Essay
A veces se escribe en la tina de baño

A veces se escribe en la tina de baño

Ana Clavel

Domingo de madrugada vuelta tras vuelta arremolinando sábanas y colcha sin poder dormir. En mi cabeza, una voz vuelta que da vuelta de disco rayado, me ordena: Lázara, levántate y escribe. Y yo le digo ¿Cuál Lázara? Mi nombre es Ana y necesito dormir: en menos de cinco horas un hambriento reloj checador podrá hincarle golosamente los dientes a mi tarjeta, y de paso, si llego tarde otra vez, devorarme a mí también en la figura de un hombrecillo de traje inclemente como él solo y las piedras que de seguro tiene en el hígado (espero).

La voz insiste cual cuchillo de palo pero esta vez corta hondo: “El arte es un lujo; precisa de manos blancas y tranquilas. Se hace primero una pequeña concesión, luego dos, luego veinte… Se hace uno ilusiones con respecto a su moralidad. Luego le importa a uno un bledo, y al final se vuelve uno imbécil”: Flaubert (nada menos).

Esto es el colmo, respondo a la voz, ni en mi propia cama puedo descansar. Cuánta razón tenía mi adorado Truman (Capote) al escribir que cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse. En mi caso lo del don he llegado a ponerlo en duda, pero respecto al látigo aquí están las cicatrices en mis ojeras para quien quiera constatarlo.

Una tercera voz está a punto de recordarme a Paz con el oficio del escritor y de las fatalidades elegidas, a Rilke con aquella pregunta en la hora más serena de la noche… pero le anulo el sonido al levantarme en dirección al baño. Ahí, pongo el tapón a la tina; abro la llave de agua caliente y me siento a orinar mientras el agua ronronea para mí soporíferas fuentes (artificiales de a departamento, como corresponde).

Entre bostezos (primer síntoma de que esta guerra la gano yo) me desnudo y casi de un salto me tiendo en la tina. Después de diez minutos (aprox) he comprobado la eficacia de mi estrategia solo hasta el punto del relajamiento. También, me he perdido en la contemplación de la gota que cuelga del grifo y que al caer ocasiona revueltas en la superficie del agua, disturbios en verdad exagerados para la diminuta y en apariencia insignificante gota, ya para estas alturas convertida en mi imaginación en auténtica revolucionaria. Recuerdo a Newton con su manzana, y (no sé por qué) a la rosa del Principito.

Minutos después he descubierto dos cosas interesantes: una, referente a la relación con mi madre; y la otra, a cómo escribir mi nombre bajo el agua, en la porcelana de la tina, con la sola ayuda de mi yema índice (quien desee enterarse del truco que haga el intento por sí solo).

Veinte minutos con el cuerpo bajo el agua y el sudor comienza a perlarse y escurrírseme por la frente. Sé que estoy a punto de ganar la batalla: el sueño se anuncia en la pesadez de mis miembros y en los saltos fugaces de una a otra idea, de uno a otro recuerdo que se suceden en mi mente ni más ni menos que como ondas en la superficie del agua. Agua/ mis pies fuera del agua/ una gota que escurre por la planta del pie/ un cosquilleo/ frotarme un pie con el otro/ la consistencia rugosa de la piel que ha permanecido mucho tiempo en el agua. Por inercia, me rozo unas con otras las yemas de los dedos: también en las manos estoy a punto de convertirme en anfibio. O en pez… No, la imprecisión de la imagen me molesta: un pez o un anfibio tienen la piel (o las escamas) lisa, lúbrica. Lo que yo tengo son arrugas.

De pronto, ante mis ojos de pantalla de cine aparece una mujer de 24 años (como yo) tendida en una tina con casi todo el cuerpo bajo el agua. La mujer tiene una silla a su izquierda en la que reposan una toalla y una libreta. La mujer, que ha mantenido durante algunos minutos sus manos bajo el agua mientras observa su cuerpo aún joven con la distorsión de un espejo móvil (como los de la Casa de los Espejos de Chapultepec), se seca las manos en la toalla y toma la libreta. Una de sus manos retorna al agua en tanto que la otra sostiene el pequeño cuaderno con pastas azules. Lee en voz alta. Su voz rebota entre las paredes de mosaico del baño, tiñéndose de un matiz de gravedad. Por los fragmentos leídos, nos enteramos de que se trata de un diario, de un diario personal pero también de un diario de notas y lecturas. Ella lee por ejemplo:

