Fiction
Fachadas

Fachadas

Eric Lundgren

Creemos, por así decirlo,
que este gran edificio existe hasta que descubrimos,
aquí y allá, algunas de sus esquinas.

Ludwig Wittgenstein, Sobre la certeza

Puedes abandonar el vuelo cuando quieras —me dijeron—,
pero llegarás a otro Trude, exactamente igual, detalle por detalle.
El mundo está cubierto por un solo Trude, sin principio ni fin.
Sólo cambia el nombre del aeropuerto.

Italo Calvino, Las ciudades invisibles

1

Salía a conducir por el centro, cada noche, en busca de mi mujer. El tráfico de la hora punta avanzaba por el carril opuesto, al otro lado de la medianera, mientras yo me dirigía hacia el este por la I-99, sin obstáculos ni dilaciones, convencido de ir en la dirección equivocada. La ciudad iba levantándose ante mis ojos, las luces dispersas de los viejos edificios componían en la noche las notas volátiles de un pentagrama. ¿Qué esperaba encontrar ahí, en la ciudad? La gente no desaparece sin más, o eso creía yo entonces. Dejan huellas, notas, recados. Ecos. Si Molly había salido de su ensayo en la Ópera para ir a la tienda de la esquina y no había llegado nunca a aparecer allí, ni tampoco regresado, entonces tenía que haber dejado alguna huella de su paso. Así se lo dije a la policía después de cumplimentar el Formulario de Persona Desaparecida en la comisaría del distrito diez de Trude. «No siempre es como en “Hansel y Gretel”, sabe», me dijo el detective, un tipo llamado McCready que cubría el turno de noche aparentemente solo, rodeado de las tenues luces de los ordenadores parpadeando en modo pausa. Llevaba el pelo al uno y una sola y espesa ceja, tenía la pinta de un mecánico que arregla las máquinas a mano, sin herramientas. Escuchó mi historia mientras tomaba notas en su cuaderno de bolsillo, un mero escribano. En su mesa, en lugar de la habitual foto de familia, tenía un retrato de grano grueso de Wittgenstein. En el marco de acero anodizado podía leerse esta cita errónea: «El caso es todo lo que es el mundo». McCready prometió llamarme en cuanto surgiera algo, pero yo no estaba de humor para quedarme cruzado de brazos. Me dispuse a recorrer las calles por mi cuenta, con los bolsillos llenos de bolsas de plástico, bolsas de pruebas policiales. Un especialista en aceras, eso me volví. Seguía sus probables pasos en círculos cada vez más  amplios que siempre se cerraban en el Palacio de la Ópera, adonde llegaba con las manos vacías y el saludo del guardia nocturno.

Este guarda nocturno había sido la última persona en ver a Molly, algo que lo convertía, de facto, en una autoridad sobre su desa- parición aunque con el tiempo, cuando se lo interrogó, admitió no ser «tan observador». Apenas notaba mi presencia cuando entraba o salía. Se limitaba a mirarme con su ojo bueno, un ojo que se acomodaba de nuevo y de inmediato en su mejilla mullida.

Mi mente proyectaba su imagen sobre la ciudad, su presencia ondulante. Empezaba las noches como un depredador que al poco camina con torpeza, un sonámbulo. Doblaba cada esquina con la convicción de que estaba cerca, pero lo que realmente encontraba en esas calles tortuosas eran apariciones que se esfumaban apenas las descubría. La curva de su espalda en la sombra de una farola. El salpicado de sus pecas en el yeso descascarillado. Sus ojos en el intermitente de un semáforo estropeado.

Quizá no conozcas nuestra ciudad, a la que solían describir como el camino a ninguna parte, que es como decir ninguna par- te, a la deriva en el monótono y plano vacío que va de una a otra costa. Llevo aquí toda la vida y lo digo así de claro: es fácil perderse aquí, «piérdete en Trude», ése fue nuestro eslogan turístico, pero no llegó a cuajar. Era demasiado acertado. Redundante. Cuando preguntabas a un turista qué le había parecido su visita se refería a la ciudad con ese término alemán, platzganst. Y de esto no tienen la culpa mas que los fundadores de la ciudad, de esta angustia que te atrapa cuando intentas, sin conseguirlo, atravesar una plaza que no se acaba nunca. Si consultamos el Plano artístico de la ciudad de Sitte a modo de guía, descubriremos que nuestros antiguos patriarcas diseñaron un centro urbano que aún luce muy hermoso sobre el plano, una ciudad aclamada como «la Múnich del medio oeste» a finales de 1890. Pero el siglo xx no ha sido nada amable con ella. Los grandes hoteles todavía anuncian habitaciones por diez dólares la noche entre ventanas cegadas con cartón. Grandes mansiones decrépitas se derrumban sobre los bulevares, cubiertas de grafitis. El dinero, y su tendencia gaseosa al escape, acabó por depositarse en los suburbios del Bosque de Sherwood y en Nueva Arcadia.

