Los caminos sin ley de Graham Greene (II)
Tanya Huntington
La investigación historiográfica que muchos consideramos definitiva sobre la Guerra Cristera está compuesta por los tres tomos de La Cristiada de Jean Meyer, quien abordó el tema en los años setenta del siglo pasado, cuando todavía se consideraba tabú. También es clave la mirada menos global, más enfocada, de Carlos Martínez Assad en El laboratorio de la Revolución sobre el Tabasco garridista. Como rápida referencia para el público en general, creo que puede resultar útil la cronología presentada por María Esther Hernández Padilla en su “Breve reseña de la persecución de la iglesia en el México posrevolucionario”, [1] según la cual este cambio drástico en la relación entre Iglesia y Estado llevaba germinándose desde los artículos de la Constitución de 1917, respaldado por el reconocido anticlericalista Venustiano Carranza. Estos artículos prohibían la enseñanza religiosa, los ritos fuera del recinto de la iglesia, el derecho de poseer o administrar bienes y el derecho de mantener órdenes, aunque Hernández Padilla indica que el propio presidente Carranza intentó sin éxito suavizar estas medidas draconianas a posteriori. Después de que lo asesinaran en 1920, el obregonismo siguió con aquella tendencia anticatólica y la persecución de religiosos continuó de manera desordenada, a modo de “política de buscapiés”. Como era de esperarse, la Iglesia no soltó el poder hegemónico que había disfrutado durante tanto tiempo sin oponer resistencia, y expresó desde su Episcopado su rechazo de los artículos “comecuras”.
En su panorama, Hernández Padilla detalla cómo se desataron actos de violencia contra la Iglesia que fueron más desordenados que sistemáticos, protagonizado por grupos de obreros, entre otros, que lanzaban bombas, izaban banderas comunistas y cometían atropellos diversos contra distintas sedes religiosas. Se expulsó, por ejemplo, al Arzobispo Ernesto Filippi del país por haber dedicado un monumento a Cristo Rey en Zapopan, Jalisco. La Iglesia respondió a esta afrenta particular a su jerarquía con la organización del primer Congreso Eucarístico Nacional en 1924, el cual fue reprimido a su vez. Todos los empleados públicos que habían asistido al Congreso fueron destituidos. Fue a partir de entonces que esta represión difusa se convirtió en una persecución sistemática que culminó con la Ley Calles, que consistía más bien en varias nuevas leyes, las cuales buscaban formalizar la separación definitiva de Iglesia y Estado en México. Incluso llegó a declarar el presidente Calles la creación de una Iglesia mexicana, independiente de Roma, bajo la batuta de José Joaquín Pérez Budar. Se prohibió el uso de ropas talares, so pena de multa. Se limitó la presencia de los curas de forma extrema, a uno por cada seis mil habitantes. Cualquier sacerdote que osara criticar al gobierno podría encarcelarse durante un lustro. Comenzó la apropiación del Estado de las propiedades de la Iglesia. Y finalmente, se anunció que todos los sacerdotes tendrían que registrarse ante Gobernación y los gobiernos de los municipios locales. [2] En 1926, con la autorización del papa Pío XI, fueron las propias autoridades eclesiásticas las que suspendieron el culto público como forma de protesta. Se formó una Liga Defensora de la Libertad de Culto, mejor conocido como La Liga, y se organizó un boicot nacional —el cual falló, no obstante, en su propósito. Poco después, en varias regiones, el pueblo católico ejerció la guerra de guerrillas que en su conjunto conformaría el movimiento cristero en algunas de las regiones centrales y occidentales de México.
