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Una novela justiciera

Una novela justiciera

Alejandro Badillo

• Pedro Ángel Palou: Todos los miedos (Planeta 1era edición, 2018.)

La novela negra o policial gana cada vez más espacios en las editoriales en el país. Por supuesto, la realidad mexicana, llena de corrupción, asesinatos diarios y delincuencia, es suficiente acicate para que decenas de autores se sientan atraídos por el género. La literatura, por supuesto, debe jugar un papel importante en la discusión de los asuntos más dolorosos del país. El narcotráfico, los feminicidios, los oscuros entresijos del poder, las conjuras planeadas desde la clase gobernante o ejercicios de “no ficción” en los que se evapora la línea entre los hechos y la imaginación, llenan los estantes de las librerías. Pedro Ángel Palou (Puebla 1966) se suma a esta ola con su novela más reciente: Todos los miedos, publicada por Editorial Planeta.

Es interesante seguir las publicaciones de Palou. Al inicio, obras como La alcoba de un mundo (1992), Memoria de los días (1995), Paraíso Clausurado (2000) y Demasiadas vidas (2001) daban cuenta de un autor interesado por crear ambientes filosóficos, íntimos, con abundantes referencias librescas. Es con la aparición de Zapata en el 2006 que la narrativa del autor se concentra en la novela histórica aprovechando el auge del género gracias a los festejos por el bicentenario de la Independencia y centenario de la Revolución. Morelos, Porfirio Díaz, Lázaro Cárdenas, entre otros personajes históricos, pasaron por la pluma del autor. Hay algunos escarceos con otras temáticas como La profundidad de la piel, publicada en el 2010, novela que explora el dilema amoroso. En las obras históricas se perciben varias constantes: una prolija investigación y el uso del realismo casi sin cortapisas como llave para ingresar a la vida de distintos personajes. Ahora, en 2018, Palou ingresa a las filas de la narrativa negra, el noir mezclado con lo policial, utilizando de trasfondo el México de los últimos años y la violencia que cada vez se apodera de más espacios.

La historia de Todos los miedos es apretada en el tiempo y en el espacio: desde las 3:20 de la mañana hasta las 11:05 de la noche, acompañamos a Daniela Real, una mujer dedicada al periodismo independiente en la Ciudad de México, en sus intentos por exhibir a una red de tratantes de blancas que tiene, como principales patrocinadores, a miembros importantes del gobierno. Acechada por los intereses que puede afectar con sus descubrimientos y revelaciones, Daniela vive a salto de mata, desprotegida en un país en el que el periodismo es un deporte de alto riesgo. En medio de su misión se encuentra a Fausto Letona, un expolicía que tiene los días contados ya que está enfermo de cáncer terminal. Acostumbrado a despachar sin pudor a sus enemigos, el hombre acompañará las peripecias de la periodista, primero como testigo silencioso y luego como un improvisado ángel de la guarda que trata de redimir su pasado tormentoso mientras Daniela se interna en terrenos cada vez más peligrosos y violentos.

Hay varios elementos que pueden discutirse alrededor de Todos los miedos. En primer lugar tenemos la estructura de la novela: el autor intenta crear una sensación de “tiempo real” con los capítulos como una especie de cronómetro, una cuenta regresiva que pretende añadir tensión en la historia. Esta forma de narrar –poco tradicional en el género negro aunque sin llegar a ser una gran innovación formal– contrasta con la caracterización de los personajes principales y el lenguaje del narrador que se someten por completo a las reglas de cualquier novela de esa temática: frases cortas, escenas trepidantes, escenarios lúgubres, sicarios que no se tientan el corazón para cumplir sus encomiendas y políticos corruptos que operan desde las cloacas del sistema. Palou, en todo momento, se ciñe a las reglas y sólo las contextualiza para la realidad mexicana: la caótica Ciudad de México, una que otra cantina de mala muerte, referencias a eventos de la política nacional, datos y noticias frescas de asesinatos y desapariciones en el país.

