Jugar
Patricia Salinas
Existe una frase muy famosa que dice que el boxeo no se puede jugar. A diferencia de otros deportes –como el futbol, el voleibol o el básquet– que perfectamente pueden ser los protagonistas de un receso escolar o una tarde de playa, al parecer el boxeo no puede entrar en la dinámica del divertimento que supone un momento de relajación. Cuando un par de infantes empiezan a jugar a las luchitas, es casi seguro que alguien saldrá lastimado o por lo menos llorando. Aunque el simulacro de un combate inicie como una broma o una inocente forma de medirse los cuerpos entre amigos, los golpes rara vez pueden ser fingidos; aunque los puños intenten ser suaves, apenas como un roce que simule violencia, en algún momento su fuerza —y su realidad— irá en aumento. Como se dice, los peleadores se calientan. Los golpes duelen; y el dolor es verdadero. Y cuando la batalla se pone seria el juego, en efecto, renuncia a su carácter ficcional y automáticamente desaparece.
El juego es el quehacer de los niños. Los niños juegan porque no pueden dejar de hacerlo: para ellos el juego es la vida. Crecer, convertirse en adulto, implica ir disminuyendo el tiempo dedicado a jugar hasta casi desaparecerlo, e incluso, dejar de comprenderlo. Visto desde un lugar en que la infancia queda lejos, el juego se convierte en un momento que rompe el curso de la vida seria y funcional. El juego es parte del descanso, de la diversión. Es un paréntesis. Sin mayor objetivo que el propio contento, el juego es lo opuesto al trabajo. Se nutre de la libertad del tiempo libre, de la locura desatada fuera de las normas de lo que un ciudadano debe hacer.
A pesar de que “jugar boxeo” sea un oxímoron o una contradicción –porque quizá la broma y la gravedad no pueden coexistir, como tampoco la diversión y la severidad–, en mi vida adulta no he sentido nada más cercano al juego que entrenar boxeo. No hay día de entrenamiento en que no me ría, en que no haya unos minutos en que me sienta decididamente feliz. Si calentando, en parejas, la dinámica es tocar la rodilla o el hombro del contrincante mientras evitas que te toque, percibo la malicia risueña de perseguir, el vértigo ansioso de ser alcanzada. En las manoplas, las combinaciones se sienten como un acertijo, como el tiro al blanco de las ferias o el reto de ensartar canicas en los huecos de una tabla para ganar un premio. Como disparar con un rifle a las filas de soldaditos para que unos títeres te bailen una canción. En el entrenamiento siento el nervio erótico del reto, la curiosidad de averiguar si mi cuerpo hará el movimiento; luego viene la euforia de sumergirme en un exceso de fuerza vital cuando lo logro. Están, además, mis compañeros, los amigos con quienes comparto este sendero del tiempo explosivo; como ya no seremos atletas amateur ni profesionales, estamos aquí sin otro afán que el gozo de estar.
Para jugar se necesita imaginación. Recuerdo que de niña deseaba con furor ser una Power Ranger —la rosa, por supuesto— o una Sailor Scout —la azul—; para lograrlo tenía que imaginar la escenografía, sentir mi traje de superheroína, dibujar ante mí al monstruo que perturbaba la paz del mundo y ponerme de acuerdo con mis amiguitas para derrotarlo con gritos y destellos de luz; o bien, si quería un príncipe, podía perfectamente verlo delante y saber que se acercaba para invitarme a bailar: jugaba a imaginar con el cuerpo cómo podría sentirse el amor.
En el entrenamiento hay un momento que me precisa volver a ser una niña que juega. “Hacer sombra” es lanzar tu arsenal de golpeas al aire; es boxear en el vacío. Sombrear sirve para entrar en calor, crear un ritmo y afinar tu movimiento; consiste en boxear frente a un peleador invisible, perseguir una sombra, y en ese baile, dibujar al cuerpo de esa sombra. Diseñar tu propio monstruo y acecharlo. Sombreando, tengo que recordar cómo era ser la Power Ranger rosa. Al principio el villano de tu juego será tan torpe como tú; apenas tendrá consistencia, será más como una gelatina informe que no sabe para dónde desplazarse ni cómo atacar. Pero conforme la técnica empieza a ser parte de tu cuerpo, el monstruo también se perfecciona, se vuelve más peligroso al mismo tiempo que tú cada vez eres más hábil para boxearlo.
Si en el boxeo sombrear es parte del aprendizaje, indispensable para mejorar como peleador, ese personaje que juegas a ser mientras sombreas se va volviendo real. En una acumulación por goteo, a fuerza de repetir una y otra vez los rounds de combate feroz contra tu monstruo, cuando el sudor te corre por la frente y estás lanzando tus golpes más ágiles desaparece la membrana que separa fantasía y realidad; han quedado unidas, amalgamadas, pues durante unos minutos eres eso que estás imaginando ser. Y entonces jugar vuelve a ser la vida.
*Imagen de Ion Glover
Patricia Salinas (Oaxaca de Juárez, 1988) Es licenciada en Lenguas y Literaturas Hispánicas por la UNAM. Desde 2012 se dedica a la edición literaria: formó parte de Surplus Ediciones, y desde 2019 es editora en Almadía. Fue becaria del programa Jóvenes creadores del FONCA en la especialidad de Ensayo creativo durante el periodo 2019-2020; editó y publicó el libro Vamos pal perreo bajo el sello Editorial Fruta Bomba.
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Posted: June 10, 2022 at 7:04 am