Meyer hace hincapié en el hecho de que, con la excepción de la suspensión temporal del culto público, la Iglesia nunca apoyó formalmente ninguna reacción a la represión extrema del gobierno posrevolucionario a través de la Ley Calles. De hecho, los obispos mexicanos se deslindaron del levantamiento cristero desde principios de 1927, aunque a su vez reconocieron el derecho del pueblo a tomar armas. En respuesta a una acusación del general José Álvarez, jefe del Estado Mayor presidencial, en el sentido de que dirigían en secreto al movimiento, emitieron la siguiente afirmación:
El Episcopado es ajeno [al movimiento], hemos declarado ya, y no es un misterio para nadie que conozca la doctrina de la Iglesia y la autoridad unánime de los grandes Doctores que hay circunstancias en la vida de los pueblos en que es lícito a los ciudadanos defender por las armas los derechos legítimos que en vano han procurado poner a salvo por medios pacíficos… [3]
Desde Roma, señala Meyer, hubo siempre un silencio sepulcral que “no fue roto jamás”. [4] De hecho, la Santa Sede ordenó explícitamente a los sacerdotes que se abstuvieran de apoyar a la revolución armada, ya fuera “material o moralmente”. [5]
Meyer nota que hubo una división interna entre los prelados de México cuando surgió el registro obligatorio de los sacerdotes en Gobernación. “Unos se pronunciaban en favor de la resistencia activa (política), otros por la resistencia pasiva (hasta el martirio) y otros por la perseverancia en la vía constitucional.” [6] Toda la investigación de este historiador, máximo experto en el tema, indica que la Iglesia mexicana muy pronto dejó de dar cualquier tipo de apoyo, incluso monetario, a la Liga formada en 1925 por ciudadanos que manifestaban un “radicalismo intransigente” como respuesta a la represión gubernamental. [7] Luego, excepciones al rechazo mayoritario de los obispos mexicanos del movimiento cristero, como el Monseñor Velasco o el Monseñor Orozco, operaban con el apoyo de los agraristas que los cobijaron, pero sin el apoyo de la propia Iglesia. Incluso desde 1926, todos los obispos habían prohibido a los católicos que tomaran las armas; para el año 1932, el Monseñor Plascencia, obispo de Zacatecas, amenazaría con excomulgar a todos los que lo hubieran hecho. En muchos otros lugares como Oaxaca y Puebla, según Meyer, fue el propio clero el que impidió que la insurrección popular se propagara. [8]
Entonces, ¿qué fue la Cristiada para la mayoría del clero mexicano? “Millares de sacerdotes pasaron tres años en una situación incómoda a veces, confortable más frecuentemente, alojados en casa de los católicos acomodados, en casa incluso de los perseguidores, celebrando en privado.” [9] En cuanto a la Ley Calles que había desatado la conflagración con su registro de sacerdotes, terminaron los religiosos por doblegarse y cumplir con esa exigencia. Y en cuanto a La Liga, aunque gozó de gran apoyo entre 1925 y 1926, y sin duda era la base de la conspiración tras el atentado contra Obregón, se fue menguando después de intentar sin éxito lograr el apoyo monetario de la Iglesia de los Estados Unidos o bien el apoyo militar de un ejército invasor del norte, lo cual no carecía de ironía, dada su ostensible oposición a los “protestantes yanquis” y el “imperialismo norteamericano”. A fin de cuentas, el representante de La Liga que viajó a los Estados Unidos, Capistrán Garza, ni siquiera logró entrevistarse con algún funcionario norteamericano, ganándose así el apodo “Sacristán Farsa”. Como señala Meyer, los miembros de la Liga prefirieron entregar a los miembros de la “U”, otra sociedad secreta con base en Michoacán, que arriesgar la competencia. Con el tiempo, abandonada por Roma y ninguneada por los Estados Unidos, La Liga estaba destinada a convertirse en una conspiración de quimeras que fue a la larga ineficaz y, según Meyer, hasta nociva para el levantamiento armado. [10]
Greene estaba más o menos al tanto de esta primera etapa del conflicto, que cobró alrededor de 80 mil vidas a lo largo de tres años. Describe a principios de su crónica The Lawless Roads la llegada del padre Miguel Pro a Veracruz en 1926, cuando era un joven de apenas 25 años. Habla de los artilugios que empleó para dar comunión cada día a cientos de personas. Lo describe como una especia de héroe popular. En 1928, el Presidente Obregón fue asesinado por un católico miembro de La Liga, José de León Toral, en el restaurante La Bombilla de la Ciudad de México. Greene cuenta cómo el padre Miguel Pro fue inculpado y ejecutado por este crimen.