Yo era un viejo prematuro vagando por la cuadrícula de la ciudad, la ciudad en damero, por decreto, así se había proyectado Sitte. Por este decreto los cruces tenían noventa grados, cruces que yo transitaba al recorrer estrechas callejuelas y callejones sin salida. Calles que morían de golpe en plazas minúsculas con fuentes atrapadas entre la hiedra silvestre y estatuas corroídas por la lluvia y la nieve. Estas estatuas se encontraban, por instrucciones del mismo Sitte, en las esquinas en lugar de en el centro (se había tomado esta decisión tras observar dónde colocaban los niños sus muñecos de nieve). Los callejones serpenteaban entre los edificios como las arterias más siniestras de la criminalidad. Si te tomabas al pie de la letra los titulares algo histéricos del Trude Trumpet, la ciudad parecía infestada de delincuentes, acechantes tras las bocas de riego y los monumentos al progreso cívico. Dormían en edificios abandonados, con avisos ya fantasmagóricos de bombachos, zapateros y cereal en grano.

Éstas eran las calles por las que caminaba ese mes de mayo, des- pués de que Molly saliera a comprar un huevo para aclararse la gar- ganta y no volver jamás. Estaba resultando un mes más frío de lo habitual, pero yo no me daba ni cuenta. Sólo la lluvia resultaba húmeda y eso era todo. Cada noche empezaba mi ronda en el Palacio de la Ópera, cerca de la esquina de la avenida Hamsun y Sinuous Lane, seguía más allá de los robustos pilares de la Biblioteca Central y bajaba por callejuelas desiertas donde asomaban viejas tiendas de relojes. Los relojeros achinaban los ojos buscándome detrás de sus lupas. A veces encontraba carteles empapados anunciando una ópera en la que mi mujer había actuado. Los carteles mostraban las  críticas del Trumpet («Nada de señorona gorda… Molly Norberg es una gran belleza»). Estaban medio pelados y descoloridos y su cara resultaba apenas reconocible con tanto maquillaje, pero en mi memoria su dulce imagen empezaba a desvanecerse y arrancaba esos carteles de las paredes y las farolas para luego amontonarlos en el maletero de su coche.

La maestra de canto de Molly, la anciana frau Huber, vivía con su achispado marido en la segunda planta del hotel Ambassador, con ellos como únicos huéspedes. Eran los propietarios de dos apartamentos, uno frente al otro, al final de un corredor, y dejaban las puertas siempre abiertas salvo en las ocasiones, cada vez más raras, en que frau Huber daba clase. Los dos apartamentos apenas alcanzaban para almacenar las montañas de partituras y viejos discos de vinilo. Los pianos y los instrumentos de cuerda mostraban diferentes y progresivos estados de deterioro, apoyados en fila contra la pared. Cuando llegué al Ambassador, los Huber se encontraban tocando la Sonata a cuatro manos de Beethoven, cada uno en su lado respectivo del corredor. Todavía no estaba preparado para oír música, me pareció que era prematuro. Tocaban fuera de acorde. El afinador de pianos llevaba mucho tiempo sin aparecer por allí. Los ratones trepaban por las paredes desconchadas, enormes gatos callejeros salían a mi paso por los corredores. Tuve que llamar al oxidado timbre de servicio de la habitación para llamar la atención de frau Huber. Levantó sus nudosas manos artríticas del teclado como si la hubiera sorprendido haciendo algo indebido. Los acordes de su marido siguieron sonando a falta de una melodía.

—Querido mío —susurró—. Debes de tener hambre. Se fue a la cocina a hacerme un té mientras herr Huber entró en la habitación haciendo crujir las articulaciones de sus dedos y se sentó conmigo en una mesa cubierta de libros y partituras que apenas dejaban que nos viéramos el uno al otro. Apareció una caja de lata con unas cuantas chocolatinas rancias. Frau Huber siem­pre había representado una figura materna para Molly, cuyos padres habían muerto jóvenes; y mientras mordisqueaba una pol­vorienta trufa me di cuenta de que también yo consideraba a frau Huber como una especie de suegra. Molly tenía su nariz. Llevaba el pelo cano peinado en una trenza recogida en la coronilla. Tenía la costumbre, como Molly, de ir a la nevera, cascar un huevo en la encimera y con un grácil movimiento dejar caer la yema al tiempo que aplastaba la cáscara en el hueco de la mano. Era una mezzo, como Molly. En los meses previos a su desaparición, mi mujer probablemente había pasado más tiempo con frau Huber que en casa conmigo. Ver a la anciana así, como otra transparente nube de vapor de la tetera, fue como siempre imaginé que vería a Molly en el futuro. Su marido seguía sentado, embutido en su chaleco, tamborileando a Beethoven sobre el roble manchado de la mesa. Como su inglés era limitado y el mío tampoco estaba en plena forma, no éramos una buena pareja en lo que a charla se refiere.

