Essay
Visita al West End
COLUMN/COLUMNA

Visita al West End

Alfredo Núñez Lanz

para Blue

Es demasiado temprano para un sábado, se dice luego de saborear el jugo de toronja. Arrastrando el cansancio repasa los encargos: pinceles, acuarelas, algunos tubos de pintura acrílica, elegantes óleos y pasteles. Enlista lo esencial: la comida, la carta de su cuñada, el suelto para las mordidas. Al fin renuncia a la toalla que lleva atada al pecho, se enfunda el sencillo top gris y duda entre una camisa de vestir o la blusa polo roja, la favorita de Lulú, su niña de siete años. De cualquier forma, la decisión que tome estará mal, irá contra las inasibles reglas del West End y deberá pagar cinco pesos a cualquiera de los filtros. O a cada uno. Los colores negro, blanco, azul marino, gris y caqui están prohibidos.

Carmen escoge la polo roja: llamará la atención de Ezequiel, pues se entalla un poco más, resaltando sus pechos. Coge las llaves, se acomoda el bolso y, como siempre, se da un vistazo en el espejo: comprueba que el maquillaje no es demasiado llamativo. En el West End las prefieren sobrias, sin tacones, plataformas o tenis con válvula de aire; no pueden llevar pantalones “tipo cargo”, esos de múltiples bolsillos. La ropa deportiva tampoco se permite. Las blusas de las visitas, además, no pueden ser muy apretadas ni muy holgadas: los abrigos o suéteres con doble forro no entran, ni relojes, encendedores, celulares, llaves. Ni hablar de cualquier objeto punzocortante, así sean sólo uñas largas o postizas, aunque Carmen ha visto a varias chicas de la vida alegre que pasan hasta con minifalda y provocativos escotes. Dos veces se atrevió a señalarlo: oiga, la de adelante trae shorts y pasó, pero las despiadadas gordas se limitan a estirar la mano. En el West End los reclamos deben ser suaves, con actitud sumisa, a riesgo de no entrar.

El dinero también se limita en el West End: lo máximo que se puede ingresar es la honrosa cantidad de ochocientos pesos, de manera legal. Respecto a la comida, todo aquello que llegue envuelto, como hamburguesas, se prohíbe. Por obvias razones, la leche en polvo, el talco o incluso la sal, no entran. Carmen se imagina a las toscas mujeres que en cada visita le palpan nalgas, piernas y pechos, comprobando que ninguno de esos productos sea cocaína. No entiende cómo es que se ensañan tanto con las visitantes, revisándoles cada compartimento, cada posible hueco donde ocultar drogas cuando adentro se consiguen con un chasquido de dedos.

Un escalofrío la estremece al dar vuelta en la desviación que debe tomar tras el derrumbe cercano a la estación Olivos del Metro; ella pudo ser aplastada camino al West End, pues ha pasado por ahí al menos unas veinte veces desde que Ezequiel está preso. La primera visita, seis meses atrás, Carmen lo ignoraba todo sobre las prohibiciones, filtros, y corrupción que hay que adoptar con tal de tener cinco horas frente a su pareja. Por la Covid-19 las primeras semanas de reclusión no hubo visitas, pero le dejaba comida en bolsas transparentes con el nombre de Ezequiel; cuando se juntaban las viandas Carmen veía cómo el carrito apodado “el barco” enfilaba hacia el área de aislamiento. Era terrible no poder verlo, pero de alguna forma, a través de sus guisos, acompañaba a Ezequiel.

Está muy cerca del hotel con el que bautizó al reclusorio: cuando Lulú comenzó a sospechar de las largas mañanas sabatinas que su madre pasaba fuera, lo primero que le vino a la mente fue la paupérrima construcción de tablaroca color rosa, cerca de la cárcel, llamándose pomposamente WestIng, como si se tratara de una versión pirata, tlahuaquense, del Westin de Santa Fe, donde alguna vez ella trabajó de recepcionista. Mamá está tomando una capacitación, le explicó. Y de sus labios brotó el apodo, que no era muy preciso, pues en realidad Ezequiel purga su condena en el Reclusorio Oriente. El “End” se debe a que la cárcel está en el fin de la ciudad, perdida como un limbo.