Según Meyer, el caso Pro fue una excepción a la regla en general de “indulgencia acompañada de firme vigilancia” para los sacerdotes que vivían en ciudades, mientras que en contraste, fueron ejecutados cuando menos 90 sacerdotes en el campo mexicano tan solo en 1927. Después de esa ola de violencia, “los prelados ordenaban a sus sacerdotes que abandonaran sus parroquias, no quedando en ellas sino los voluntarios”. [11]
Alrededor de cien sacerdotes siguieron ejerciendo en esa calidad de voluntarios, bajo gran riesgo: “escondidos de día, trabajaban de noche, protegidos por toda la población, acompañados por algunos hombres, y estaban a merced de una denuncia”. [12] Nota Meyer que además del riesgo mortal que corrían, tenían que enfrentar un enorme sobrecargo de trabajo sacramental acumulado.
Luego de un cese al fuego tentativo de varios años, con el combativo Grito de Guadalajara que dio Calles en 1934, se reavivaron las llamas y se desató la segunda Cristiada. Aunque Calles fue exiliado por el Presidente Lázaro Cárdenas poco después, señala Greene que la prohibición contra la Iglesia permanecía intacta en todos partes, menos en San Luis Potosí. Las iglesias mismas ya habían reabierto, ahora como propiedad del gobierno —excepto en lugares como Veracruz, Tabasco y Chiapas, donde se enfocaría la investigación de Greene. [13] Esta separación violenta de Iglesia y Estado, para lograr una democracia tal y como lo había estipulado Benito Juárez a imitación del modelo estadounidense desde el siglo XIX, tuvo un saldo extremadamente violento y extendió durante años una guerra civil que ya había cobrado más de un millón de vidas en México. Para cuando el autor llegara en tren desde la frontera norte del país, el conflicto se caracterizaba por la matanza entre 1935 y 1939 de alrededor de 300 maestros rurales encargados de instituir la nueva educación socialista que había proclamado Calles. Sin embargo, nuestro autor no estaba, al parecer, demasiado informado sobre la evolución del conflicto más allá de la ejecución del padre Miguel Pro años antes, la cual venía ostensiblemente a investigar. Especialmente, no parecía estar al tanto del hecho de que la propia Iglesia mexicana, igual que la Santa Sede en Roma, habían dado la espalda tanto a los levantados como a los sacerdotes “voluntarios” que seguían operando en el campo.
Como atestiguó Greene, las prohibiciones se manifestaban más allá de los ritos sacramentales para alcanzar el extremo del saqueo de las iglesias, la ejecución de curas, la prohibición del uso de ropa clerical o monástica en la calle y la educación religiosa abierta (ésta seguirá impartiéndose primero en casas particulares, como describe Rosario Castellanos en Balún Canan, y luego bajo la máscara de clases de “ética” en años posteriores.) En lo personal, comprendo lo inexplicable y hasta ridículo que este fenómeno debe haberle resultado a primera vista: cuando llegué a México en 1991, poco antes de que el presidente Salinas de Gortari reconociera oficialmente a la Iglesia de nuevo, me parecía risible ver a monjas en la calle sin sus disfraces de pingüino; eso, a pesar de que México seguía (y sigue) siendo el segundo país con más católicos per capita en el mundo después de Brasil.
El racismo que se expresa en las páginas de The Lawless Roads es minimizado por David Rieff en su prólogo a la edición Penguin en inglés. Afirma que podemos considerar a Greene como “un iluminado para su época” en comparación con Evelyn Waugh, aunque reconoce por otro lado que la incapacidad del autor de hablar español era una limitación y que inevitablemente había “asimilado las actitudes imperiales de su momento y de su clase social”.
