500 años de la toma de México Tenochtitlan
Adolfo Castañón
A la memoria de Enrique Fuentes Castilla
(30 de marzo 1940-8 de marzo 2021)
Ruinas del Templo Mayor
Aquí cayeron los antepasados.
Pueblos hábiles para la guerra, temerosos
de sus hoscas deidades.
Con manos delicadas para tallar la piedra,
entretejer plumas,
abrir el pecho del cautivo
–y con lágrimas
para llorar después la servidumbre
José Emilio Pacheco
“500 años de la toma de México Tenochtitlan” es el título de la mesa que nos convocó este 3 de marzo del 2021 organizada por la sede en Seattle de la UNAM. Gracias a Jorge Madrazo y al Centro de Estudios Mexicanos en Seattle y a Guillermo Sheridan por su invitación a ese conversatorio en que estuvimos Mauricio Tenorio Trillo, Rodrigo Martínez Baracs y quien esto escribe.
Este acto forma parte de un calendario a la par oficial y nacional de ineludible recordación y reflexión en torno al hecho de la conquista y de la toma de la ciudad México Tenochtitlan que da nombre al país México.
Mi primera reacción ante la invitación que se me hizo fue de perplejidad… Y creo que la perplejidad fue uno de los momentos previos a esa toma militar y que, de hecho, tengo la sensación y casi la experiencia de que ha llegado a ser un estado de ánimo colectivo perdurable. El asombro ante esos que llegaban o ante esos que estaban ahí. La sorpresa mutua que fue disolviéndose en un laberinto de confianzas y desconfianzas, de alianzas y traiciones que, de hecho, han marcado la historia subsecuente. Ese asombro se acompañará de confusión y luego de enojo, recelo, resentimiento. Pero me gustaría ir todavía a un momento anterior al trágico 13 de agosto de 1521, que culminó con la caída y la destrucción de una ciudad como la prodigiosa Tenochtitlan para dejar en el aire la portentosa Visión de Anáhuac entrevista por Alfonso Reyes en 1519:
Parecía a las cosas de encantamiento
que cuentan en el libro de
Amadís… No sé cómo lo cuente.
Bernal Díaz del Castillo
Dos lagunas ocupan casi todo el valle: la una salada, la otra dulce. Sus aguas se mezclan con ritmos de marea, en el estrecho formado por las sierras circundantes y un espinazo de montañas de parte del centro. En mitad de la laguna salada se asienta la metrópoli, como una inmensa flor de piedra, comunicada a tierra firme por cuatro puertas y tres calzadas, anchas de dos lanzas jinetas. En cada una de las cuatro puertas, un ministro grava las mercancías. Agrúpanse los edificios en masas cúbicas; la piedra está llena de labores, de grecas. Las casas de los señores tienen vergeles en los pisos altos y bajos, y un terrado por donde pudieran correr cañas hasta treinta hombres a caballo. Las calles resultan cortadas, a trechos, por canales. Sobre los canales saltan unos puentes, unas vigas de madera labrada capaces de diez caballeros. Bajo los puentes se deslizan las piraguas llenas de fruta. El pueblo va y viene por la orilla de los canales, comprando el agua dulce que ha de beber: pasan de unos brazos a otros las rojas vasijas. Vagan por los lugares públicos personas trabajadoras y maestros de oficio, esperando quien los alquile por sus jornales. Las conversaciones se animan sin gritería: finos oídos tiene la raza, y, a veces se habla en secreto. Óyense unos dulces chasquidos; fluyen las vocales, y las consonantes tienden a licuarse. La charla es una canturía gustosa. Esas xés, esas tlés, esas chés que tanto nos alarman escritas, escurren de los labios del indio con una suavidad de aguamiel.
El momento de ese primer encuentro estético que rondará en la mente de los conquistadores que luego, unos años después, tomarán Tenochtitlan tras un prolongado y cruel sitio. Esa primera Visión estaba teñida de fantasía y fascinación ante la nueva realidad descubierta. Podría decirse que en los tres años que corren entre 1519 y 1521 se gestaron modos y formas de conducta que luego se desarrollarían a lo largo del tiempo. Sabemos que los mexicas de Tenochtitlan eran un pueblo de guerreros y de comerciantes que se había asentado en el Valle del Anáhuac apenas dos siglos y medio antes y que ese pueblo practicaba la guerra florida y los sacrificios humanos como parte de su economía de estado, por así decir, y que los europeos recién llegados —no sólo españoles— pudieron lograr la toma militar de la Plaza gracias a su alianza con los tlaxcaltecas.