Hay mucho tránsito y no ha cargado gasolina: llegó corta al fin de quincena; debió escoger entre alimentar el viejo coche –ruinoso para los soberbios estándares automovilísticos de México– o alimentar a su familia. Le avergüenza pedirle dinero a su madre jubilada, con quien vive a sus treinta y siete años, pero está todo tan caro, que la materia prima para dos tortas simples en pan baguette la dejó en quiebra. Espera que su madre acceda, una vez más, a hacerle un préstamo.

***

Esos pantalones no pasan, están muy cortos. Pero son los que he traído siempre. Los que lleva puestos son pescadores, aquí no entran y es doble porque no usa calcetas. Soy alta, revira Carmen, y todas las marcas me quedan cortas. Ay, sí, la princesa de marcas, y extiende la mano como los limpiaparabrisas de los semáforos, sólo que esta tipa ningún esfuerzo hace, piensa Carmen, ha de llevarse a casa mínimo unos seis mil pesos por encontrarle fallas a las visitantes, cada sábado. Y pasa al último filtro, el sexto. Recuerda su primera experiencia, cuando una mujer policía le extendió la mano y ella no supo si le faltaba algún documento. La chica de atrás le susurró: dale, manita, dale pa’l chesco. Pero ella llevaba sólo un billete de veinte. Cuando por fin entró, la chica le reclamó: no estés ofreciendo billetotes, aquí son puras monedas de cinco o nos van a subir la cuota a todas, si serás…

Ahora Carmen sabe que debe llevar mínimo diez monedas, pero hoy está demasiado cansada. Ese color no pasa, güera, dice la tosca mujer que masca un chicle. ¿Cuál? El de la blusa. Es rojo, oficial. No, ese es rosa. La traje hace dos semanas y no me dijeron nada. ¿Quiere ver a su familiar? Sí. Entonces no rezongue, y es doble porque trae peluca y pestañas postizas. ¿Qué? ¡Es mi pelo y son mis pestañas! Carmen se jala el párpado con tal de demostrarlo, pero la mujer se encoge de hombros y extiende la mano. No puede desquitar su rabia, ni siquiera demostrarla, pues es el sexto filtro, y si se comporta altanera la castigarán restringiendo las visitas por un mes. Compórtate, se ordena. La última moneda que carga es de dos pesos, oh, fatalidad. Nerviosa, esculca los bolsillos del pantalón sin suerte. Se lo debo, regreso en ocho días, propone Carmen. La mujer se ríe de ella. No entras. Me ven aquí los sábados, usted ya me conoce. ¿Quién te crees? Y una mano amiga, la chica de atrás, le extiende una moneda de diez pesos. Ándale, antes de que me arrepienta, dice la policía. Al final del pasillo, una lona reza: “no des mordidas, no contribuyas a la corrupción”.

Gracias, nunca me habían dicho nada de mis pestañas o mi pelo. Hay una razón, le explica la chica: hace años unos reos se escaparon vestidos de mujer, cosieron su ropa usando el forro de las que pasaban con gabardinas o abrigos, se pegaron las pestañas de sus novias y salieron bien campantes. Las dos se ríen. Y cuando traigas dinero, chula, métetelo en los calzones y encima le pones una toalla femenina, de esas con alas. Carmen agradece el consejo, pues durante seis meses ha pasado la cuota de mil pesos semanales escondidos entre la ensalada: diminutos billetes doblados una y otra vez hasta quedar en pequeños triángulos o cuadrados deformes envueltos en egapac. En el West End, eso cuesta el derecho a dormir tranquilo en una celda del área de “ingreso” —entre otras diecinueve personas—, bajar al patio y de vez en cuando comer otra cosa que no sea “el rancho”, apodo para la cocina de prisión, que siempre provoca cólicos, sarpullido o diarreas nocturnas, muy inconvenientes cuando hay que esquivar a los doce hombres que duermen de pie en la regadera, atados como ramos de rosas. La madre de Ezequiel ha hecho una colecta entre su familia; por fortuna él puede pagar un sitio en el suelo, al lado de cuatro compañeros. Ezequiel desea que se libere “el sarcófago” —el exiguo espacio bajo un camarote de concreto— donde podría dormir estirado a sus anchas, aunque deba amistarse con los bichos y pelear contra su claustrofobia. Al menos no le toca en “la moto”: el excusado donde cada noche colocan una tapa de madera que no logra filtrar del todo los efluvios.