Una característica que llama la atención desde las primeras páginas es el uso del narrador en tercera persona. La tercera persona, por definición, califica los hechos, se mete en la psicología de los personajes y conoce a la perfección el mundo que se despliega ante la mirada del lector. Muy bien, dirán algunos, hay un dominio del lenguaje y un conocimiento exhaustivo de los personajes. Pero, la otra cara de la moneda, al menos en Todos los miedos, es una asfixia y una determinación absoluta de lo que pasa por la voz cantante, casi dictatorial, del narrador. No hay asomos de ambigüedad, algún rasgo que nos haga pensar que la mujer es más que una periodista a prueba de sobornos, dispuesta a llegar a los últimos límites por informar a la sociedad. Si el interés, como se entrevé en las declaraciones de Palou, es que la novela sea un reflejo de la realidad, entonces nos quedamos con una imagen unidimensional de ella: heroínas que, a pesar del miedo, nunca reniegan de su misión; un héroe que, a pesar de su pinta de ángel caído, se convierte en un tipo rodeado por un aura de santidad, dispuesto a inmolarse. Si en el mundo real las cosas pueden salir mal o el camino se malogra, los engranajes de Todos los miedos se pervierten sólo para llegar a los consabidos lugares comunes: una persecución en las calles de la Ciudad de México después de que la periodista ha escapado milagrosamente, en el último instante como dictan los cánones, de dos enviados que la quieren asesinar o la aún más increíble escapatoria de Letona que, a pesar del cáncer avanzado que sufre y sus correspondientes quimioterapias, es capaz de levantarse de una tunda propinada por los enemigos de Daniela, despacharlos con algunos balazos y correr al encuentro con su protegida.

Uno de los artificios que el autor usa indiscriminadamente en su obra es meterse en las escenas que estamos leyendo para dar paso a las intervenciones del narrador. Hay muchos momentos en los que éste trasciende la historia y se pone a reflexionar, como un personaje más, acerca de la realidad violenta del país. Sus pensamientos no ahondan en las anécdotas que encontramos pues, casi siempre, toman el protagonismo y parecen, más bien, las líneas de un reportaje que busca mover conciencias: “Solo en Tamaulipas el año pasado desaparecieron mil seiscientas veintinueve niñas. Y el silencio es el peor cómplice de la impunidad. ¿En dónde vivimos? En el país de las adolescentes invisibles. Las que pueden ser violadas, torturadas, desaparecidas”. Tenemos, entonces, la dificultad de no saber en dónde termina el narrador que conduce la trama y en dónde está el autor que, inseguro de su mensaje, considera necesario meterse entre los párrafos para hacer el recuento de las atrocidades que se sufren en México, repartir culpas y clamar por justicia. Por esta razón, de cuando en cuando, el andamiaje de la ficción se desmorona, como si de repente el telón cayera por accidente y descubriéramos la mano del titiretero. Parafraseando un famoso aforismo de Lichtenberg, el narrador de Todos los miedos no está al servicio de la historia sino que la usa para exhibirse él mismo. De esta forma entramos a un terreno peligroso, pues descubrimos que la voz principal de la historia no le interesa contar sino moralizar, señalar, denunciar. Por eso, cuando se acaba la lectura, tenemos la sensación de que la novela es sólo un instrumento; no es literatura que pretende ser atemporal sino un libro que cumple con una agenda puntual, como uno de los reportajes que redacta Daniela Real.

En una entrevista antes de la presentación de su libro en México, Palou habla del uso de la alegoría como punto de partida para la creación del personaje principal. Esa afirmación se quiebra en cada uno de los capítulos de la novela. Al contrario de la alegoría, un lenguaje que apela a lo simbólico y mítico, en Todos los miedos hay una voluntad reiterada por lo real, lo identificable y lo inmediato. Además, todo el texto apuesta por el uso de una narrativa casi cinematográfica. Esta característica, desarrollada con ingenio, podría rendir buen fruto. Sin embargo, la prosa de Palou se queda en la superficie. El interés es, sobre todo, mostrar acciones que se entretejan en la cuenta regresiva que acorrala a la reportera. Por esta razón apenas podemos percibir la atmósfera de los lugares que visitamos en la lectura. El autor, apresurado por encadenar una peripecia tras otra, menciona el nombre de calles, restaurantes, edificios gubernamentales, colonias. Todo este escenario apenas se transforma a través de un punto de vista sugerente: las calles de la Ciudad de México, aglomeradas y caóticas, no merecen más que una serie de calificativos; no hay una pausa para detener la mirada en la escena y convertir los objetos y las personas en algo más que material de utilería.

