Novela como espejo fragmentado
Efrén Ortiz
Antolina Ortiz: Otumba (Mapalé & Publishing Inc., 2019).
Contra todo pronóstico, a pesar de las 33 veces que ha sido anunciada la muerte de la novela1 (lo hizo por primera vez Verne, en 1902; le siguieron luego Walter Benjamin, José Ortega y Gasset, Frank Kermode, Naguib Mahfouz y Phillip Roth, entre otros), el género va, y continúa situado en las preferencias del público lector, por encima de poemarios, obras de teatro o ensayos. Y si bien, quizás no corresponda ya del todo al tipo de texto que nos acostumbraron a leer escritores clásicos como Honoré de Balzac, Alexander Dumas, Gustave Flaubert, o más recientemente Thomas Mann, José Saramago u otros, lo cierto es que en versión reloaded, la forma novelesca permanece, ligada a la estructura social sobre la cual halló sustento.
Lejos estamos ya de la biografía individual de un individuo problemático cuyos valores entran en contradicción con su sociedad, paradigma clásico a partir del cual George Luckacs, René Girard y Lucien Goldmann definieron la forma novelesca como análoga con la estructura social del capitalismo, e hicieron de su protagonista un héroe demoníaco, confrontado con los valores del mundo que le circunda. La nueva novela, posterior a los experimentos del Nouveau roman sigue siendo expresión de nuevas formas de convivencia social, perceptibles en un discurso esencialmente individualista, narrado en una voz que a trechos suena como un monólogo, si bien introduce nuevas estrategias de argumentación y de organización de la trama, recursos que se corresponden con la visión de individuos expuestos a tiempos de incertidumbre, como el nuestro.
El novelista no intenta ofrecer ahora una visión de totalidad, ni aspira a proponer un sentido unívoco, porque carece de ambos. No intentará, en adelante, ofrecer a través de sus textos un reflejo de la sociedad, de entender la novela como un espejo a través del cual sea asequible al lector una explicación acerca de la misma. Abjurado todo intento de ofrecer a los lectores la verdad, la revelación acerca del estado que guarda el mundo, o de proponer una moraleja, el escritor aspira a plasmar más bien su propia visión acerca de la realidad mediante técnicas y recursos como el collage, el fragmento o las historias múltiples. La nueva novela es cubista: la voz narrativa, la mirada desde la cual está emplazado el punto de vista, el cual explora y cuenta los acontecimientos, es múltiple: cambia, se descentra y ajusta su manera de narrar desde diferentes ángulos. Para dar por concluido ese intermitente e interminable velorio del género, la escritora chilena Lina Meruane (Santiago, 1970) concluye “hay una forma de novela que siempre está muriendo, pero la novela, en su reformulación constante, se mantiene en una resurrección eterna”.2
Durante mucho tiempo, se pensó en el espejo como la metáfora más exacta para definir a la novela. Mostrar la realidad de manera objetiva y ofrecer una moraleja parecían ser dos de los fines centrales de este género. Y lo sigue siendo, a condición de entender el espejo no como speculum, el objeto que ofrece un reflejo análogo de quien o de aquello que se coloque frente a él, sino como la posibilidad de especular (del latín speculari ‘observar’, ‘acechar’, ambos términos derivados de specula ‘puesto de observación’ y éste de specere ‘mirar’)3 en torno a lo acontecido, de interrogar a sus personajes, o de mostrar que la verdad es del todo relativa, dependiendo de la mirada y del juicio de la persona ―en este caso, del lector― que juzga a partir de sus propios valores y de la manera en que mira. Esta actitud se había hecho anunciado desde la publicación de Pedro Páramo (1955) y La feria (1963), por citar sólo un par de ejemplos en México, novelas que disuelven las fronteras genéricas (¿son tragedias o comedias?), temporales (¿la historia transcurre en el pasado o el presente?), o a nivel de personajes (¿sus personajes están vivos o son, en realidad, fantasmas?).
Medio siglo más tarde, la nueva novela ya no es más un espejo o un rompecabezas, más bien se trata de un holograma cuya tridimensionalidad (o efecto de verosimilitud) depende del sujeto, el lugar de emplazamiento y el tiempo desde el cual observa, es decir, es resultado de una mirada múltiple, descentrada, ubicua. Ya no más representación mimética de la realidad, el género no desea presentar la realidad de una manera plana, sino que cede su lugar, entre otros procedimientos, a la metáfora o la alegoría.4
A propósito de estas nuevas formas de inscripción literaria de la realidad, hablaremos hoy acerca de Otumba (Mapalé & Publishing Inc., 2019), novela de Antolina Ortiz (Cd. De México, 1971), joven escritora y filósofa mexicana radicada en Canadá, quien ha publicado otras novelas como Seda araña, Dama silenciosa y Tres silencios (Editorial Imaginarial, 2015), distribuidas por las librerías el Sótano. Su ensayo Vidas callejeras (Editorial Patria), con prólogo de Elena Poniatowska, alcanza ya 50 000 ejemplares, edición sin precedentes para un joven escritor en México.