Apenas salí del reclusorio de Santa Martha Acatitla, estuve un año, y nadie me fue a ver, más que mi mamá, y aquí, ¡las filas están enormes! Cuántas mujeres vienen a visitar a sus parientes; en Santa Martha no hay filas. Las mujeres somos muy solidarias, dice la chica. Y pinches cabrones, son bien culeros, ya los viera cocinándonos y trayéndonos nuestros gustitos a la cárcel, pero aquí estamos de sus pendejas. Lo único bueno de que estén aquí encerrados, agrega, es que ni se largan de fiesta a empedar, ni se van con putas. Las dos se ríen. Es un decir, piensa Carmen, pues adentro también hay alcohol y putas, pero claro, sólo los que tienen con qué pagarlas acceden al privilegio.

Se despiden, pues llegan corriendo “las estafetas” para recibir a las visitas y vocear a sus presos –que ya no se les denomina así, sino ppl, “persona privada de su libertad”–. Es el único momento de toda la jornada donde Carmen respira y se permite ilusionarse, pues, aunque ya sabe qué hacer al pasar los filtros, el miedo es endémico hasta ese instante, cuando “el Gárgola” corre desaforado hacia ella para llevarla hasta la mesa del patio donde Ezequiel está esperándola.

¡Así hubieras corrido cuando te agarró la tira, Gargolita!, escucha que le gritan a su “estafeta” de confianza, y no puede evitar la risa. Carmen suelta las amarras. Ver a su novio de lejos, buscándola entre la muchedumbre, los puestos de alcancías, tortas, los tríos o mariachis, la enternece. Después de esos breves segundos, el miedo vuelve, esta vez a que los de la Unión Tepito decidan pelearse ese día con los del cártel de Tláhuac; la aterran las cargantes miradas encima de ella por ser blanca, castaña. Algunas son miradas de lujuria, otras de tristeza profunda, de abandono, desesperadas o sin el brillo de la fe por salir algún día. En las expresiones de los ppl Carmen puede leer todo.

Hoy está de suerte: encuentra dos rostros alegres y sabe el motivo: ya se van del reclusorio. Uno de ellos es del propio “Gárgola”, que lleva diecisiete años ahí y saldrá en marzo del 2022. Al enterarse de la noticia, la alegría compartida hace que le dé una propina mayor a la usual por ayudarle a cargar las bolsas con los encargos de Ezequiel y la comida. ¡Buenos días, señorita Carmen! Es “Comienzo”, el encargado de llevar un registro, con su perene lista y esa amabilidad caballeresca, de otro siglo. Su historia siempre la ha frustrado: en el 2004 recibió una llamada de un amigo borracho que le confesó que mataría a su mamá y a su hermana, por culeras. “Comienzo” colgó el teléfono luego de burlarse un poco de su amigo y, oh, sorpresa, al día siguiente estaban muertas. Le dieron veinte años, “cómplice de asesinato”, por no dar parte a las autoridades luego de esa mísera llamada de dos minutos.       