—Hay cosas que pueden decirse con la música pero no con las palabras —dijo frau Huber, dejando caer en su té un terrón de azúcar tras otro.

La edición matinal de Trumpet se encontraba torpemente colo­ cada en el centro de la mesa. Los titulares, en gruesa tipografía, re­ sultaban imposibles de evitar: «Desaparición de diva local en el centro de la ciudad».

—También hay cosas que la música no puede decir —añadió. —¿Notó algo raro en Molly en su última clase? —pregunté. —Nada raro —dijo—. Hablas como un policía. —¡Ya han venido dos veces! —ladró herr Huber.

—Los interrogatorios le ponen nervioso —dijo frau Huber, em­pujando la lata de galletas en mi dirección. En la tapa había una  reproducción de dos niños caminando de la mano por un sendero que se internaba en un bosque oscuro.

Había una vieja catedral por el centro, un claustro que había sido el refugio de un pequeño grupo de conservadores y tradicionalistas que había caído en desgracia ante el arzobispado de la ciudad. Allí las misas se habían cantado en latín hasta que la diócesis reclamó el edificio y la pequeña congregación quedó a su suerte. Hacía muy mal día cuando llegué. Aquél era un lugar resguardado donde espe­rar a que escampara, aunque había goteras en el techo y una larga mancha de agua había echado a perder el mosaico que representaba a los santos y misioneros que trajeron la fe a Trude. Querubines de oro y palomas de plata guardaban el altar saqueado. Sobre el suelo, desordenados como un puzle abandonado por un niño, estaban los vitrales rotos a pedradas. Los fragmentos formaban a medias un rostro sagrado, un cielo roto. Éstos también me recordaban a Molly. Recogí los cristales y me los guardé en los bolsillos para más tarde reconstruir con ellos una imagen que tuviera sentido. Tiempo atrás, bajo esas mismas ventanas, me había sentado en esa catedral para escucharle cantar la Rapsodia para contralto de Brahms.

Siempre había dado por sentado que me encontraba solo, espe­rando a que escampara. Sin embargo, una noche, el haz de una linterna dividió la oscuridad en dos bajo los puntales. La luz parecía provenir de los tubos del órgano. Un cura, sin afeitar, con una arru­gada sotana llena de quemaduras, apareció, pequeño y asustado, entre los inmensos cilindros metálicos.

—¿Puedo ayudarle en algo? —gritó con una voz que sonó distan­ te y enojada.

—Me llamo Norberg —dije— y estoy buscando a mi mujer. Un hombre más joven, de largo cabello rubio y camisa con cho­rreras apareció delante del órgano. —¿Que eres qué?

Levanté uno de los carteles de la ópera (uno de los más realistas que tenía) que mostraba la cara más o menos reconocible de mi mujer bajo el maquillaje. El cura dirigió su linterna hacia la cara pálida y pecosa de Molly, a su nariz respingona. En una ocasión había empezado a contar sus pecas, una por una, con pedante lentitud, hasta que ella me apartó en una tormenta de dientes blancos y rizos pelirrojos.

—Oh, vaya —dijo, mirando hacia abajo—. ¿Ella era tu mujer? —Es. Es mi mujer. —Una vez cantó para nosotros —dijo el más joven—. Por aquel entonces yo era el encargado de la programación musical. —Lo sé. La escuché desde los bancos. —Señor Norberg —dijo el cura. Al parecer la proximidad con el

órgano le había dejado algo sordo—. ¿Ha visto a los ladrones de ladrillos ahí fuera?

—No te pongas paranoico —soltó el más joven. Rocé con los dedos los pedazos de cristal en los bolsillos de mi americana. —No.

A unos metros de mí el ala de un ángel de piedra cayó desde lo alto partiéndose en mil pedazos detrás de un banco.

—Estos ladrillos están muy cotizados en el marcado negro —dijo el cura—. ¿Seguro que no ha visto a nadie?

—Vi a unos chavales ahí fuera —dije—. Creía que estaban des- cansando, nada más.

—Mejor no pensar en esas cosas —dijo el más joven—. Su mujer venía mucho por aquí antes de la… antes de su… ¿Lo sabía usted?

—No. Su cara estaba tan rasurada que me pregunté si se afeitaba con un cristal de los vitrales. —Sí, solía venir aquí de noche, como hace usted. —Me gusta el edificio —dije.

