos en auto el viaje a Taxco. Desde los primeros minutos se estableció una camaradería que se prolongaría durante varios años y que sólo se interrumpió con su muerte. En todo el camino no paramos de hablar de libros y autores teniendo como único testigo al chofer. Referencias iban y venían. El tiempo parecía que se había ido a otra parte. Ya en Taxco, al final de la presentación de mi libro, el chofer –que estaba entre el público– pidió la palabra y confesó que nunca había escuchado una plática tan intensa entre los autores que había trasladado a lo largo de varios años. Poco después, en la misma ciudad, una maestra de escuela fungió como presentadora del poemario de José Luis. Sin mayor experiencia en la materia, pero con mucha voluntad, la maestra tomaba al azar algunos versos y los trataba de relacionar con la personalidad del autor: el gusto por ciertos colores, la afición por los árboles, las huellas, el ruido del viento, la tierra revuelta. Él sonrió porque, de alguna manera, su interlocutora había dado en el blanco. Minutos más tarde, ante un auditorio compuesto por adolescentes, explicó por qué es importante la poesía. Dijo que el lenguaje que usamos todos los días podía desdoblarse y adquirir diversos sentidos según el contexto. También dijo que las palabras pueden entenderse de forma diferente si las pensamos con calma, lejos del ruido cotidiano de nuestras vidas. Siempre lo caracterizó la capacidad para aterrizar lo profundo. No se dejaba enganchar por las apariencias y sabía observar –como cualquier buen escritor– lo fundamental de las cosas.
Con el paso del tiempo llegaron más encuentros con José Luis y, poco a poco, fui entendiendo su apuesta literaria. Me regaló muchos números de la revista El Poeta y su Trabajo y ejemplares de los libros que publicaba con sus amigos en la editorial Mangos de Hacha. Me llevó al departamento del poeta argentino Hugo Gola, quien se había convertido en una especie de guía espiritual para él. Inspirado por su maestro y por algunos autores de cabecera –Olson, Creeley, Snyder, Oppen, entre tantos otros–, intentaba comunicar con la poesía los misterios de la experiencia humana. Él no buscaba la frase explosiva o la retórica elaborada. Iba al encuentro con las palabras simples, ideas desnudas vistas a través de un lente que las hace más espesas y contundentes. La apuesta de José Luis era una comunión con el poema que, más allá de sus referentes inmediatos con la literatura estadunidense, lo vinculaban con la poesía oriental en la que el hombre descubre, en lo mínimo, los milagros que ofrece el mundo. Por eso sus poemas están salpicados de instantes que se agrandan para el que sabe ver. No hay lectores pasivos sino actores que, a través del temple del espíritu, intervienen para completar una idea disfrazada de una atmósfera, una sensación que es una huella, el graznido de un ave o el ruido de la lluvia en el asfalto.
José Luis llevaba su búsqueda literaria a muchos aspectos de su vida. La necesidad de compartir formaba parte de ese entramado en apariencia simple. Gracias a eso pude conocer su ordenadísima biblioteca y acompañarlo a un local un poco secreto en la colonia Portales en donde algunas bandas tocan jazz mientras los espectadores beben cerveza en tazas de café para disimular un poco. Las pláticas empezaban siempre con libros y terminaban con libros que se amontonaban en su mesa de centro. No era, en modo alguno, una diversión erudita y estéril. A José Luis le interesaba la plática que siempre conduce a algún descubrimiento. Su curiosidad se ramificaba en cada una de nuestras reuniones. A veces el tiempo corría muy rápido y él se empeñaba en agotar el último minuto de la noche. Quizás por eso la repetición constante de algunos versos en sus poemas. Una serie de palabras se niega a avanzar para crear la ilusión de que los segundos transcurren más lento.
“Uno no puede sustraerse de la muerte. Vivir es aprender a morir, escribió Montaigne”, parafraseó José Luis en un texto dedicado a José Molina, poeta y amigo suyo, quien también murió este año. El compromiso que había establecido con la literatura le permitía entender muy bien este tipo de frases. José Luis parecía estar inmerso en un continuo aprendizaje que a veces tenía como brújula un libro, una canción o una película. Vivía sin que le importaran mucho las formas, atento al día a día y al momento. Esa idea de plenitud no puede mitigar el dolor que provoca su muerte prematura pues nos quedamos con la sensación de algo inacabado. Cuando alguien se va muy pronto pensamos que lo podemos encontrar, de pronto, en su casa o en los lugares que frecuenta. Pensamos que podemos llamarlo o mandarle un mensaje. Se vive en un limbo constante, hecho de un silencio en ocasiones insoportable. En otro texto, en el que aborda la pregunta ¿qué es la poesía?, José Luis cita un ensayo de William Carlos Williams: “hay que escribir por el mero placer de hacerlo, ya sea lenta o rápidamente: abandonar toda forma de resistencia que impida la completa liberación”. El triunfo de José Luis Bobadilla, a pesar de su adiós repentino, fue guiar su vida a través de la escritura y dejar que el placer de las palabras creadas por mano propia o encontradas, como si fueran una revelación, en un libro, le dieran sentido a los días que compartió con nosotros. Ese ejemplo, quizás, pueda orientarnos un poco en medio de la oscuridad que nos deja su partida.
Alejandro Badillo, es escritor y crítico literario. Es autor de Ella sigue dormida, Tolvaneras, Vidas volátiles, La mujer de los macacos, La Herrumbre y las Huellas. Fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Ha sido reconocido con el Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela. Su Twitter es @alebadilloc
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Posted: September 13, 2019 at 12:00 pm