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Tapar el sol con un dedo
COLUMN/COLUMNA

Tapar el sol con un dedo

José Antonio Aguilar Rivera

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Una de las características más notables del quiebre de las democracias en la actualidad es la falta de un umbral claro que señale el fin de la democracia y el comienzo de otro tipo de régimen. En 1933, cuando los nazis incendiaron el parlamento alemán, para muchos observadores fue evidente que se había cruzado una línea roja. Esa claridad está ausente en los procesos contemporáneos de autocratización en los cuales el régimen es subvertido progresivamente por gobiernos dotados de una indudable legitimidad democrática. Que no haya golpes de estado claros que derroquen a políticos civiles hace mucho más difícil determinar si la democracia subsiste o no. Si observamos el caso de Venezuela es claro que por más de una década los analistas y académicos debatieron acaloradamente si el chavismo significó el fin de la democracia. Aún hoy hay quienes sostienen que en ese país subsiste la democracia por el simple hecho de celebrar elecciones. Así, no es extraño que uno de los retos analíticos más significativos en la actualidad sea determinar qué es lo que ocurre. No es, sin embargo, un desafío nuevo. El autoritarismo pos revolucionario que gobernó al país por más de setenta años jamás renunció a llamarse “democrático” aunque ese régimen no fuera una democracia. Pretendió serlo hasta el último día de su existencia.  De hecho, la lucha conceptual de los años ochenta consistió precisamente en definir lo que se entendía por “democracia”. Fue hasta que la oposición coincidió en comprender a ese término como un proceso político de competencia electoral —una “democracia sin adjetivos”—que pudo formar un frente unificado alrededor de una demanda coherente: elecciones  libres y creíbles que determinaran quiénes gobernarían.

De manera similar, los políticos que subvierten a la democracia buscan persuadir a sus seguidores de que sus acciones no significan un quiebre con ella sino más bien su profundización. De ahí resulta que la primera tarea de la oposición sea la claridad. Aunque imperfectas, existen suficientes herramientas conceptuales para analizar los procesos políticos de autocratización y determinar si la democracia subsiste. En un reciente artículo en el Journal of Democracy Viridiana Ríos sostiene, sin mayor argumento, que: “hay razones para ser optimistas en el caso de la democracia mexicana. En algún grado México exhibe muchos de los rasgos normalmente asociados a la resistencia democrática, tales como que los tribunales son capaces y están deseosos de controlar al poder ejecutivo, competencia robusta entre partidos… y la existencia de una cultura cívica, minorías étnicas organizadas y medios independientes”.[1] Este tipo de análisis no se hace cargo de la literatura de regresiones democráticas y autocratización. No analiza, por ejemplo, los procesos de usurpación del ejecutivo y cómo México encaja en patrones bien establecidos de concentración de poder en los presidentes. No se trata de que sea incuestionable la naturaleza o el sentido del cambio político, sino de ofrecer argumentos razonables, como lo hacen por ejemplo Mariano Sánchez Talanquer y Kenneth Green en la misma publicación.[2] Cuando los argumentos están bien especificados es posible determinar si la realidad se ciñe o no a sus predicados. Por ejemplo, es evidente que la propuesta de elegir jueces es incompatible con la aseveración de Ríos de que una muestra de la resiliencia democrática en México es que los tribunales contengan al ejecutivo. La inamovilidad de los jueces se pensó en el mundo precisamente para impedir el tipo de medidas que pretende la reforma del poder judicial y que coloca en situación de dependencia a los jueces. La retórica de Ríos es similar a los alegatos de los ideólogos del PRI en los setenta y ochenta que buscaban convencer a los incrédulos de que lo que había en México era una democracia de verdad. Se trata de una tarea de justificación, no de análisis. Lo sorprendente del alegato es que lo haya publicado el  Journal of Democracy.

Los observadores más astutos del actual predicamento mexicano comprenden que definir la naturaleza del proceso político actual tiene implicaciones estratégicas de gran calado. De hecho, los políticos que buscan subvertir a la democracia coinciden y cuentan con la “niebla” que rodea los procesos de autocratización. La usan a su favor. Se trata de que los ciudadanos no perciban con claridad la naturaleza y la intencionalidad del cambio político —de la democracia hacia el autoritarismo— hasta que sea demasiado tarde para frenarlo o revertirlo. Es lo que algunos académicos llaman stealth o sigilo. El desacuerdo y el escepticismo sobre las amenazas a la democracia impiden la coordinación efectiva de la oposición y la ciudadanía para combatir  la regresión. Los argumentos sobre la “resiliencia” pueden ser funcionales a la destrucción progresiva de los ejes institucionales del régimen democrático.