Por fin Carmen y Ezequiel están frente a frente, pero ella lo nota más cansado de lo usual. Le tocó hacer “la fajina”, pues el dinero no le alcanzó esta vez para evadir la obligación compartida de limpiar la celda. Además, el “Pug” lo abrazó en la noche y cuando Ezequiel le reclamó, confesó que había soñado con su esposa. ¿Y qué le digo, Carmen? Lleva aquí el doble de tiempo que yo. Al menos no estoy en las changueras con los “chirimiquis”, le dice. Los “chirimiquis” son los que no tienen dinero para pagar nada: protección, comida, permisos de bajar al patio; siempre están en las changueras: celdas en forma de chorizos largos, sin camarotes, duermen todos en el suelo, apretujados, sin pantallas de televisión, bocinas o comodidades. Donde duerme Ezequiel, la “mamá” de su celda se las arregla para tener momentos de entretenimiento: renta un celular a los colombianos que roban las casas de las Lomas y, a su vez, lo renta a sus “hijos” por cuartos de hora. Ingresar el teléfono de cajita de cereal costó la absurda cantidad de quince mil pesos, que fueron a dar a los bolsillos de un “mono” o custodio solícito, y a él deben pagarle de renta ochocientos pesos a la semana. El celular pende de un cordel, oculto en el hueco de la regadera, cerca del “diablito” que abastece de luz la pantalla donde la “mamá”, o jefe de celda, ve sus dvd.

¿Y si te pasas a “población”, Ezequiel?, pregunta Carmen. Me dicen que ahí es enorme, un pueblo: hay restaurantitos donde se comen desde mariscos hasta cortes de carne, peluquerías y hay un hotel, son suites y venden permisos para quedarte a pasar la noche. Ezequiel se ríe: ¿sabes lo que cuesta eso? Tú y yo acabaremos en las “cabañas”. Ante la extrañeza de Carmen, le explica: es una parte del patio, armada con sábanas y entre sábana y sábana hay colchonetas en el suelo; entrar cuesta treinta pesos la hora. ¡No! Para eso trabajo, imagínate estar ahí con el sol y separada de las otras parejitas por una tela. Carmen se estremece de pensar en las transparencias, los gemidos, las nalgadas sonoras. Debe ser un desmadre, concluye. Entrar a “población” es la boca del lobo, Carmen, mientras más adentro, más difícil será salir, y son miles y miles… Aquí en “ingreso” siento que estoy más cerca de la puerta. Sólo a los “chirimiquis” les conviene irse a “población”, pues ahí pueden conseguirse un trabajo: si son carpinteros, hacen desde sillas hasta artesanías que los mismos reos compran; si fueron meseros, se van a los restaurantes o pueden aprender a cortar el pelo. Es como el turista mundial, expone Carmen, un mundo en chiquito. Un submundo, remata Ezequiel, mientras inspecciona sus pinturas, por fin podrá terminar el cuadro que le pidieron, a pesar de que su novia le trajo un verde equivocado, pero jamás se atrevería a reclamárselo.

En “población” las celdas no están tan saturadas como en “ingreso”, donde sí se paga por todo. ¿Y quiénes tienen dinero? Pues los miembros de los cárteles, y ellos son el motivo de que Carmen sienta el aire tan denso que podría rebanarlo: ahí conviven cara a cara los cárteles rivales. La uva o Unión Tepito son los del negocio completo, secuestran, se rentan como matones, venden drogas, y un largo etcétera, son criminales top. Y los de Tláhuac están enfocados a la venta de droga; con ellos Ezequiel ha encontrado más “paros”. El West End se rige por paros o favores. Todos se deben paros entre sí. Cuando Ezequiel estaba en el área preventiva de Covid, conoció al Burbujas, cuyo tío purgaba condena en “ingreso” y era la mamá de la celda; ese paro lo benefició mucho, pues no lo jodieron por “panqué”, apodo para los niños fresas, y despejó su miedo a ser violado. Eso ya casi no ocurre, pues los monos se van contra toda la celda, no sólo contra el violador, y los llevan juntos a “módulo”, el verdadero infierno del West End, la cárcel de la cárcel, donde no hay comida ni baños, sólo una canaleta donde orinan y defecan, sin poder llevar papel de baño. Ahí tienen que acarrear agua y está repleto de alimañas. Nadie logra dormir. Y para salir de ahí llevan el caso a un consejo que está formado por reos: ellos deciden cuándo termina el castigo en el “módulo”.

