El aparato de Estado en dos películas mexicanas
Bruno Ríos
Es innegable que la producción cinematográfica en México ha cambiado considerablemente desde la aparición de Amores perros en el año 2000, año político en el que alcanzamos nuestra controvertida alternancia partidista –para algunos y algunas no tan terrible después del desastroso gobierno del “nuevo” PRI– y que además catapultó la carrera de uno de los directores más importantes en la industria, no sólo para México, sino en el mundo entero, Alejandro González Iñárritu. La ideología neoliberal, junto con su ejercicio político desde finales de la década de los ochenta, ha transformado de manera radical la forma en que el cine – entre muchísimos otros productos culturales – tiende la mirada sobre la realidad mexicana y, más ahora que nunca, también hacia afuera, con ese “deseo de mundo” de la que hablaba, por ejemplo, Mariano Siskind en su libro Cosmopolitan Desires. Aún hoy vemos, sobre todo en el grupo de “Los Tres Amigos” (Del Toro, Cuarón y González Iñárritu), pero todavía más en los esfuerzos que podríamos catalogar como “cine de arte”, por ejemplo el enfant terrible en el que se ha convertido Carlos Reygadas, una estética en pantalla que sale de la autorreferencialidad y que busca dialogar con el cine global y sus temas. Un recorrido extenso y detallado sobre este proceso, desde cuestiones meramente técnicas hasta el entramado ideológico y político, lo ha hecho Ignacio Sánchez Prado en su libro más reciente Screening Neoliberalism: Transforming Mexican Cinema, 1988-2012, y que es una referencia necesaria para entender cómo llegamos hasta donde estamos ahora.
A pesar de que, como bien señala Sánchez Prado, los filmes de corte político o histórico en la primera década del nuevo siglo han sido eclipsados por las producciones más apegadas a géneros mucho más populares, como la comedia romántica, la crítica hacia la realidad social del país nunca ha dejado de estar presente en muchas de las películas que se han filmado en México en los últimos quince años. Por dar un ejemplo, en el año 2010, durante la celebración del bicentenario de la Independencia de México y el centenario de la Revolución Mexicana, surgen dos películas completamente distintas que compiten por el primer y segundo lugar en taquilla. El infierno de Luis Estrada, película altamente controversial y con gran expectativa por la audiencia – y aquí sigo a Sánchez Prado – recaudó casi 7 millones de dólares. Sin embargo, la película más taquillera de ese año no fue el crítico cine de Estrada, sino una comedia romántica de Alejandro Springall, No eres tú, soy yo. Esta es la realidad de la audiencia que tiene el cine en México –y me refiero estrictamente a la audiencia que compra un boleto en taquilla. Sin embargo, a Sánchez Prado se le olvida el mercado inmenso que existe en la maquinaria de la piratería. La audiencia en masa, la que tal vez vea al mismo tiempo la última entrega de la serie de películas de Iron Man y una película de Luis Estrada, no va al cine, no paga un boleto en taquilla, sino que va y compra DVD’s en el tianguis y los ve en su casa.
Más allá de la audiencia, lo que me interesa recalcar es que no solamente hay una intención desde la producción cinematográfica para hacer filmes cargados políticamente, sino que permiten, más allá de su intencionalidad inicial, una lectura y un análisis político. Queda claro que no todas las películas que se han producido en años recientes en México caen dentro de estos términos, pero me interesa recalcar dos en donde podemos observar, de manera analógica, la presencia del aparato de Estado.
La primera es Lake Tahoe (2008) de Fernando Eimbcke. La obra de Eimbcke es un resultado directo de lo que ha hecho muy bien Carlos Reygadas desde el estreno de Japón (2002). Tomas largas en que la cámara se queda fija en un punto, cuts to black y un ritmo de una lentitud sin paralelo que ya vimos en su ópera prima Temporada de patos (2004) son las firmas características de un director que sorprende por saber aprovechar todos los poderes de un cinematógrafo como Alexis Zabe, quien también ha trabajado directamente con Reygadas en sus dos últimas películas, es decir, Luz silenciosa (2007) y Post Tenebras Lux (2012). El filme sigue la aparentemente absurda serie de acontecimientos después de que Juan (Diego Cataño) estrella su Tsuru rojo contra un poste de luz en la localidad, también irónica, de Progreso, Yucatán. Tras el choque, que el espectador no ve sino que sólo escucha, Juan se embarca en una infructuosa y tediosa aventura por conseguir la pieza necesaria para reparar el auto. Poco a poco vamos desentramando la historia de Juan, en medio de silencios largos y personajes curiosos como Don Heber (Héctor Herrera) que vive con su perra Sika y es dueño de un taller mecánico; Lucía (Daniela Valentine), una madre adolescente que trabaja en una pequeña refaccionaria, y David (Juan Carlos Lara II) que es “el que le sabe” a los autos en la refaccionaria. Juan ha perdido a su padre beisbolista y aún no supera el duelo de saberse solo ante su familia, ante su pequeño hermano Joaquín (Yemil Sefami) y su madre (Mariana Elizondo).
Lo que me interesa de Lake Tahoe es que vemos, en medio de esta historia absurda y al mismo tiempo estremecedoramente tierna, una analogía de lo que viene, o de lo que se nos viene encima desde el 2006. Vemos, de frente, el aparato de Estado en colisión. México es, en una lectura enteramente analógica, un Tsuru estrellado contra un poste de luz. Después de que el Volkswagen Beetle fuera descontinuado en México –último país en producirlo y comercializarlo– el Tsuru se ha convertido en el automóvil utilitario por excelencia. Es, precisamente, lo que Volkswagen significó desde el principio: el auto del pueblo.
