Una pequeña antología del villancico popular
Alba Lara Granero
Contiene una oda dispersa, varias historias, muchas panderetas y la sospecha de un espejismo.
Para mi yaya y para mi yayo
Cuando éramos pequeños, mis hermanos y yo esperábamos con ansia que llegara el 24 de diciembre para pedir el aguinaldo. Puerta a puerta, recolectábamos un botín que yo guardaba con celo en una riñonera vieja. Pero no se trataba de pedir sin más. Si no cantábamos, no había aguinaldo. Nos lo tomábamos muy en serio. Unas semanas antes de Navidad ensayábamos a diario nuestro repertorio de villancicos. Fabricábamos guitarras malsonantes con gomas elásticas y cajas viejas; removíamos los baúles en busca de panderetas y cascabeles. Jugábamos con la polifonía. Hacíamos solos y nos acompasábamos. Decidíamos qué íbamos a cantar en cada casa. Normalmente empezábamos con un villancico que dejara clara nuestra intención crematística:
Ya viene la vieja / con el aguinaldo. / Le parece mucho, / le viene quitando.
Pampanitos verdes / hojas de limón / la virgen María / madre del señor.
Esperábamos que la mera mención de una vieja avara que escatima el aguinaldo inspirara la generosidad de nuestros oyentes. Pero algunos estaban preparados y nos respondían descaradamente con otra canción:
En la puerta de mi casa / voy a poner un petardo, / pa’ reírme del que venga / a pedir el aguinaldo.
Pues si voy a dar a todo / el que pide en nochebuena, / yo sí que voy a tener / que pedir de puerta en puerta.
No nos fastidiaba en absoluto la amenaza de irnos con el rabo entre las piernas, más bien nos hacía muchísima gracia la insolencia. Sacudíamos las panderetas con furor y nos uníamos al estribillo:
Arre, borriquito, / arre, burro, arre, / arre más deprisa / que llegamos tarde. /
Arre, borriquito, / vamos a Belén, / que mañana es fiesta / y al otro también.
Al final siempre nos daban el aguinaldo, por más tacaño que fuera alguno o por más que nos lo hiciera sudar cantando y bailando. También nos ofrecían muchos polvorones, bombones y turrón. Era el día más divertido del año, nos empachábamos, nos desgañitábamos, dábamos dolores de cabeza a los adultos, hasta que, entrada la noche, después de alegrarse con sus roncitos, nos robaban las panderetas:
Esta noche es Nochebuena / y mañana es Navidad, / saca la bota, María, / que me voy a emborrachar.
/ Ande, ande, ande, / la marimorena / ande, ande, ande / que es la Nochebuena.
Nadie sabía quién era aquella Marimorena a la que conjurábamos, aunque yo lo preguntaba mucho. No había que darle más vueltas, era solo un villancico: la música invitaba al jolgorio, las letras incomprensibles nos hacían morirnos de risa.
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La palabra ‘villancico’ se registró por escrito por primera vez en el siglo XV, pero nada tenía que ver con la Navidad. El marqués de Santillana, seguramente haciéndose eco de una palabra que ya era de uso corriente en el español oral, tituló así un poema dedicado a sus hijas:
Por una gentil floresta
De lindas flores e rosas
Vide tres damas fermosas
Que de amores han reqüesta.
Yo con voluntat muy presta
Me llegué a conosçellas
Començó la una d’ellas
Esta cançión tan honesta:
«Aguardan a mí:
Nunca tales guardas vi».
¿Qué es un villancico entonces? Etimológicamente, son las canciones que cantaban los villanos, es decir, la gente de las villas, el pueblo. No eran una forma poética determinada, no tenían un metro preciso ni una extensión concreta. ‘Villancico’ era un término vago y elástico que servía para referirse a diferentes tipos de cancioncillas de la lírica tradicional, aunque los poetas cultos como el Marqués de Santillana los recogieran por escrito y los refinaran líricamente.
Muchos de los villancicos más antiguos de los que nos queda constancia son de tema amoroso. Algunos hablan de despecho y de ausencia:
Solíades venir, amor;
agora non venides, non.
(Cancionero castellano del siglo XV, R. Foulché-Delbosc)
Otros del coqueteo y la timidez del cortejo:
Ojos de la mi señora,
¿y vos qué habedes?
¿Por qué vos abaxades
cuando a me vedes?