—Parecía que… ¿se dio usted cuenta, padre? Parecía que se tomaba mucho interés en nuestros eunucos.

—¿Sus eunucos? —Creo que están muy logrados, ¿no le parece?

El joven tomó la linterna del cura y la dirigió hacia las rechonchas figuras sin sexo cinceladas sobre el arco del transepto. Flotaban entre las vigas, los labios entreabiertos, embelesados en su feliz carnalidad.

—Aunque, claro, hay tanta belleza en esta catedral que resulta difícil saber qué mirar. Es el problema del Barroco. Desde que la diócesis nos abandonó intentamos ver el lado positivo, sabe. Quizá si la catedral perdiera parte de sus maravillas, como los vitrales o los mosaicos, los futuros visitantes no la encontrarían tan… excesiva.

—¿Para qué querría nadie nuestros ladrillos? —preguntó el cura—. ¿Es que no hay bastantes edificios de ladrillo vacíos por aquí? ¿Acaso es que los quieren bendecidos?

—Y esa voz. El joven abrió los brazos como queriendo abrazar la envergadura del órgano, como si tal abrazo imposible pudiera abarcar la poderosa voz de Molly cuando cantaba.

—Qué voz la suya, Dios mío.

Mi última incursión al centro fue a uno de esos barrios de Trude que nadie visita de noche. Caminaba de vuelta al coche, aparcado en la plaza de Sinuous Lane con el bulevar Dead Mayor. Me había detenido para contemplar una muestra, particularmente interesante, del vandalismo local. Algún provocador ocioso, en un acceso nocturno de angustia y rabia, había seccionado la parte inferior de una señal de cruce de peatones. La figura, tan resuelta en su marcha, el cuerpo dirigido al frente, era ahora un hombre en caída libre, sus extremidades cuatro franjas inútiles. Me encontraba admirando el resultado cuando noté la punta de un cuchillo en la espalda a la que siguió una mano extrañamente tranquilizadora en mi hombro que me

mantuvo clavado en el sitio, y por un momento no supe si tensarme o relajarme. Hacía tiempo que no me tocaba nadie.

—Voy a cogerte la cartera —dijo la voz de tenor a mi espalda.

—Bien, de acuerdo —repuse, calculando con tristeza la cantidad que mi jefe me había entregado para pasar el apuro de fin de mes.

Sacó la cartera. Oí cómo el matón contaba los billetes con la fruición satisfecha del lector pasando las páginas de una novela barata. Había bajado el cuchillo, así que me di la vuelta. Su delgadez se veía mitigada por la piel mullida y blanca de un abrigo largo. Sus mejillas duras y estrechas. La piel del rostro cruzada de marcas. Después de guardarse el dinero me miró de arriba abajo.

—Dios, ¿pero qué te ha pasado, hombre? —me preguntó. No contesté. Arrojó el billetero en mi dirección.

—¡Gracias! —grité. No le dije a mi asaltante que me recordaba a mi hijo, quien padecía la misma afección en la piel, mi hijo que permanecía solo en casa cada una de las noches de mi búsqueda. Cada noche que yo merodeaba por la ciudad, persiguiendo mi particular y cada vez más descolorida película de Molly, Kyle la había pasado completamente solo.

Me demoré en la plaza hasta mucho después de que la nube va- porosa del abrigo del ladronzuelo desapareciera en la oscuridad del callejón. Mi única compañía era la de la estatua de bronce del alcalde Trudenhauser, de quien había tomado el nombre la ciudad. Al parecer había dividido su apellido después de una serie de fracasos públicos y privados allá por 1890; una sucesión de derrotas que lo habían dejado apático y algo atemorizado. Miré su sombra oronda sobre los adoquines. Mientras me fumaba mi último cigarrillo vi claramente, y por primera vez, que esas expediciones nocturnas tenían que acabar ya, que no iba a encontrar nada ahí, que tenía que empezar a regresar a casa después del trabajo. A mi lado el alcalde contemplaba las agujas paradas de su reloj de bolsillo. Sus pesados ojos, deteriorados por la lluvia y el óxido, parecían casi humanos.

*Este fragmento pertenece al libro Fachadas de Eric Lundgren (Malpaso, 2016)

Eric LundgrenEric Lundgren nació en Cleveland y creció en Minneapolis, Minnesota, donde leía como método para sobrevivir a los inviernos. Estudió en el Lewis & Clark College y cursó el postgrado del programa de escritura de la Washington University, donde ya se había graduado. Sus escritos han aparecido en Tin House, Quarterly West y en The Quarterly Conversation. Fachadas es su primera novela. Trabaja en una biblioteca pública de más de cien años de antigüedad en St. Louis. Allí vive con su mujer, Eleanor, y sus dos gatos.

Posted: September 20, 2016 at 11:13 pm

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