Los tres heresiarcas
Alberto Chimal
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Empiezo esta nota el 12 de septiembre de 2023. Hoy cumplo 53 años. Hoy, también, empiezo a borrar el archivo de mis publicaciones –antes llamadas tuits– en la red social que actualmente se llama X.
Resulta que los nuevos términos de servicio de la plataforma, vigentes a partir del 29 de este mes, autorizan la reutilización de cualquier cosa publicada en ella por parte de la empresa sin remuneración ni permiso, incluyendo el entrenamiento de modelos de lenguaje de gran tamaño para generar texto (lo que ahora se llama “inteligencia artificial”). Sé que multitud de empresas hacen lo mismo sin avisar. Pero ya estuve 15 años trabajando gratis en aquella plataforma, dedicándole mi atención y contribuyendo a mantener la atención de otras personas; ya es suficiente labor hecha a sabiendas, y más para alguien como el dueño actual de la compañía X, el hombre más famoso y rico del mundo.
Lo lamento (pensé, mientras empezaba el borrado) por los textos que llegué a escribir, los experimentos que pude hacer: historias, juegos creativos, proyectos de escritura comunal y varios otros, que van a desaparecer de aquella red. Mis escritos, por supuesto, no son terriblemente importantes, pero en su contexto fueron parte de una etapa interesante de la cultura digital de este siglo. Se nos olvida que la red no es eterna y que –tarde o temprano– incluso los gigantes tecnológicos de ahora, protegidos como están por los países donde tienen sus sedes (en especial China y Estados Unidos), acabarán por desaparecer, y entonces…
Aquí ya ha pasado una semana desde que empecé a escribir el presente texto. Y su tono lastimero me choca (¿qué importa la edad que tengo o cuando cae mi cumpleaños?), así que no borro lo ya escrito, pero…
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Cambiemos de estrategia. Déjenme contarles algo menos trillado. Hagamos como que aquí empieza el artículo: en estos días debe estar cumpliendo 35 años un cuento que nunca se escribió, pero que iba a ser fenomenal. Yo iba a ser el autor.
Tenía todo (según yo) para hacer una obra ambiciosa y lograda. ¡Qué buenos son siempre los textos que no hemos empezado! En aquel tiempo mis lecturas eran una combinación curiosa: de un lado Jorge Luis Borges, entre otros cuentistas latinoamericanos del siglo pasado, y del otro relatos surtidos de ciencia ficción, más antiguos pero llegados mucho más tarde al castellano, traducidos del inglés (una que otra vez del alemán o el francés) en Argentina o España. Apenas tenía idea de que había una cierta cantidad de personas leyendo cosas parecidas y hasta escribiendo a partir de ellas, y no me importaba mucho porque mi aportación iba a ser diferente, por supuesto que sí. Como he dicho, el texto tenía la gran virtud de no existir.
La idea provino de una novela que ya debe estar olvidada: Cántico por Leibowitz de Walter M. Miller, Jr. (1923-1996). Es una historia postapocalíptica, publicada inicialmente en 1960. Como otras de su época, se inspira en el horror que producía la conciencia del poder de las armas atómicas, y trata de imaginar las consecuencias de una guerra nuclear generalizada. No llega a la aniquilación total de la especie humana porque eso sería intolerable (siempre nos inventamos que la especie sobrevive y siempre queda flotando ahí esa otra posibilidad, indecible) pero sí sugiere cientos de millones de muertes y la destrucción de los ecosistemas del mundo.
Miller imagina que los pocos sobrevivientes del conflicto nuclear sufren también una catástrofe cultural devastadora, que hace retroceder a los pocos asentamientos humanos que quedan a un estado de barbarie, similar al de los primeros siglos de la Edad Media europea. Ahora diría que el rasgo más profético de su narración es que esos seres humanos no “pierden” el conocimiento acumulado durante miles de años de civilización, sino que lo destruyen deliberadamente, llevados por el miedo y la superstición: el libro empieza 600 años después de la catástrofe, pero todavía hay quemas de libros, ejecuciones sumarias de personas acusadas de “saber”, toda clase de actos de salvajismo para “purgar” las culpas de quienes, supuestamente, ocasionaron la caída de la humanidad.