(Cancionero de Herberay des Essarts, 1461-1464)
Otros se preguntan si han de despertar al amado a la llegada del alba, delatando así un amor desatado con nocturnidad y alevosía:
A sombras de mis cabellos
se adurmió:
¿si le recordaré yo?
(Cancionero Musical de Palacio)
Algunos de estos villancicos de tema profano serán pronto “vueltos a lo divino”, es decir, reescritos con un tono religioso. Por ejemplo, este que aparece en el Cancionero Musical de Palacio, de finales del siglo XV:
Enemiga le soy, madre,
a aquel caballero yo.
¡Mal enemiga le soy!
Nos lo encontramos sacralizado un siglo más tarde:
Muy amiga le soy, madre,
a aquel Jesús que nació:
más que a mí le quiero yo.
No está claro cómo se produjo la especialización de la palabra ‘villancico’ en castellano, pero el género empezó a florecer en el Barroco. Para entonces, el término ya era la denominación preferida para las canciones de Navidad y Adviento, aunque no era el único: ensaladas, motetes y chanzonetas designaban el mismo tipo de canción. Los poetas de este periodo compusieron muchísimos villancicos. Los más famosos son, sin duda, los que Sor Juana Inés de la Cruz escribió para los maitines de la Purísima Concepción de Nuestra Señora en la Iglesia Metropolitana de México en 1676.
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Los villancicos, tanto los populares como los que componían los poetas cultos en sus lenguas autóctonas, atraían al público a las iglesias, aunque a algunos no les parecía una razón demasiado devota para ir al templo. En 1596, Felipe II prohibió que en su Capilla Real se cantaran “villancicos, ni cosa alguna de romance”. Mostrando la misma preocupación, el músico italiano asentado en España, Pietro Cerrone, dice en El melopeo y el maestro (1613):
…hállanse personas tan indevotas, que, por modo de hablar, no entran en la iglesia una vez el año, y las cuales, quizá, muchas veces pierden misa los días de precepto,
solo por pereza, por no se levantar de la cama; y en sabiendo que hay villancicos, no hay personas más devotas en todo el lugar, ni más vigilantes que éstas,
pues no dejan iglesia, oratorio ni humilladero que no anden, ni les pesa el levantarse a media noche, por mucho frío que haga, solo para oírlos.
Esta inquietud eclesiástica viene de lejos, desde los propios comienzos del Cristianismo. La música, en particular la que se cantaba en una lengua que podía entenderse, se relacionaba con las costumbres politeístas que se querían erradicar. De hecho, para historiadores como Richard Greene, autor de un influyente tratado sobre la historia del villancico en inglés, la música religiosa en lengua vernácula se instauró durante las celebraciones religiosas como un “arma de la Iglesia en su larga lucha contra la supervivencia del paganismo”.
Uno de los villancicos más antiguos de la Península Ibérica refleja precisamente ese sincretismo entre cristianismo y paganismo: El canto de la Sibila. El mismísimo San Agustín aseguró que las profecías de la Sibila de Eritrea contenían un mensaje cifrado, pues “en determinado lugar el orden de las letras en el comienzo de los versos expresaban en acróstico: Jesucristo, Hijo de Dios Salvador”. Aunque el Papa lo prohibió a finales del siglo XVI, El cant de la sibil·la aún se representa hoy en Mallorca, Valencia, Barcelona y Tarragona a la medianoche del 24 de diciembre.
En mi familia, algunos iban a la misa del gallo y otros, los más, se quedaban en casa tomando cubatas. En la tele veíamos a Raphael cantar El pequeño tamborilero, un villancico que yo consideraba tan viejo como el tiempo, pero cuya versión original, The Little Drummer Boy, fue compuesta en 1941 por la estadounidense Katherine Kennicott Davis. Otros villancicos de similar solemnidad también tienen autor conocido. La partitura de Noche de paz (Stille Nacht) es obra del austriaco Franz Xaver Gruber y su letra fue escrita por el sacerdote Joseph Mohr. Se cantó por primera vez en la nochebuena de 1818. De pequeña, no canté nunca este tipo de villancicos. Me aburrían, me parecían un poco pretenciosos y fingidos, imposibles de cantar a no ser que fuera en falsete. Había algo más vivo en los villancicos populares que se podían acompañar con panderetas, cascabeles, botellas de anís y zambombas. A la zambomba, por cierto, le cantaba mi parco y serio yayo, siempre al terminar la noche, después de que le hubiéramos insistido mucho, dos versos que nos alegraban el alma:
Zambombilla, zambombilla, / pronto te voy a romper, / que en la puerta de mi novia / no quisiste tocar bien.