En el filme de Eimbcke es posible leer esto en los términos en que Agamben definió el aparato o dispositivo. El Tsuru es un dispositivo en el sentido en que éste, según Agamben, es “todo aquello que tiene, de una manera u otra, la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivos” (257). El destino de Juan está ligado de manera directa con el destino del Tsuru. Pero más aún, es el objeto de su dolor. El Tsuru es un dispositivo en el que deposita todo aquello que representa la analogía del Estado: un Tsuru estrellado en un poste es también la desarticulación de una familia, es el no-funcionamiento de la estructura social; es lo absurdo de Progreso, Yucatán. Y es también, en el 2008, un presagio escalofriante de lo que vino a agravarse exponencialmente y que vemos en la segunda película que interesa: Heli (2013) de Amat Escalante.
La factura de Heli es muy distinta a la obra de Eimbcke. Escalante mantiene la intención de mostrar de manera directa aquello que sabemos que está ahí pero incomoda. La violencia cruenta y directa que le valieron tanto críticas como aplausos es la que vemos también en sus películas anteriores, es decir, Sangre (2005) y Los Bastardos (2008). Si ésta última es de verdad perturbadora, tanto que podríamos tomarla como la Funny Games (2007) mexicana, Heli lleva al extremo una violencia que ya no vive en el imaginario de ficción, sino que vive en la cotidianidad de lo que se le ha llamado la Guerra contra el Narco. Esto dicho, el filme es impactante no sólo por sus temas, sino por su fotografía. Lorenzo Hagerman logra filmar un paisaje que es a la vez inhóspito y enteramente rural, monocromático, y en el cual la hípermodernidad prometida por el neoliberalismo se convierte en el único lugar seguro aunque sólo sea en apariencia, en la fábrica automotriz de este pueblo sin ley. La película narra la historia de Heli (Armando Espitia), un joven recién casado que trabaja, como su padre, en una ensambladora automotriz. A su vez, vemos cómo su hermana menor, Estela (Andrea Vergara), se relaciona con un joven un poco mayor que se encuentra en entrenamiento para convertirse en un elemento de la Policía Federal. Todo esto sucede en un ambiente de violencia excesiva, en el que lo cotidiano es la muerte y la tortura. Tras destruir un paquete de drogas que Heli descubre escondido en el tinaco de su casa, hombres armados irrumpen en su casa y asesinan a su padre. Posteriormente los secuestran y, aunque liberan a Heli después de haberlo torturado, Estela permanece desaparecida. Pronto el espectador se da cuenta de que no existe una figura de autoridad, ni legal ni moral, en el filme.
En el caso de Heli también está el aparato de Estado, aunque éste no es ideológico o alegórico como en Lake Tahoe, sino que es el “aparato represivo de Estado”, el cual “funciona mediante la violencia, mientras que los aparatos ideológicos de Estado funcionan mediante la ideología” (Althusser). Si el Tsuru en la película de Eimbcke representa el aparato ideológico político del Estado, en Heli lo vemos en una escena icónica de la película. Tras no “cooperar” con las autoridades en su intento de fabricar una versión oficial de los hechos después del asesinato de su padre y la desaparición de su hermana, una camioneta pickup (sin más leyenda que un número de unidad) se detiene frente al cuerpo delgado de Heli sin apagar el motor. A las espaldas de él, su casa humilde. Sobre la caja del pickup, un hombre en vestimenta militar sostiene, listo para disparar, una metralleta calibre 50 montada en el vehículo.
Se infiere que son elementos del ejército, pero da lo mismo. El aparato está ahí: “es” esa camioneta y no importa a quién pertenece. Ambos bandos son el mismo: ejercen la misma violencia. Lo que muestra al final Heli es la otra cara de la maquinaria, eso que Rossana Reguillo llama la “narcomáquina”: la pickup 87364 ante el cuerpo maltrecho del ciudadano común.
De igual manera, las consecuencias son atroces. Si en Lake Tahoe Juan logra finalmente conseguir la pieza faltante y arreglar el Tsuru para, en un final agridulce, tratar de encontrarle salida a su situación de duelo, en Heli el personaje no puede escapar. Lo que sigue es simplemente una continuación del ciclo interminable de violencia. Su juicio ético se encuentra desarticulado por completo. Heli termina por ejercer la misma violencia de la que ha sido víctima, sabiendo también que esa es la única manera de vivir. Finalmente, lo que ambas películas demuestran es que el cine mexicano sigue produciendo películas altamente políticas, altamente críticas del Estado y, además, generando cine de gran calidad.
Referencias
Agamben, Giorgio. «¿Qué es un dispositivo?» Sociológica (2011): 249-264. Impreso.
Althusser, Louis. Ideología y aparatos ideológicos del Estado. Buenos Aires: Nueva Visión, 1974. Print.
Sánchez Prado, Ignacio. Screening Neoliberalism: Transforming Mexican Cinema. 1988-2012. Nashville: Vanderbilt University Press, 2014. Kindle file.
Bruno Ríos es candidato a doctor en Literatura Hispánica en la Universidad de Houston y autor de varios libros de poesía, así como obra académica de diversa índole. Su más reciente libro de poemas, Cueva de leones, será publicado por editorial Cuadrivio este mismo año.
Posted: August 3, 2015 at 10:08 pm