Essay
Cuerpo y medio
COLUMN/COLUMNA

Cuerpo y medio

Cecilia Eudave

Después de ponernos al día y desearnos lo mejor para el nuevo año, mi amiga pidió otro café y me contó una historia (su historia, supongo): “si quieres escríbela, me da igual”, dijo burlona. Le sonreí. La escuché con esa atención que merece lo vivido, lo narrado. Y la escribí porque todos necesitamos reinventar un pasado —de quién sea, de dónde sea— para sobrellevar el presente. Por eso, aquí está la crónica de un cuerpo y medio:

Cuando él la vio sucumbió a su belleza. En realidad era extraordinaria, de época, delicadamente elaborada en un fino latón que gracias al tiempo ya no lanzaba ese brillo dorado que a mí me fatiga. Quizá porque lo dorado no deja de ser un marco que distrae o empaña un poco el contenido de lo que custodia. Pasamos casi media hora mirando ese objeto, se había prendido a su imaginación y, por supuesto, a la mía. Comentó, no sé cuantas veces, “es hermosa”, y lo bien que luciría en su habitación. “¿Sabes lo raro que es encontrar ahora una de estas en tan buenas condiciones?”. La verdad no tenía ni idea, pero me alegraba sentir su felicidad, nunca lo había visto tan exaltado. “Voy a conversar con el anticuario. Ojalá me haga buen precio”. Oye, le dije antes de alejarse, “¿no la ves muy pequeña para los dos?”. Él me miró con desconcierto: “es de cuerpo y medio, no te preocupes, vamos a caber, y si no la adaptamos”. ¿Adaptarla? ¿Cómo? Aquello era lo que era. Se alejó con una sonrisa que tampoco le conocía, pues a mí siempre me las ofrecía a medias. ¿A medias? Sí, él iba lanzando algo parecido a una sonrisa que, en realidad, y ahora pensándolo, eran muecas simulando lo contrario.

Me sacudí esa idea. Lo importante, por fin algo lo ponía contento, y eso, de algún modo, a mí también. Como se demoraba me tumbé en la cama —tenía colchón nuevo “adaptado”—. Era muy cómoda y uno podía percibir cómo todo el cuerpo se cubría de ese dorado añejo, daba la sensación de abrazarte, de cobijarte en su pasado glorioso. Me situé en el centro para girarme de un lado a otro, comprobé que aquello, a pesar de que lucía más amplio, resultaba un poco estrecho para los dos. Sin embargo, la cama me parecía muy bella. En la habitación luciría como una reina que seduce al sueño o a situaciones divertidas. Confirmé que resultaba una buena cama para compartir a medias, para alguien que llegase, o pasara por ahí y se estrechara al cuerpo del dueño de esa “rareza”. Él enfatizó esa particularidad. Una cama un poco egoísta, sí, un poco como somos, pensé, un poco aterrados al compromiso, un poco agobiados por el “para siempre”. Me resultó perfecta para estar solos a veces, o para despertar en compañía a veces. Una cama de tránsito, una cama que me dijera que vamos enteros y de mediados con otros. Una cama para nuestro tiempo, acorde para los espacios pequeños. Una cama que permite, de vez en vez, el encuentro con alguien  importante hasta que se acaba. Una cama para disfrutar la ilusión de un paisaje en conjunto con la posibilidad de convivir y abrazar lo justo. Porque con el tiempo, una vuelta de más y te puedes ir de boca, te caes de lado o te pierdes; o si en la caída aciertas, un buen golpe en la cabeza facilita el olvido.

Me comenzaba a gustar la cama de cuerpo y medio, la veía bien en mi habitación, en mi pequeño piso (no en el de él), junto a la ventana, sintiendo el aire fresco de la madrugada. Podría ponerle el edredón de la abuela y los cojines bordados que me regaló mi hermana. Me puse en pie, y ahora sí, con extrema atención, observé los detalles hechos a mano. No me resultaron toscos, por el contrario los percibí hasta refinados. Al tacto, aunque fría la cabecera, arrojaba una sensación jovial y vibrante. Sí, era una hermosa pieza para recuperar en esta vida vintage, tan hueca como imitativa, algo de verdad para variar.

Cuando él volvió, me comentó: “he cerrado el trato”. Me entristecí, creo que lo notó porque se apresuró a comentar: “no te preocupes si no cabes la adapto”. Lo observé meditativa, desencantada, y me excusé para ir al baño. Cuando regresé, molesto, me tomó del brazo y me condujo a la salida: “Vámonos, el viejo se echó para atrás, tiene una mejor oferta”. Yo no pude evitar una sonrisa enorme, gigante, como la que él en un principio me regaló, o se regaló a sí mismo. Esa sonrisa continuó sin desalojarse de mi rostro. La próxima semana esa cama de cuerpo y medio llegará a mi piso y podré mirar el mundo recostada en ella y, a través de mi ventana, recibiré el aire fresco de un nuevo año sin alguien que me ame a medias.

 

*Imagen de Lo

 

Cecilia Eudave (Guadalajara, México). Narradora y ensayista. Algunos de sus libros son: Registro de Imposibles (cuentos, 2000, 2006, 2014),  Bestiaria vida (novela, 2008, 2018), con la cual ganó el premio de novela Juan García Ponce, En primera persona (cuentos, 2014), Aislados (novela, 2015), Microcolapsos (minificción, 2017, 2019), Al final del miedo (cuentos, 2021) y El verano de la serpiente (novela, 2022). Escribe también cuentos infantiles con títulos como Papá Oso (2010) y Bobot (2018), y novela para jóvenes. Ha sido traducida a varios idiomas, participado en diversas antologías y revistas tanto en su país como en el extranjero. Es profesora–investigadora de la Universidad de Guadalajara. En el 2016 se le otorgó la Cátedra América Latina en Toulouse, Francia y en el 2018 fue invitada de honor de la Cátedra Dolores Castro por la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Su Twitter es @CeciliaEudave

 

 

 

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Posted: January 16, 2022 at 8:52 pm

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