          “… y descubrimos, como experiencia entrañable

          y como pérdida de lo que jamás

          puede ser recuperado, que de todas

          nuestras vanas pasiones y sentimientos pasados,

          sólo el dolor permanece”:  Sir Walter Raleigh

Minutos han transcurrido y la mujer ha continuado leyendo fragmentos de este diario íntimo y morbosamente desgraciado. De pronto saca la mano que durante todo este tiempo y conforme la lectura de pasajes de su vida, la mujer ha mantenido bajo el agua. Fuera del agua, la mano de esta mujer ya no es la mano de una mujer de 24 años. Arrugada en las yemas y en la palma (por el agua) y en el dorso (digamos, escuetamente, por los recuerdos), la mano de esta mujer es la de alguien de 60 años. Es con esta mano con la que la mujer cierra el diario —ya sin preocuparse de mojarlo— y lo deposita en la silla. Extiende el brazo —ya también arrugado— para alcanzar un pequeño anaquel que está sobre su cabeza. No logra alcanzarlo, se incorpora y entonces pueden verse sus hombros caídos, sus senos laxos, las costillas radiografiándosele en la piel… Ahora es (el agua fue un sólo pretexto narrativo) una arrugada mujer de 60 años, aunque en realidad tenga 24.

La historia no termina aquí. Del anaquel la mujer extrae dos jabones. Con uno de ellos se enjabona el cuerpo en una escena que se me antoja devastadora sobre todo cuando llega a la región del pubis de pocos pelos y las piernas enjutas. Una vez terminado el ritual de lavarse —es un ritual— la mujer se sumerge en el agua para enjuagarse. Entonces dispone un jabón para cada borde de la tina, justo a la altura de sus brazos. Del jabonero la mujer extrae dos navajas y las inserta en cada jabón.

(Lo que a continuación viene es el recuerdo del recuerdo de una amiga mía sobre otra amiga suya que intentó y logró suicidarse.) En la última escena solo pueden verse las muñecas que se dejan caer de un tajo sobre el filo brillante y perpendicular de las navajas, y el agua de la tina que poco a poco, por marejadas, va tiñéndose de púrpura encendido.

Salgo de la tina con un escalofrío que me lleva a buscar instintivamente la toalla que tengo colgada en un perchero (no de ninguna silla). Salgo también con una historia que habrá que ajustar para cuento (por ejemplo, en la descripción inicial del baño enumerar entre otros objetos —el shampoo, el cepillo, un pedazo de piedra pómez—, un rastrillo de los viejos y las cajitas rojas de Gillet; idear los fragmentos del diario que justifiquen y hasta hagan necesario el suicidio de la mujer; jugar más con la idea del espejo mágico y con la cuestión de las arrugas; etc.). He salido del baño con una historia que la verdad más se me antoja para guión cinematográfico un poco en la línea de El rey de las rosas de Schroeter. He perdido la batalla en pos de mis horas de sueño: tendré que mantenerme despierta todavía una hora antes de prepararme para salir al trabajo, o de plano dormir y resignarme a que el hombrecillo con su boca de tic-tac, me devore y me descuente mis retardos.

Estoy agotada. Son cerca de las 7:00 a.m., momento de ponerle punto final a estas líneas. También estoy triste: yo salí de la tina y escribo: “estoy a punto de ponerle punto final a estas líneas”. Sin embargo, allá, en el baño, en lo que posiblemente sea el canto de una moneda lanzada al aire, alguien se quedó en la tina, con los brazos abiertos —como esperando un abrazo final—, y una mano exánime que casi roza la silla en la que una toalla y un diario esperan inútilmente.

-Foto de Artem Kovalev en Unsplash

Ana V. Clavel es escritora e investigadora. Ha obtenido diversos reconocimientos como el Premio Nacional de Cuento Gilberto Owen 1991 por su obra Amorosos de Atar y el Premio de Novela Corta Juan Rulfo 2005 de Radio Francia Internacional, por su obra Las violetas son flores del deseo (2007).  Es autora de Territorio Lolita, Ensayo sobre las ninfas (2017), El amor es hambre (2015), El dibujante de sombras (2009) y Las ninfas a veces sonríen (2013), entre otros. Su Twitter es @anaclavel99

©Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.


Posted: July 3, 2023 at 9:41 pm

There is 1 comment for this article
  1. Zaida Arrechedera at 9:43 pm

    A veces se escribe desde la tina del baño, desde una banca cercana a los rieles del tren o al borde de un barandal que limita el precipicio; ojalá siempre haya una libro a mano para rescatarnos.
    Excelente cuento Ana Clavel.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *