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Esa curva azulada, casi nube… “Sobre Parajes” de Cristina Iglesia
COLUMN/COLUMNA

Esa curva azulada, casi nube… Sobre Parajes de Cristina Iglesia

Sandra Lorenzano

Para Cris y Pepe, siempre

Leo estos relatos como se lee poesía, como se leen los signos apenas insinuados por los pájaros que cruzan el aire. “Sólo a veces y las más a solas / sentimos ese amor por lo mirado / se mueva o sea inmóvil / mudo o cante / enigmático en el alma del monte / que parece transido de belleza…”, escribe Diana Bellessi en su poema “El acecho”.[1]

Y con el eco de estos versos dentro mío, me asomo a Parajes de Cristina Iglesia. Tal vez porque también aquí “sentimos ese amor por lo mirado”. Un libro, el de Cristina, que podría haberse llamado “Destellos” o “Instantes”, como los que dibuja un verso al vuelo o un relámpago o la nota más tersa de un clarinete. Pero me gusta que haya elegido la palabra “parajes”, que hace del espacio un punto de partida: hacia el tiempo, hacia el cuerpo, hacia la voz de quien narra, y dibuja así una filigrana sutil de memorias, de imágenes, de sensaciones apenas intuidas. Como relatos que surgieran al mirar las fotos un poco descoloridas de un tiempo que también fue nuestro.

Cristina Iglesia (Corrientes, Argentina, 1944) sigue, en este tercer libro de cuentos (los dos anteriores fueron Corrientes y Justo entonces, ambos publicados por la editorial Beatriz Viterbo) con la exploración minuciosa del mundo que la rodea en diálogo con su propio mundo interior, con su memoria, con sus dolores, con su descubrimiento de la realidad -la pasada y la de hoy-. Claro que para decir esto parto de la hipótesis de que la voz que narra, esa primera persona de una mujer que escribe (“Escribo que escribo”, decía Salvador Elizondo en “El grafógrafo”, y algo similar podría decir Cristina), es la de la propia autora, y que su ejercicio de introspección, como toda construcción literaria es también una ficción. En ella, los desplazamientos por múltiples geografías parecen buscar siempre ese lugar de silencio, de paz, de reencuentro con el yo, que remite al lugar originario. Ya sea partiendo de una imagen que puede ser un recuerdo (“Durante algunos meses de un invierno inusualmente frío, intenté prepararme para escribir relatos que se ocuparan de carreras de caballos”, en “Horses”) o el momento presente (“El hombre de la vereda se apoya en la reja cuadriculada que protege el kiosko de los robos”, en “Locutorio”), va trenzando emociones y recuerdos que forman en su andar breves anécdotas. Cada uno de estos cuadros, de estas aguafuertes de la intimidad, son destellos que nacen de una mirada a la vez aguda, profunda y melancólica. La agudeza, la profundidad y la sutileza de la mirada de la autora la conocemos bien quienes hemos leído sus trabajos críticos: Cautivas y misioneros, mitos blancos de la conquista, que me deslumbró hace más de treinta años; Sobre la autobiografía de Victoria Ocampo, de 1996, o La violencia del azar. Ensayo sobre literatura argentina, de 2003, por citar sólo algunos. En los textos de Parajes, la mirada centrada en sí misma y en sus paisajes (cercanos o remotos), que hacen del resto del mundo -el mundo “ancho y ajeno”, atravesado por violencias, dictaduras, guerras, exilios, ausencias dolorosas- un espacio también propio, se suma una pátina de melancolía.

El relato inicial es también iniciático para la lectura. “Fuegos” abre el mapa más amado por Cristina, el del campo correntino, y a la vez abre la cartografía de su escritura que avanza entre intuiciones, pequeños estremecimientos, personajes apenas dibujados, luces que van transformando la escena, y que se mantiene siempre ajena a cualquier indicio de contundencia o incluso de certezas. Y, sin embargo, esto no es muestra de fragilidad sino de levedad. Este yo casi lírico que narra no es frágil, es leve como las garzas y los pájaros de patitas cortas del cuento “Las garzas”, o como el postre que la acercaba a esa abuela amada en “Île flotante” (“Me gustaba estar cerca de su cariño, en la cocina o en cualquier otra parte de la casa o del mundo”, p. 39).

El mundo de los relatos de Cristina Iglesia está también atravesado, como su propia vida, por la violencia de la última dictadura cívico-militar argentina. Allí están, por ejemplo, esas dos jóvenes mujeres que salen “por detrás de las casas” cuando se enteran de que el ejército y la prefectura las están buscando. Llevan, para protegerse del frío “y de cualquier otra cosa”, los gorros tejidos por Totí en esa casa de campo sin luz y a la que apenas llega la señal de radio, y la “versión más nítida y limpia de Paraje Bandera” tocada por “el chico de los Galarza en un acordeón chiquito”. Escudos que, grabados en la piel, desafían el horror. Y todo esto escrito en el más conmovedor tono menor, con sordina, diría. En su pluma, hasta el chamamé y las comparsas -presentes ambos tanto en el paisaje correntino como en su escritura- suenan casi como un blues. En ese tono, habla también de la muerte:

Ana tenía una belleza extraña y lo digo en pasado porque no supe más nada de su vida o de su muerte. Tenía también, según sus cálculos, un embarazo de tres meses. (Ahora que lo pienso tenía un parecido asombroso con Tilda Swinton en Volcano Saga, la historia de la joven de Islandia que convertía en realidad sus sueños y deseos). Tardamos más de tres días en llegar a Buenos Aires…” p. 21