Espero que no hayas ido a la fiesta, Ezequiel, no se te ocurra prestarte a nada de eso. Cómo crees, ni me invitaron, y suelta una carcajada. Cada tanto, cuando a alguno de los pesados se le antoja un reventón, hay putas, alcohol, drogas a raudales y quiebran piñatas donde meten paquetes de cocaína, mariguana, condones, mdma, popper, verdaderos dulces para la ocasión. Nada de eso, Carmen, pero te tengo una sorpresa: estuve ahorrando, hice la fajina y podemos tener una visita íntima.

Carmen no sabe cómo reaccionar. Entiende que es una ilusión para Ezequiel, un incentivo, pero siempre la aterra que a medio romance les abran la celda. Es un miedo injustificado, pues son celdas preparadas, limpias, donde las pertenencias de los ppl se ordenan para recibir a los amantes y hay toda una logística. Al entrar les cierran por fuera, así que resulta imposible salir hasta la hora acordada; eso la perturba también, pues no hay manera de escapar en caso de emergencia y ni quiere pensar en los escenarios que puedan suscitarse ahí. Cuando ha subido, por momentos se le olvida que está en una celda donde duermen hasta veinticinco personas, un lugar que guarda tanta frustración. También es cierto que le despierta el morbo, pues le parece el equivalente a hacerlo en el baño de un avión, pero versión triste. Aunque los agarrones son más intensos y, como están a contrarreloj, le echan muchas ganas, al final se siente vacía.

Vamos, está bien, cede ella. Es el horario de una a tres, el que acostumbran. El horario extendido hasta las cinco cuesta entre seiscientos y setecientos pesos, que ambos no han podido juntar en dos meses. A él siempre le gusta traer un reloj con tal de estar al pendiente del momento para subir y también cuando ya deben bajar. Desde el instante en que Ezequiel pide el reloj prestado a alguno de sus compañeros, Carmen ya se siente avergonzada; le apena todo lo concerniente a subir: el nombre como se maneja ese tipo de encuentros, “visita íntima”, le molesta. ¿Por qué no la llaman visita, a secas?

Se encaminan; los gritos “¡sube visita!” alertan a los reclusos y todos, sin excepción, deben ocultar la cara con tal de no ver nunca a la parejita en cuestión, una cortesía que Carmen agradece, aunque la vergüenza es permanente, unida al miedo y al deseo en franco collage emocional, como los cuadros que Ezequiel vendía antes de su encierro. Carmen recuerda el pánico que sientió un día que estando ahí, notificaron a Ezequiel que debía ir a locutores —el lugar donde los ppl reciben la visita de sus abogados—, así que Ezequiel la dejó ahí: salió y escuchó cómo cerraba por fuera. Ella se sangró los dedos del miedo, arrancándose los pellejitos. Pasó de todo por su mente: que se meterían a violarla, que se olvidarían de ella, que Ezequiel no regresaría jamás… Mientras esperaba, escuchó a los reos de al lado —casi siempre hay prisioneros en el corredor jugando poleana, pues son quienes no tienen visita y se quedan afuera de su celda— y le llegó olor a mariguana; los escuchó carcajearse mientras calentaban su comida con resistencias y cables ingeniosamente enchufados a diablitos y más cables que cuelgan en precaria posición. Se calmó atendiendo al léxico de los prisioneros, cómo habla la mayoría; también escuchó el acento colombiano, pues la población que ocupa el segundo lugar en el Wes End es colombiana. Cuando Ezequiel apareció le regresó el alma al cuerpo.

Carmen entra en la celda y, como cada vez, imagina la convivencia ahí. Mira las chanclas acomodadas en las rejas, algunos altares a la Santa Muerte; la gran cantidad de dvd y películas porno. Ve fotos y cartas pegadas a las paredes y piensa en la añoranza que sentirán, si realmente son culpables, cuántos años llevarán ahí donde lloran poco y si lo hacen, es a escondidas. También estornudan poco, pues la Covid-19 o su sospecha sería un pase directo al área de “aislamiento”, donde todo el tiempo llega gente nueva y, paradójicamente, nunca se está aislado.