El libro participa de esa problemática y nueva ubicación de la novela a la cual nos referimos inicialmente, ya que utiliza de múltiples maneras, la imagen de la novela como espejo fragmentado: en el tiempo, en el espacio, en la voz narrativa y en las escasas posibilidades de relación con que cuentan los personajes. Otumba Cuatro años le separan de Tres silencios (2015), su novela precedente, ceñida aún a las convenciones tradicionales, con una trama central perfectamente delineada, una protagonista sometida al rigor de las pasiones y una estructura narrativa apegada a la lógica del mundo real. Por contraste, Otumba es una novela vanguardista, metafórica, cuya historia hace confluir muerte, soledad y desesperanza y donde su protagonista central es la escritura. Pero vayamos por partes.
Veamos primero el título, el cual hace referencia no sólo a la pequeña población del estado de México, donde presumiblemente se ubica la trama, sino que también evoca, como paronomasia, la exclamación “¡Oh, tumba de mis soldados!”, atribuida a Cortés. El narrador evoca dos tiempos anteriores: un pasado remoto, donde se ha escenificado la derrota de los españoles propinada por los aztecas;5 luego, un pasado reciente, cuando nos lleva al cementerio en la población contemporánea. En los intersticios entre ambos, ubica la existencia de pasados individuales que corresponden a personajes secundarios: el de Jaime Noriega padre; la muerte de Julia Villoro, el de Silvana y su desencuentro amoroso con Jaime hijo, o aquel otro, de escarceos sexuales entre éste y Pilar. Diríamos entonces que el espejo está roto, y que los fragmentos se entremezclan mostrando astillas de diversas dimensiones que corresponden a tiempos, lugares y personajes diversos. El espejo roto comporta no sólo la idea de una realidad fragmentada sino también de mala suerte, ostensible en una serie de existencias individuales malogradas por la muerte. La fragmentación de la historia no expresa sino el desencuentro entre tantas vidas solitarias, de historias individuales que no terminan por conjuntarse, de allí que la soledad no sea sino antesala para la agonía. La trama sugiere un triángulo amoroso entre Jaime, Silvana y Pilar. Jaime ama a Silvana, pero al no concretar con ella una relación sentimental, se refugia en Pilar, quien parece ofrecer consuelo y alivio a todos aquellos solitarios que padecen penas de amor. Se trata, entonces, de una historia de desencuentro triangular: Pilar/Julia, a la manera de las alegradoras aztecas, brinda el sucedáneo de placer requerido por quienes padecen penas de amor. Herederas y sacerdotisas de la diosa Xochiquetzal, su función auxiliar permite a los abandonados superar el conflicto emocional que supone la indiferencia, el rechazo o la pérdida del ser amado. En esa medida, Pilar intima con Jaime para suplir a Silvana, quien es indiferente a los sentimientos del joven. No hay redención posible para ellos porque los grandes valores como el amor, la alegría o la esperanza brillan por su ausencia.
El otro espejo recurrente está inscrito en el pasado: se trata del tézcatl o espejo de obsidiana, atributo de Tezcatlipoca, el dios de los magos y adivinos, a través del cual es posible contemplar el destino de los hombres, lo que denota predestinación y fatalidad. No de otra manera han de mirarse los caminos que han elegido los personajes, que culminan con la muerte: Silvana está muerta: Don Rey, el jardinero del cementerio lo asegura desde la página 10 y luego en la 44. Jaime se ahoga en la 53. Pilar asegura, después de pasar la noche con Jaime, que irá donde van los muertos en la 68. No obstante, una suerte de embrujo permite que el portal se abra, y que podamos escuchar las voces, rememorar a cada uno de los muertos a través de las memorias individuales:
En tanto narrador-personaje, Silvana porque posee una misión relevante: es la voz narrativa que perpetúa la memoria de los muertos al transcribir y glosar sus epitafios, de modo que funge como hilo comunicativo entre seres que pueblan diversos planos. Asociada con la imagen del cuervo blanco, visible en la sugerente portada de Camila de Orduña, cumple la función de ese animal totémico, vinculado en diferentes tradiciones míticas con el mundo de ultratumba.6 Recordemos tan sólo el célebre poema de Edgar Allan Poe, donde el ave se presenta ante el poeta que lamenta la pérdida de su amada. Interrogado en varias ocasiones (acerca de su nombre, si hay posibilidad alguna de volver a verla), responde invariablemente (en la célebre traducción que del cuento hace Julio Cortázar) con la misma palabra: “Nunca más”. Podríamos incluso preguntarle si acaso hay oportunidad alguna para alentar la vida de los personajes de esta novela. Y el cuervo nos responderá de igual manera:
Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto.