El texto, por otra parte, se interesa más en la idea de cómo se guarda y se recupera el conocimiento. Sus protagonistas son monjes dedicados expresamente a eso: miembros de una orden ficticia, la Albertina, que van por el mundo recopilando todos los documentos que pueden encontrar del pasado para preservarlos. Como Miller escribe en el entorno de la ciencia ficción estadounidense de su tiempo, su interés principal está en la ingeniería y las llamadas ciencias “duras”: la trama empieza con el hallazgo de una reliquia sagrada, un diseño para un circuito que los monjes no comprenden, pero tienen la obligación de copiar para que no se pierda. El resultado es una bella hoja de pergamino iluminada a mano, producto de jornadas largas y agotadoras de trabajo, en la que las anotaciones impresas han sido transcritas en letras unciales y hay viñas y flores dibujadas sobre las líneas rectas, austeras, del original.
Y esto es sólo el comienzo de una historia más compleja y extensa, que abarca casi dos mil años… Pero me da la impresión de que ya me he extendido demasiado. No he hablado de mi cuento. ¿Sí se entiende, al menos, que el tema de conocimiento imperfectamente conservado me parecía importante? ¿Se transmite la idea de que la memoria de la especie es frágil, y la sobreabundancia de “contenido” de nuestro presente no es garantía de que todo lo que hacemos y decimos vaya a sobrevivir y ser comprendido?
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Tal vez deba empezar otra vez. Hagamos eso.
El título de mi cuento fabuloso iba a ser “Los tres heresiarcas”. Iba a ser postapocalíptico, con algunos toques de Walter Miller y de otros textos aún más oscuros (oscuro tiene aquí el sentido de “mal conocido o misterioso”).
Iba a ser también un simulacro borgesiano, al estilo de “Pierre Menard, autor del Quijote” o “Examen de la obra de Herbert Quain”. Un falso artículo –redactado como mínimo en el año 2500– alrededor de un hallazgo arqueológico: el segundo o tercer artefacto jamás encontrado del siglo XX, en el que la humanidad casi se había destruido, etcétera. El objeto era un… ¿disco fonográfico?, ¿disco compacto? Nunca me decidí, pero una de dos. Tecnología de entonces. Lo importante es que, después de grandes esfuerzos, se conseguía construir un aparato capaz de reproducir el contenido del disco, y resultaba ser música grabada, lo que sugería que los primitivos del XX no lo eran tanto como se creía. El siguiente problema: que la música del disco no era instrumental, sino cantada en un idioma desconocido. Largas investigaciones lo identificaban como el misterioso “español”. Y ¡ay, lo que se decía en esa lengua muerta, por no hablar de lo que agregaba lo escrito en el estuche o funda de la grabación!
Una escuela de pensamiento opinaba que aquello era música religiosa, utilizada para rituales extáticos, en los que los fieles perdían la conciencia entre bailes y gritos. Otros pensaban que eran cantares de gesta, o algo parecido: historias en verso para ser aprendidas por un pueblo iletrado. Unos pocos estudiosos, sin embargo, tenían una hipótesis aún más audaz, que era la que más convencía al autor ficticio del artículo ficticio. Aquello sería un tratado científico: un almacén de conocimiento prohibido, disfrazado de música religiosa, creado en los primeros tiempos de las guerras nucleares por un grupo de heresiarcas (tres heresiarcas, para ser precisos, opuestos a los grandes imperios religiosos que poseían las armas nucleares) preocupados por el destino de la humanidad. La clave estaba en su deseo declarado de que la especie siguiera su marcha, su “rodar”, por la existencia, sugerido por la palabra “rocanrol”, la más utilizada en todo el disco.