Son tres pisos de celdas, en estos seis meses Carmen ya conoce todos. Hay celdas limpias y ordenadas, otras terroríficas. La visita íntima es como una caja de chocolates, pero en la historia de amor triste del Reclusorio Oriente, nunca sabe qué celda le tocará. La que más le ha gustado está en el tercer piso: pintada toda de blanco, sin bocinas ni ruido. Las puertas de las celdas están cubiertas por cobijas, así que no pasa la luz, y muy poco aire logra filtrarse. Le da curiosidad las cosas que los ppl guardan: se enternece cuando ve fotos de sus hijos o nietos. En esta celda que les toca hay un cuadro enmarcado que dice “Ivanna”, y la foto de la niña en su graduación de primaria.

Carmen se quita el gafete, los tenis y Ezequiel pone música. Luego, él saca un frasquito café sin etiquetas: son poppers, le indica. Me los regalaron por la piñata de ayer, debes inhalarlos, el efecto dura cuarenta segundos mientras cogemos. Carmen duda, no los ha probado. De un movimiento, Ezequiel se quita la camisa caqui y su ancha espalda, que tanto seduce a Carmen, queda frente a ella. Lo abraza por detrás. Fuerte, tan fuerte como para no olvidar su piel durante la semana, llevándose ese olor muy suyo que persiste a pesar de revolverse cada noche con tantos hombres. Le acaricia las tres enormes cicatrices transversales que dejaron esas cuchilladas en la espalda; quizá debió ser cosido aquella fatídica noche, pero él no tenía derecho a eso, pues era “el presunto feminicida”.

Es hora de salir. Carmen jamás volverá a probar los poppers: le bajaron la presión, quizá inhaló demasiado. Ezequiel salvó la situación dándole un caramelo y ahora, temblorosa, puede bajar del brazo de su pareja. En el patio, Pancho la saluda, muy efusivo; es uno de los amigos que Ezequiel ha hecho. El pobre está atascadísimo, piensa ella. Su estadía en el West End se debe a que su novia decidió suicidarse en uno de los departamentos que él rentaba como AirB&B, y la familia lo acusa de feminicidio. El caso de Pancho es un nudo difícil, a pesar de que la chica dejó un video y una carta haciéndose responsable de su decisión. El abogado de oficio le ha pedido una cantidad fuerte de dinero, con tal de mover el caso. A Carmen le parece terrible que la mayoría estiren la mano, cuando el Estado les da un sueldo. Y lo peor: se ensañan con los más pobres, ellos son a quienes más joden.

Si Carmen pudiera regresar el tiempo, sin duda lo haría hasta esa noche extraña, donde el caos del mundo se juntó. Ezequiel había vendido uno de sus cuadros a una pareja conformada por un mexicano y una canadiense. Carmen jamás acompañaba a Ezequiel en sus compromisos laborales, y menos cuando eran tarde, por Lulú. Sin embargo, ese día, Ezequiel le rogó acompañarlo a la cena. Bebieron unos tragos fuertes en un restaurante y la pareja insistió, quizá demasiado, a que los acompañaran a casa, pues vivían a unas cuadras de ahí. Sólo un par de cervezas más. Aquella había sido una petición vehemente, parecían ávidos de contacto humano, culpa de la pandemia. Carmen y Ezequiel aceptaron a regañadientes.

El departamento estaba casi vacío. La pareja se mudaría pronto a Canadá y buscaban deshacerse de todos los muebles, aspecto que a Carmen le pareció extraño, ¿por qué habían comprado ese cuadro? Su último recuerdo es estar sentada al lado del cliente, quien le sonreía demasiado coqueto. En algún punto de la noche, Carmen perdió la conciencia y volvió en sí cuando los primeros rayos del sol le golpearon la cara. Amaneció sentada en los escalones de un edificio. Comprobó que llevaba su cartera, las llaves del coche, el celular. Todo estaba en su bolso. No tenía arañazos, golpes, sólo un horrible vértigo y confusión. Me drogaron, pensó. ¿Dónde estoy? Acudió a la caseta del vigilante. Uy, señorita, ¿no se acuerda? Se llevaron a su novio. Y le mostró las fotografías de Ezequiel ensangrentado mientras lo trepaban a una patrulla.