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A diferencia de los decorosos Noche de paz o El tamborilero, los villancicos populares no tienen autor ni propietario. No hay que pagar derechos por cantarlos ni por adaptarlos. No se quejan por los juegos onomatopéyicos que les ponemos a hacer. No tienen historia (o es múltiple y no lineal). No se achican frente al empaque de los himnos navideños más ceremoniosos. Siempre me pregunté por qué bebían y bebían los peces en el río por ver a Dios nacido y sigo sin tener respuesta. Es lo que tiene la lírica popular, que evoluciona, generosa y a veces sin sentido, para nuestro disfrute más irracional. Si no que alguien me explique el estribillo (en cursiva) de aquel villancico que decía:
Hacia Belén va una burra
—Rinrín, yo me remendaba, yo me remendé,
yo me eché un remiendo, yo me lo quité—
cargada de chocolate.
O este otro que trascribo de la forma que yo aprendí:
Una pandereta suena, / una pandereta suena. / Yo no sé por donde irá
Sandirandillo, arandandillo, / sandirandillo, arandandá. / Cabo de guardia alerta está.
Aún no sé quién es la Marimorena (nadie lo sabe, aunque haya por ahí algunas historias mitológicas de su existencia), pero sigue siendo mi villancico favorito. Tiene esa versatilidad de la poesía tradicional que lo hace infinito: un estribillo pegadizo y la capacidad de seguir sumando estrofas indefinidamente. Por ejemplo, una que cantaba mi yaya:
A esta puerta hemos llegado / cuatrocientos en cuadrilla. / Si quieres que nos sentemos, / saca cuatrocientas sillas. /
Y muchas de tinte obsceno que hacían que la yaya se ruborizase:
En el portal de Belén / han entrado los ratones / y al pobre de San José / le han roído los calzones.
Ande, ande, ande…
Y otras directamente vulgares que hacían a mi yaya santiguarse y que no repetiré aquí por pudor.
Esa flexibilidad de los villancicos populares me fascinaba, cómo se adaptaban a los tiempos modernos, a los instrumentos típicos de cada región, a las costumbres de cada sitio, al humor más fino o más zafio de cada uno. Los niños de los 90 en España cantaban una versión muy automovilística de Los peces en el río:
San José tiene una moto, / y la Virgen una Vespa, / y el niño llora que llora, / que quiere una bicicleta.
Pero mira cómo corren los tres por la carretera, / pero mira cómo corren, la Virgen va primera, / corren y corren y vuelven a correr. / A la vuelta de la esquina, se ha caído San José.
Los villancicos populares quieren ser deformados, rotos, repegados. Solo así sobreviven al paso del tiempo.
∞
Veintitantos años después de aquellas mañanas de aguinaldo con mis hermanos fui a un servicio de Christmas Carols en Providence, RI. Para entonces, yo ya no era creyente, o al menos no a la manera tradicional. Desde luego no iba a misa ni había pasado por una iglesia en todo ese tiempo más que para un puñado de entierros, bodas y bautizos, aunque sobre todo por motivos turísticos. Así que no fui a aquel concierto por cuestiones de fe, como sospechaba ya Pietro Cerrone en el siglo 1613, sino porque echaba de menos ser una niña con pandereta y aguinaldo. A pesar de la belleza de los himnos, no encontré el sentimiento perdido que buscaba. Y es normal, no solo porque los villancicos solemnes de la tradición inglesa tienen muy poco que ver con la imagen parrandera de mi infancia, sino porque quizá esta no haya existido nunca y me la haya inventado para tener bonitos recuerdos navideños.
*Imagen de Rose Mary Salum
Alba Lara Granero (El Pedernoso, 1988) es escritora y licenciada en Filología Hispánica y máster en Formación del Profesorado por la Universidad Complutense de Madrid. Es graduada del programa MFA de la Universidad de Iowa y sus ensayos han sido publicados en Iowa Literaria y otras revistas. Su Twitter: @a_laragranero
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Posted: December 15, 2022 at 10:08 pm