Así, un resumen básico de psicología humana estaba oculto en la pieza titulada “Violencia, drogas y sexo”; “San Juanico 84” describía una explosión nuclear de 84 megatones; “Triste canción” era un planto (composición elegiaca) alrededor de las figuras míticas de Adán y Eva, descubridoras del misterioso continente llamado México (también mencionado en el disco); “Metro Balderas” era o un pequeño tratado sobre mediciones científicas, o bien la descripción de los túneles y subterráneos en los que la población de aquel tiempo se refugiaba para no exponerse a la radiación. Etcétera.
La gente del presente siglo puede no entender mucho de todo lo anterior. La intención de “Los tres heresiarcas” era que la gente del siglo pasado se diera cuenta de que el artefacto era un ejemplar de Simplemente, el primer disco de la banda El Tri (¿tres?, ¿lo vieron?). Todas las especulaciones del “artículo” debían quedar como absurdas, producto de imaginaciones excesivamente entusiastas. Más o menos como las que, hace muchos siglos, tomaron descripciones de un rinoceronte africano y, al malinterpretarlo, crearon la figura del unicornio.
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Nunca terminé “Los tres heresiarcas”. Lo empecé varias veces pero el chiste, que al final es uno solo y bien complicado, se caía a los pocos renglones. No fue mi primer fracaso de escritura, ni el último, desde luego. (Ni les cuento lo que me ha costado este artículo: vean nada más hasta cuando está saliendo.)
Ahora se me ocurre que algo como “Los tres heresiarcas” se podría escribir sin tener que ambientarlo en el futuro: basta con poner el artefacto de otro lugar o tiempo en una comunidad lo suficientemente ignorante del resto del mundo, aislada en sus propias creencias y sus propios canales de información, como los terraplanistas, los antivacunas o los fieles de Jaime Maussán. En cualquier caso, no queda una sola palabra de lo que llegué a redactar entonces, como no quedará, a su debido tiempo, ni una palabra de este artículo, ni del idioma en que está escrito, ni de nada.
Aunque, si de casualidad este es el texto sobreviviente, el artefacto del siglo XXI que alcanza algún futuro remoto… Qué diversión, qué maravilla, qué tristeza por todo lo demás, y ahora voy a repetir una frase de Borges: Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?
Alberto Chimal es autor de tres novelas, más de 30 libros de cuentos, ensayos y guiones de cine y de cómic. Recibió el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002, el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima 2014 y el premio del Banco del Libro 2021, entre otros. Su libro más reciente es la novela La visitante. Contacto y redes: https://linktr.ee/
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Posted: September 21, 2023 at 8:11 pm
Maestro, hace tiempo no comento. Ahí va mi choro.
Que sea ese disco de El Tri está genial por aquello de que ‘los otros’ siempre hallan en el contacto con nuestra civilización o época algo de la cultura muy conocida, sea culta o popular, fuertemente filtrado por una visión europeo-norteamericana. El contexto donde alguien traduce con deficiencia y de ahí interpreta la primera línea del disco “Ella existió sólo en un sueño” es, a la vez, hilarante y poético.
El argumento del cuento -y siempre lo traigo a colación- me recuerda uno de Lem. No sé si sea el título original, pero lo conozco como “El acertijo”. En él, dos robots monjes de una civilización posthumana debaten sobre uno de los libros que el “Santo Oficio” (sí, los robots también la cagaron con eso) acaba de prohibir por contener teorías ultraserias (muy burdas, similares a entender nuestro mundo a partir de El Tri), basadas en los registros humanos existentes, sobre cómo aquellos antiguos seres gelatinosos se reproducían sin los conocimientos técnicos ni las profesiones e instituciones que hacen posible la vida como ellos la entienden y a la cual han asignado valores divinos. Lo que más les pesa y pone todo de cabeza es el mito en el aire de que esos seres fofos los crearon. A la par, se cuentan el chisme de que están desarrollando ya una ‘IA’ capaz de vencer a los más avezados ajedrecistas. Lem no la denomina así, por supuesto, y tampoco es electrónica sino orgánica.
Hubiera sido maravilloso encontrar “Los tres heresiarcas” por ahí en un libro tuyo. No vi lo del nombre en “El Tri”. Jajaja. Saludos.