No se ha hecho suficiente énfasis en el hecho de que Hernán Cortés y sus hombres armados, en su gran mayoría provenientes de España, no se trataba de un capitán español sino de un hombre de armas al servicio de Carlos V, emperador del Sacro Imperio Germánico Románico de Occidente de la familia de los Austrias. Esto ayuda a explicar por qué el controvertido penacho llamado de Moctezuma no se encuentra en Madrid sino en Viena, a donde fue a dar luego de haber sido parte de los tesoros que la tía del Emperador guardaba en la ciudad de Malines donde, de hecho, fue elegido emperador Carlos V. El oyente apreciará que he puesto “hombres armados”, y no “soldados”, este matiz se lo debo a Rodrigo Martínez, quien me hizo ver, con justicia, que los hombres que acompañaban a Cortés no era propiamente miembros de un ejército regular, en consecuencia, no eran soldados.
La toma de Tenochtitlan fue operada por un capitán al servicio del Emperador que no sólo lo era de España sino de toda Europa. Esto explicaría por qué había entre los acompañantes de Hernán Cortés alemanes, holandeses, belgas, franceses de la Borgoña y aun algún italiano.
La caída de Tenochtitlan fue un hecho radical. Militar, sí, desde luego, logrado mediante batallas navales y un sitio prolongado, pero también fue un hecho cultural y lingüístico que tuvo como consecuencias la destrucción y el arrasamiento de la ciudad azteca para asentar en ella una nueva fundación, la ciudad capital de la Nueva España que se llamaría México.
En su biografía de Hernán Cortés, José Luis Martínez, al hablar de las cifras de las pérdidas humanas de uno y otro lado, se pregunta:
[…] ¿qué muestran estas cifras de pérdidas de pérdidas humanas en el sitio de México: entre 50 y 100 españoles frente a un número de cien mil indígenas? Si a estos factores se agregan las muertes de aliados de Cortés, supóngase la mitad o un tercio de los doscientos treinta mil que dice Alva Ixtlilxochitl; y si además se tiene en cuenta que el ejército de Cortés lo formaban alrededor de doscientos hombres y no menos de ciento cincuenta mil aliados indígenas, la evidencia es de que esta guerra la hicieron principalmente tlaxcaltecas y texcocanos, y los otros aliados menores, contra mexicas y tlatelolcas, indios contra indios […] La conquista de México hubiera sido imposible sin el apoyo indígena, y por supuesto, sin la conducción de Cortés y el arrojo decidido de sus capitanes y soldados. Cortés tuvo el acierto de obtener y organizar la colaboración indígena. Logró que lucharan los indios entre sí, conducidos por los españoles, para sojuzgar al México antiguo. Arturo Arnaiz y Freg solía decir: “La conquista de México la hicieron los indios, y la independencia los españoles”. [1]
Podría imaginarse la Conquista como una gran mudanza en la cual los que vivían en su solar fueron obligados si no a cambiar de lugar sí a cambiar su forma de habitarlo y a cambiar de lenguaje. Con la toma de México Tenochtitlan se inicia un proceso radical de aculturación, de mudanza lingüística y de forzosa conversión mental y espiritual. De hecho, hay que subrayar aquí la importancia del proceso de traducción que hizo posible que Cortés y sus acompañantes pudiesen comunicarse eficazmente con los tlaxcaltecas, hasta el punto de poder ser capaces de organizar la toma de México Tenochtitlan. Para mí siempre ha sido misteriosa esta capacidad tanto de los españoles como de los indígenas para lograr entenderse y producir la caída del imperio azteca. Si bien la geografía no cambió, sí cambiaron los nombres de los lugares y se inició un proceso de traducción y de hibridación que aún no concluye. Con ese cambio lingüístico se inició también otro proceso de la lengua, el de la cocina. Los conquistadores tenían que alimentarse de algo, y esa necesidad pasó por los fogones en los que se incubaba lo que será la cocina mexicana. En esa mudanza forzosa del peregrino o emigrado en su patria se da un proceso que sólo puedo llamar instintivo de traducción y de traslación, que desde mi punto de vista es una de las claves de la fragua y configuración de la identidad nacional mexicana. El ir y venir de las palabras entre dos lenguas o más, resulta importantísimo tanto para la conquista como para la colonización subsiguiente. Este ir y venir supuso la participación decidida, inflexible, de los frailes que acompañaron a los españoles desde el inicio y en los días, meses y años posteriores a la caída de Tenochtitlan. La presencia de estos frailes doctos y políglotas fue esencial para configurar una clase bilingüe indígena sin la cual hubiese sido imposible la colonización en México. Este proceso de evangelización forma parte del perfil de la cultura española como una cultura renacentista de Europa y es, desde luego, digno de subrayarse como los han hecho don Miguel León-Portilla, doña Ascensión Hernández Triviño y don Rodrigo Martínez Baracs.