Encapsulado en el año 1938, Greene temía que dentro de una generación el culto católico iba a olvidarse aquí, algo que en su mente se debía a la miseria económica y pobreza de espíritu que padecían los mexicanos. En su Nota al principio del libro reconoce sin embargo que la “apatía religiosa” que había registrado en ese momento histórico “era más aparente que real”, y que poco después, habría un intento fallido de parte de los campesinos de montar un altar en una iglesia de Villahermosa. [14] Y es que Greene no daba mucho crédito a los mexicanos per se. El racismo que se expresa en las páginas de The Lawless Roads es minimizado por David Rieff en su prólogo a la edición Penguin en inglés. Afirma que podemos considerar a Greene como “un iluminado para su época” en comparación con Evelyn Waugh, aunque reconoce por otro lado que la incapacidad del autor de hablar español era una limitación y que inevitablemente había “asimilado las actitudes imperiales de su momento y de su clase social”. Por otro lado, el prologuista insiste en los méritos del libro, como por ejemplo sus múltiples aportaciones como un “travel book“, [15] a pesar de que el propio Greene, en su advertencia a la tercera edición, insiste en que el propósito original del libro no consistía en “registrar un ego individual en un viaje individual”, sino en retratar la situación religiosa a modo de un exposé:
Han pasado once años desde que escribí este libro, y puede parecerse ahora que el autor se obsesiona demasiado con una situación religiosa que era propensa a cambiarse a costa de aspectos más permanentes de la vida mexicana. Mi excusa debe ser que me comisionaron para escribir un libro sobre la situación religiosa, no sobre el folclor o la arquitectura o las pinturas de Rivera. [16]
Desde antes de que lo señalara Nebrija, ha sido generalmente reconocido que el idioma va de la mano con el imperio. Greene es de aquellos extranjeros que se sorprenden genuinamente al enterarse de que el alcance de su imperio, el británico, no es infinito, y que la mayoría de los mexicanos no hablan inglés. En lo personal, me parece curioso el hecho de que Greene, que aunque seguía siendo joven ya era un escritor profesional, se aventuró en una investigación de campo para The Lawless Roads a solas, sin haber tomado previsiones básicas como, por ejemplo, contratar a un guía hispanoparlante que pudiera mantenerlo a salvo y fungir a la vez como su intermediario; alguien que lo ayudara a contactar a aquellas personas a quienes deseaba entrevistar mientras realizaba su trabajo de reportero clandestino, o cuando menos a encontrar alojamiento y alimento durante su estancia en México. Este libro representa un caso más de hubris anglo que llevaba a autores como Lawrence, Huxley y Greene a expresar su indignación cuando, como resultado de su propia falta de conocimiento previo, no les va tan bien como ellos hubieran esperado durante su estancia aquí. Por ende, como argumentaré en mi siguiente columna, The Lawless Roads me parece más un relato sobre el fracaso de su autor –la incapacidad de cumplir cabalmente con la tarea que le habían encomendado– que una mirada aguda sobre la realidad de los mexicanos a quienes confiesa odiar profundamente desde la primera etapa de su viaje en una pelea de gallos de San Luis Potosí: “Creo que ese fue el día en que empecé a odiar a los mexicanos”. [17]
Notas
[1] Open Edition Books, Centro de estudios mexicanos y centroamericanos, 2003. Consultado en línea el 31 mayo 2021, https://books.openedition.org/cemca/2987?lang=en
[2] En estados como Veracruz y Tabasco, estas leyes fueron más severas, llegando a estipular que todos los sacerdotes tenían que ser mayores de 40 años y casados.
[3] Citada en Jean Meyer, La Cristiada, vol. 1, “La guerra de los cristeros”, (1973), trad. Aurelio Garzón del Camino, Siglo XXI Editores: Ciudad de México, 2018, 16.
[4] Meyer, 17.
[5] Citada en Meyer, 18.
[6] Meyer, 19
[7] Meyer, 50
[8] Meyer, 26, 31, 37.
[9] Meyer, 37
[10] Meyer, 59-91
[11] Meyer, 40-41
[12] Meyer, 41
[13] The Lawless Roads, 15-17.
[14] En el inglés original, “the religious apathy in Tabasco was more apparent than real,” The Lawless Roads, 3.
[15] En el inglés original, “the record of an individual ego on an individual journey”, “enlightened for his time”, “Greene had assimilated the imperial attitudes of his time and social class”; “Introduction,” David Rieff, viii-ix.
[16] “Eleven years have passed since this book was written, and it may seem now that the author dwells too much on a religious situation liable to change at the expense of more permanent sides of Mexican life. My excuse must be that I was commissioned to write a book on the religious situation, not on folklore or architecture or the paintings of Rivera.” The Lawless Roads, 3.
[17] “That, I think, was the day I began to hate the Mexicans”, Ibid, 44.
Tanya Huntington is the author of Martín Luis Guzmán: Entre el águila y la serpiente, A Dozen Sonnets for Different Lovers, and Return. Her most recent book is Solastalgia (Almadía / UAA, 2018). She is Managing Editor of Literal. Her Twitter is @Tanya Huntington
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Posted: October 20, 2021 at 8:49 pm