En el mp supo lo ocurrido: Ezequiel salió del baño y se topó con su cliente toqueteando a Carmen mientras ella dormía en el sofá, demasiado ebria como para reaccionar. Comenzaron los golpes. En medio de la riña, el cliente trató de ahorcar a Ezequiel y éste tomó una jarra de cerámica que le sorrajó en la cabeza. La canadiense, para defender a su novio, acuchilló a Ezequiel en la espalda, dejándole tres inmensas rajadas y él, con el mango de cerámica todavía en la mano, la golpeó para liberarse. De un solo golpe le rompió la nariz y le abrió la frente. El policía del condominio llegó y ayudó a su patrón, sacando a Ezequiel del departamento, pero Carmen quedó dentro.

Mientras la policía llegaba, la canadiense y su pareja armaron el caso. Decidieron acusar a Ezequiel de intento de feminicidio, como si él hubiera ido con dolo a romperle la nariz a la chica. De nada valió el abogado de Ezequiel, pues cometió errores en toda la defensa; sus heridas no fueron consideradas y cicatrizaron sin suturas, él era el hombre, el “macho violento”. Carmen ni siquiera fue llamada a declarar; su testimonio no valía al haber estado inconsciente todo el tiempo. Y por la pandemia, el proceso fue rezagándose paso a paso, un error tras otro, convirtiendo una vil riña en la historia de un misógino. A la fecha, esperan audiencia.

Carmen prometió dejar de beber. Algo hubiera podido hacer, reaccionar, de haber estado consciente. Su consumo de alcohol ya comenzaba a preocuparla. En prisión, Ezequiel hizo el mismo pacto. Y su confianza en los otros jamás será la misma.

***

Al salir, Carmen observa muchos periodistas. ¿A qué famoso influencer habrán agarrado esta vez? Algún actor de reality en vínculos con el narcotráfico. Conduce de regreso a casa, preocupada de que le alcance la gasolina hasta el pueblo de Xoco, donde habita. En el tránsito vehicular observa un video trending topic: el conductor de un auto blanco, en  estado de ebriedad, trata de embestir a cinco jóvenes que corren, pero alcanza a dos chicas. Una de ellas es arrastrada bajo las ruedas del vehículo unos doscientos sesenta metros. Las imágenes, brutales, la dejan sin aliento; casi puede sentir el impacto, sus huesos quebrándose. María F. Olivares, Polly, como le dicen sus amigos, está en terapia intensiva con quemaduras de tercer grado, fracturas, exposición de hueso y músculo en rostro y cabeza. La atienden en el hospital Xoco, tan sólo a unas cuadras de su casa. El feminicida acaba de entregarse y justo mientras ella salía del West End, Diego Armando Helguera entraba. De ahí la presencia de reporteros. Destinos cruzados. Carmen ha estado muy cerca del verdadero monstruo y pronto, de la víctima, que morirá tres semanas después. Piensa que quizás no haya monstruos y víctimas, tan sólo humanos de cara a lo inminente: la fatalidad.

 

  • “Visita al West End” recibió el 7o. Premio Nacional de Periodismo Gonzo 2021 convocado por la Universidad Autónoma de Nuevo León  y Producciones El Salario del Miedo.

Alfredo Núñez Lanz. Cofundador de Textofilia Ediciones. Es autor de los libros Soy un dinosaurio (Conaculta, 2013), Veneno de abeja (Secretaría de Cultura, 2016) y El pacto de la hoguera (Ediciones Era, 2017). Becario del Programa Jóvenes Creadores del FONCA 2014 y 2016. En 2018 obtuvo el “Premio nacional de narrativa histórica Ignacio Solares” para obra publicada por El pacto de la hoguera. Su Twiter es @NunezLanz

 

 

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Posted: December 22, 2021 at 10:05 pm

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