La paranoia de la oposición ante políticos populistas, sin embargo, también puede ser contraproducente. El historiador  Rafael Rojas lo pone de manera admirable en el último número de la revista Letras Libres.[3] Rojas sostiene: “si se aceptan, por ejemplo, los diagnósticos de la ‘deriva autoritaria’, la ‘regresión priista’ o, en su versión más radical, los tópicos de la ‘dictadura castro-chavista’, se estaría llamando a una resistencia al despotismo más que al ejercicio de una oposición legítima e institucional, que debe pactar sus divergencias”.  Ciertamente un diagnóstico equivocado puede llevar a estrategias erradas, inútiles o quijotescas. Si se cree que la regresión autoritaria pretende imponer en México una dictadura castrista se tomarán ciertas medidas en lugar de otras. En general, la crítica de Rojas se sostiene frente a quienes ven un complot del Foro de São Paulo. La deriva autoritaria mexicana tiene su origen y destino en la propia historia del país. Se trata de restablecer un régimen autoritario que tiene poco que ver con lo que ocurre en Venezuela o Cuba, mas allá de compartir la naturaleza no democrática. Para Rojas la oposición mexicana cayó en una trampa: “al definir como dictadura la nueva hegemonía política, lograda con mecanismos democráticos como las elecciones regulares o los plebiscitos vinculantes, la oposición se colocó en una posición inverosímil y afectada, similar a la de las derechas macartistas de la Guerra Fría, que veían comunismo en cualquier movimiento de izquierda. La asociación del cambio de régimen con alguna modalidad de despotismo tiene otros dos inconvenientes: que se da por consumado un proceso no concluido –antes del 2 de junio faltaban las elecciones y ahora seguirán faltando la concreción del Plan C o el sentido cabal de las reformas constitucionales– y que se presenta como ilegítimo un poder que ha sido refrendado por las urnas. Esto último genera en la oposición una natural demanda de épica y compromiso con la resistencia, que puede acabar en el testimonio o desestimular las prácticas de negociación del desacuerdo”.

Aquí, sin embargo, el argumento hace agua. El despotismo es despotismo, aunque sea de signo distinto al de otras latitudes. Pretender que la democracia subsiste —entendida ésta a la Przeworski como un régimen en el cual los partidos pierden elecciones— cuando no es así no es un llamado al realismo sino al autoengaño. Rojas recomienda: “tal vez, más que concentrar la mirada en el cambio de régimen –que no se produce como el despertar de un sueño— convenga a la oposición, a la sociedad civil y al campo intelectual descifrar el régimen del cambio. Identificar con precisión la base social de la nueva hegemonía política y comprender los resortes de sus preferencias son urgencias analíticas en una democracia joven y en construcción como la mexicana.” Es exactamente al revés: es indispensable descifrar la naturaleza del régimen porque del diagnóstico correcto de él dependerá la eficacia de las acciones y estrategias de la oposición y los actores políticos. Precisamente por ello tapar el sol con un dedo, pretender que la democracia subsiste, es una mala idea. Puede llevar a la oposición a fortalecer los cimientos del novísimo régimen autoritario al darle la cubierta que en el pasado le dieron al PRI los partidos satélites; una apariencia de democracia cuando todos sabían que el partido hegemónico no podía perder elecciones ni el poder. Reconocer que ha ocurrido un cambio de régimen, en lugar de voltear la vista, puede llevar a identificar una nueva agenda política que ciertamente no es la de la normalidad democrática (no se puede seguir contendiendo en elecciones sin más cuando no pueden ganarse). Implica identificar correctamente los ejes institucionales del autoritarismo restaurado para buscar su reversión. Tiene razón Rojas cuando señala que el plan C no se ha materializado aún, pero no hay una sola razón de peso, más allá de la serendipia, para pensar que en los próximos tres meses no se llevará a cabo. No parece posible que los consejeros del INE o los magistrados del TEPJF quieran o puedan impedir la asignación de curules que, a través de la flagrante sobrerrepresentación, permitirán a la coalición autocratizante tener las mayorías calificadas para ejecutar las reformas constitucionales.

Una política que reconoce el cambio de régimen no tiene que ser ineficaz o fútil, como propone mi amigo Rafael Rojas. Una perspectiva realista podría inspirarse en la historia de las fuerzas democráticas en el régimen autoritario posrevolucionario. Entonces los partidos, a excepción de 1982, no se abstuvieron de participar en las elecciones, pero al mismo tiempo entendían que los pilares institucionales del autoritarismo debían ser derribados para que las elecciones fueran la manera de transmitir el poder: una autoridad electoral autónoma, la separación del partido y el Estado, etc. La oposición deberá en el futuro dar un paso atrás para identificar y combatir las nuevas bases del autoritarismo restaurado al tiempo que repiensa el sentido de las elecciones.  Nada de eso se puede hacer tapando el sol con un dedo y pretendiendo que nada ha ocurrido. Lo necesario es exactamente lo contrario: mirar de frente al régimen que está naciendo.

 

NOTAS

[1]  Viridiana Ríos, “Why Mexico is not on the Brink”, Journal of Democracy, Vol. 35, num. 3 (Julio 2024)
[2] Mariano Sánchez-Talanquer, Kenneth F. Greene, “Is Mexico Falling into the Authoritarian Trap?”, Journal of Democracy, Volume 32, Number 4, October 2021, pp. 56-71
[3] Rafael Rojas, “El régimen del cambio”, Letras  Libres, Julio 2024. https://letraslibres.com/revista/rafael-rojas-el-regimen-del-cambio/

José Antonio Aguilar Rivera (Ph.D. Ciencia Política, Universidad de Chicago) es profesor de Ciencia Política en la División de Estudios Políticos del CIDE. Es autor, entre otros libros, de El sonido y la furia. La persuasión multicultural en México y Estados Unidos (Taurus, 2004) y La geometría y el mito. Un ensayo sobre la libertad y el liberalismo en México, 1821-1970 (FCE, 2010). Publica regularmente sus columnas Panóptico, en Nexos, y Amicus Curiae en Literal Magazine. Twitter: @jaaguila1

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Posted: July 16, 2024 at 6:41 am

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