Me gusta pensar que al día siguiente de la caída de México Tenochtitlan, los soldados de Hernán Cortés se fueron a descansar de la ciudad diezmada por la peste y los malos olores a una localidad cercana al sur de la ciudad, a lo que ahora se llama Coyoacán y que sería por ello la primera ciudad del Altiplano fundada por los españoles en lo que era un pueblo de descanso de los sacerdotes de Huitzipoxtli.
La toma de Tenochtitlán se dio como un acto militar y la fecha de la caída, el 13 de agosto de 1521, día de San Hipólito, se quedó grabada en la conciencia pública como una herida abierta en el calendario que era necesaria como una fecha de fundación. De hecho, la caída de Tenochtitlan empieza a representarse muy pronto como una obra teatral, según lo ha recordado Miguel Sabido en su libro El Teatro sagrado. Los coloquios de México. La toma de Tenochtitlan se ha dado así una y otra vez como una representación que de hecho forma parte de la cadena simbólica que permitió la transmisión de usos y costumbres culturales y su transformación en ritual, fiesta, coloquios…
La gran transformación, la mudanza radical de los conquistados que se vieron obligados a una conversión y reeducación forzosa, a la adopción de una nueva lengua y una nueva cultura es un hecho cuyo proceso sigue, pues podría decirse que esa toma, por así decir, sigue ocurriendo bajo el suelo que pisamos…
Otro tema es el de las cosas que traían en la mente los hombres de Cortés. Iriving A. Leonard publicó en 1949 un libro clave The Books of the Brave, que fue traducido al español como Los libros del Conquistador y publicado por el FCE en 1949, en traducción de Mario Monteforte Toledo. Gracias a él se puede saber que los valientes soldados de Cortés leían, además de Don Quijote de la Mancha, el Amadís de Gaula y otras novelas de Caballería medievales. Los movían y animaban espejismos medievales, y con esa mentalidad caballeresca vinieron a hacer unas guerras y fueron poco a poco aprendiendo, en el curso de los asentamientos y el proceso de colonización, que la realidad americana y mexicana poco tenía que que ver con aquello que traían en la mente, pero que de cualquier modo injertaron a través de la toponimia, póngase como caso extremo la península que se llamaría “California” en honor a un personaje de la novelas de Caballería y cuyo nombre proviene de la saga del Rey Arturo…
Esa historia sigue y seguirá. Forma parte de las sístoles y diástoles mercantiles de la cultura planetaria: las subastas de obras de arte, piezas prehispánicas, objetos rituales, tesoros, siguen teniendo lugar en la actualidad y podría decirse de algún modo que se siguen arrancando a las manos de los invasores, como bien lo sabe Rodrigo Martínez Baracs, quien ha dado dos a la protesta por el despojo hecho por las agencias de subastas de estos bienes. Rubén Darío sigue lamentándose.
Nota:
[1] José Luis Martínez, Hernán Cortés, versión abreviada, México, 1992, FCE, pp. 203-204.
*Imagen de Andrea Stefanini
Adolfo Castañón. Poeta, traductor y ensayista. Es autor de más de 30 volúmenes. Los más recientes de ellos son Tránsito de Octavio Paz (2014) y Por el país de Montaigne (2015), ambos publicados por El Colegio de México. Premio Xavier Villaurrutia 2008, Premio Alfonso Reyes 2018 y Premio Nacional de Artes y Literatura 2020. Twitter: @avecesprosa
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Posted: March 16, 2021 at 11:25 pm