John Fowles en su ensayo “Escribo, luego existo” menciona que “si la novela va a sobrevivir, tiene que reducir algún día su campo a lo que otras formas de registro no pueden registrar”. Lo que hace referencia el autor inglés es, precisamente, a las otras formas de narrar que surgieron en el siglo XX, en especial el cine. Más adelante, en el mismo ensayo, Fowles afirma que “escribir una novela en 1964 es estar neuróticamente consciente de la intrusión, en especial del cine”. Esta inquietud, expresada hace más de cincuenta años, es relevante para analizar Todos los miedos: el lenguaje del libro, escudado en el género policial que, en sus peores momentos, trata de imitar a la novela gráfica o el cómic, parece ignorar los cambios ocurridos en casi todo el siglo XX. Si ciertos aspectos de la realidad son mostrados apenas sin distorsiones por una cámara, la literatura debe buscar aquellas cosas que no se pueden trasladar a una serie de televisión o un filme. En Todos los miedos no sólo tenemos la renuncia a la imaginación que no reconoce límites temáticos sino que el autor se pone a competir con la realidad para justificar su obra. Por eso el tono machacón de la novela: como Palou intuye que una película muestra mejor la sangre, los golpes y distintos tipos de violencia, lo único que le queda es la insistencia y la denuncia. Todo lo que ocurre en la narración, desde las primeras escenas en las que aparece Daniela Real entrando a su departamento hasta el momento en que, finalmente, es capturada por sus perseguidores, son pedazos de una realidad vista mil veces por el lector en cualquier noticiario. No hay una nueva mirada, ni una sola distorsión que nos lleve un poco más allá del catálogo de horrores que se nos ofrece. Se podrá decir que, al fin y al cabo, Todos los miedos se apega a la receta de la novela policial y no se le puede pedir algo que no corresponde al género. Sin embargo, hay otro punto problemático que surge al revisar la literatura de esa temática: ni Georges Simenon, Patricia Highsmith, mucho menos clásicos como Chandler o Hammett, escribieron con la intención de denunciar los males de la sociedad en la que vivieron. Ellos, como tantos otros en distintos tiempos y lugares, crearon personajes atemporales y ambiguos; historias que, de refilón, abordan el mundo corrupto pero sin ponerse en un pedestal desde el cual sólo se califica y se juzga. Ellos vieron a la literatura como un fin y no como un medio.

Una vez hecho este recuento y después de hacer una somera revisión de las críticas a la obra de Palou en la última década —reseñas serias, no artículos de prensa o boletines— se puede constatar lo que, en su momento, han evidenciado reseñistas como Geney Beltrán Félix, Rafael Lemus y Roberto Pliego, entre otros: la voluntad por seguir el camino que marca el mercado editorial antes que la búsqueda personal, la interrogante y la duda. Quizás por eso la voz del narrador está en un tono aleccionador, digerible a pesar de la didáctica del abismo que imparte en cada una de las páginas de su libro. El lector, en este tipo de ejercicios, es un ente pasivo, que asimila información de la misma forma en la que un espectador mira absorto una película. El narrador de Todos los miedos imparte lecciones y sólo usa los pasajes narrativos como herramientas para dejar muy en claro su cruzada. La literatura, su vocación, debe ser algo más que un desesperado grito de justicia. Debe poner en jaque las verdades, jugar con las expectativas del lector y no apostar todo por los moldes establecidos de antemano, sin importar la legitimidad que tenga su protesta.

 

Alejandro Badillo, es escritor y crítico literario. Es autor de Ella sigue dormida, Tolvaneras, Vidas volátiles, La mujer de los macacos, La Herrumbre y las Huellas. Fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Ha sido reconocido con el Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela. Su Twitter es @alebadilloc

 

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Posted: April 16, 2019 at 9:31 pm

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