Van quedando a lo largo de las páginas indicios de los duelos, de las pérdidas, de los dolores. “…llegué a Berlín buscando un lugar donde mi tristeza no le importe a nadie” (p. 26), escribe en “Un día alemán”, y esa tristeza se cruza con la que le provoca la desaparición de un libro en la Biblioteca del Instituto Iberoamericano. La memoria va del título perdido de Santiago Arcos, “el corresponsal de Lucio Mansilla en Una excursión a los indios ranqueles, el compañero de viaje de Sarmiento desde Estados Unidos a Chile…” (p. 25), dos de los autores en que Iglesia es una de las principales especialistas de nuestra lengua (y más allá), a la guerra, los bombardeos aliados, y las marcas de la memoria en las fichas de una biblioteca, “la ficha es en sí misma un pequeño resto del desastre” (p. 24).

Subrayo “pequeño resto”: eso crean los cuentos de Cristina, vestigios, rastros que invitan a sumergirse en la tibieza de las historias, para aprender también nosotr@s, lector@s, a “caminar la muerte”. Porque sí, en última instancia, si miráramos al trasluz cada texto veríamos, como marca de agua, la silueta casi espectral de los muertos amados. “Vuelvo a la ciudad con la esperanza de no cruzar jamás a la Rive gauche para no ver lo que vimos juntos…” (p. 39). “Él-está-muerto vuelvo a decirme separando las palabras. Y yo estoy, del otro lado del mundo, caminando su muerte” (p. 41). Tal vez este libro no sea sino la caminata amorosa de una flâneuse, nacida como Benjamin “bajo el signo de Saturno”.

Entre todas las figuras que como espectros amados recorren estas páginas, hay una que vuelve con mayor frecuencia que las otras: la del padre. Ese padre médico, alto y delgado, fanático del mar y de las historias de la Segunda Guerra Mundial, casado con una mujer a la que casi doblaba la edad, dirigió durante décadas el Hospital Aberastury, para “pacientes atacados por el mal de Hansen”, es decir, para enfermos de lepra. La historia de la infancia de Cristina y sus hermanos transcurrida en la isla en que funcionaba el hospital, va y vuelve varias veces de la vida a la escritura y viceversa a lo largo de los años. “Desde la cuna (una cuna de mimbre que se transportaba fácilmente) hasta el comienzo de la escuela secundaria viajé cada semana con mis padres a la Isla del Cerrito, un lugar paradisíaco y misterioso ubicado en la confluencia de tres ríos” (p. 76). Pero no es la primera en hablar en un texto literario de ese médico y ese hospital, “reproducción sobre el agua de un falansterio fourierista intervenido por la medicina” (p. 76). En junio de 1966, Rodolfo Walsh publicó en la revista Panorama, la impresionante crónica “La isla de los resucitados”. Sobre el encuentro -del que no fue testigo- entre Walsh y su padre, escribió Cristina su relato “Del lado de acá”, que pertenece al libro Corrientes, de 2010: “…mi padre se convierte en personaje de su texto de un modo misterioso y cambiante: su voz es la de la ciencia, la del desamparo de los enfermos, la de sus relatos, la de alguien que puede ser confundido con un agitador social”, dice allí sobre el artículo de Walsh (y de pronto pienso en otro entrañable padre médico: el de Héctor Abad Faciolince retratado en El olvido que seremos[2]). En 2016, Cristina editó El país del río. Aguafuertes y crónicas,[3] que reúne los textos de Roberto Arlt y de Rodolfo Walsh sobre sendos viajes por el río Paraná y los paisajes del nordeste argentino, de 1933 los del primero, de 1966 los del segundo. Algún tiempo después, acompañó a la isla al documentalista Marcel Czombos, quien seguía las huellas del autor asesinado por la dictadura y había leído ese relato. Esta suma de encuentros y palabras en los cuales el azar es sólo otro modo de llamar a la vida, dio origen al cuento que hoy leo en Parajes y que, tampoco de manera azarosa, cierra el libro.

Si “Fuegos” comenzaba diciendo “Anoche, desde la tranquera que da al camino, el lugar ideal para ver el río o lo que siempre imagino que es el río -esa curva azulada, casi nube…” (p. 7), el final de “Isleña”, “Me basta con seguir soñando, de vez en cuando, sueños que fingen suceder en islas” (p. 82) subraya, abrazándose con las primeras líneas, esta realidad vaporosa (casi nube), sutil y amorosamente fantasmal de los relatos de Cristina Iglesia, siempre transidos de belleza.

[1] Diana Bellessi, Variaciones de la luz, Madrid, Visor Libros, 2011, p. 34.

[2] Y en el mío, claro, gracias a quien amo los relatos de médicos.

[3] Roberto Arlt, Rodolfo Walsh, El país del río. Aguafuertes y crónicas. Cristina Iglesia, Edición, introducción y cronologías; Montserrata Borgatello, Bibliografías y notas, Argentina, Editorial de la Universidad Nacional de Entre Ríos / Universidad Nacional del Litoral, 2016.

 

Sandra Lorenzano es autora de Aproximaciones a Sor Juana (2005) y Políticas de la memoria: tensiones en la palabra y en la imagen (2007), de la novela Saudades (2007), del libro de poemas Vestigios (2010) y de La estirpe del silencio (2015). Forma parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte y es reconocida como una de las 100 mujeres líderes de México por el periódico El Universal.

 

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Posted: February 6, 2022 at 9:10 pm

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