Las palabras pronunció, como virtiendo
Su alma sólo en esas palabras.
Nada más dijo entonces;
No movió ni una pluma.
Y entonces yo me dije, apenas murmurando:
“Otros amigos se han ido antes;
Mañana él también me dejará,
Como me abandonaron mis esperanzas.”
Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.”7
Por ello, no es raro que buena parte de lo sucedido transcurra en el cementerio, de allí que en buena medida semeje un diálogo entre fantasmas, sombras o difuntos, lo que nos llevaría a pensar en un primer momento en la conocida novela de Rulfo. Pero no, más bien se trata de fantasmas, muy al estilo de Valeria Luiselli en Los ingrávidos (2011), de sombras que se entrecruzan entre la ensoñación y el delirio.
Advirtamos, no obstante, que el juego tipográfico del texto permite distinguir al menos dos planos: las cursivas apuntan al instante de la conquista española de Tenochtitlán; pero una suerte de conjuro o de invocación (lo que los griegos antiguos llamaban la “nekhia”) trae al presente narrativo las voces de ese pasado remoto; los muertos toman la palabra para contarnos su historia. La literatura entonces se convierte en voz del arcano, en puente intemporal: todo ha sucedido, está sucediendo y, presumiblemente, volverá a suceder. Como aseguran los físicos, la realidad no es un continuo espacio temporal, sino más bien, la yuxtaposición de oleadas, la sucesión de planos paralelos, interactuantes, que pueden entrar en comunicación cuando se localizan aquellos puntos que fungen como umbrales: tal es la función de Silvana como narradora: la voz que funge como acceso a otros planos, como el pasado histórico o la muerte, todos ellos simultáneos.
Se abre el portal
Se acaba la historia
Y empieza
Para siempre. De nuevo
Pero no ella
Ella no
Ella permanece.8
Por tratarse de un género didactizante, la novela clásica proponía una tesis y por ello cumplía una función altamente ideológica. Por contraste, la novela contemporánea se ha desembarazado de esta actitud aleccionadora, sustituyendo la tesis por una interpretación alegórica, poética o simbólica. Abjurando de la pretensión de decirlo todo de manera directa, más bien muestra, sugiere: en tal sentido, Otumba es una novela que poetiza acerca de la existencia y de la historia; nos invita a recomponer, a trazar líneas de contacto entre acontecimientos discontinuos, a mirar la información contenida en el fragmento y descubrir tras él una totalidad que resulte significativa para su lector, una historia que parece, en primera instancia pesimista, oscura. No obstante, la paradoja consiste en que “En Otumba muere la esperanza, aunque la esperanza muere al último.”9
Efrén Ortiz es crítico literario y lector viajero. Entre sus libros más recientes están Las paradojas del Romanticismo (UAM, 2008) y Estridentopolis: el ensueño vanguardista (UPAV, 2015)
NOTAS
1 Miqui Otero, 33 veces en las que se ha anunciado la muerte de la novela en el último siglo; en El país; https://elpais.com/elpais/2014/06/30/icon/1404118956_431268.html
2 Jorge Carrión y Lina Meruane: “La resurrección eterna de la novela” en Letras Libres (201); México, septiembre de 2015. P. 17.
3https://www.google.com/search?q=especular%2C+etimolog%C3%ADa&oq=especular%2C+etimolog%C3%ADa&aqs=chrome..69i57j0l2.8087j1j8&sourceid=chrome&ie=UTF-8
4 Carrión y Meruane, op.cit. P. 14.
5 Clavijero, siguiendo a Cortés, afirma que fue el 7 de julio de 1520, dice la Wikipedia. https://es.wikipedia.org/wiki/Otumba
6 El cuervo es un ave simbólica que ha estado vinculada en multitud de ocasiones con el mal, el demonio y la oscuridad y, por ello, anuncia la muerte. Ver Fernando González Grueso: “El cuervo y su simbología” en http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/el-cuervo-y-su-simbologia/html/
7 Poe: “El cuervo” en: https://narrativabreve.com/2017/02/el-cuervo-allan-poe-en-estado-puro.html
8 Otumba, p. 105
9 Ibid., P. 15.
Posted: December 3, 2019 at 11:21 pm