Essay
HABLAR EN LENGUAS
COLUMN/COLUMNA

HABLAR EN LENGUAS

Ana García Bergua

Una vez conocí a un estadounidense que había aprendido a hablar en español en España y por lo tanto lo pronunciaba con la ce, tan meticulosamente como cada palabra la requiriera. Como no había perdido el acento norteamericano, escucharlo hablar así en México era algo parecido a comer una ensalada muy exótica. Aquel hombre ceceando de manera tan aplicada en nuestra tierra de siseos, pase usted, suave y sabrosón, parecía un invento de lo más curioso, como si alguien diera pasos de ballet al caminar, eso sí, con la exactitud de una partitura que no pudiéramos ver. Llegué a preguntarme qué sucedería si, después de unos años de vivir aquí, en medio de quienes no lo acostumbramos, perdiera por descuido aquel ceceo aprendido con tanto cuidado –muy útil, desde luego, a la hora de escribir–, pues no había eco para sus ces en ninguna parte, como les pasó a muchos españoles que llegaron a México. Quizá nunca dejó de ejercitarlo, como una previsión por si en algún momento regresaba a la tan mentada, para bien y para mal, madre patria y llegaba a necesitar aquellas ces y zetas para integrarse de nuevo: aquel acento era como un suéter o una bufanda en caso de alguna nevada improbable pero no imposible. ¿Llegaría a omitir las eses, por ejemplo, si hubiera aprendido su español en Cuba, cambiaría la elle que nosotros pronunciamos “eye” por la “eshe” si radicara en Argentina?  O quizá ya no era capaz de adoptar un acento nuevo y aquellas ces tan bien memorizadas, quizá a lo largo de meses entrañables que por alguna razón atesoraba, formarían parte de su personalidad, como el acento que adoptamos desde que nuestra madre nos enseña el idioma, ese que será nuestro para siempre con sus giros y sus pausas.

En realidad no somos de ningún lugar cuando hablamos una lengua que no es la nuestra y quizá esa es peor extranjería que la de verse en otra ciudad solo y sin referencias. Es peor porque no tenemos la complicidad del acento que lleva a historias, lugares, comidas y costumbres compartidos; no hay una realidad debajo de nuestro acento más que el del esfuerzo por comunicarnos con seres que siempre serán un poco ajenos, una rara impostura que, desde luego, se nota y nos señala como gente de fuera. ¿O qué gana un hispanohablante pronunciando tomato de distintas maneras, además de acordarse de Fred Astaire y Ginger Rogers (lo cual no es poca cosa, desde luego)? La pronunciación de los idiomas no tiene una verdad única, depende de muchísimos factores, incluso fisiológicos, y eso los hace más bellos y misteriosos. Cuando aprendemos un idioma, copiamos el acento de quien nos lo enseña o de aquellos a quienes imitamos, y es un poco como cuando recibimos el idioma materno, aunque después hablemos el idioma de nuestro hogar y nuestra ciudad con sus acentos y expresiones. Esas maneras de hablar nos conforman, por decirlo así, e incluso pautan el ritmo y la lógica de nuestro pensamiento. 

¿Pero en qué casa, en qué ciudad aprendemos otro idioma si lo aprendemos lejos de donde se habla? Quizá nuestra clase de inglés son las películas, por ejemplo, y entonces nuestro inglés será a ratos inglés, a ratos tejano o neoyorkino. E iremos copiando el habla de los actores como si fueran madres sustitutas y para el día en que nos veamos en la necesidad de hablarlo de verdad durante un viaje o con algún amigo extranjero, usaremos un rompecabezas de sonidos. Así podríamos decir que nuestro hogar natal en esos casos es la Cineteca, el sillón de la casa, los discos de música pop y un cúmulo de fantasías curiosas. Mi francés es godardesco o de Edith Piaf, podríamos decir, u oriundo de Netflix. Se me antoja horrores hablar ese inglés tan bonito de las series de la BBC, pero además de la habilidad, me faltarían el castillo, el vestido largo, las amistades que apreciaran semejante esfuerzo y no se burlaran de mí, de manera despiadada; a cambio, combino el inglés que aprendí en secundaria cantando a los Beatles con el de las lecturas y las muchas películas y programas vistos a lo largo de las décadas: sólo lo uso cuando canto en la regadera y con los guardias de algún aeropuerto, y aun así tengo la impresión de que nadie me entiende. Mis padres y sus amigos españoles decían que su pronunciación del inglés era de caballo; yo me los imaginaba relinchando con mucha aplicación, como hago ahora, seguramente, si me pongo a hablar el inglés que escucho y leo.

Sólo los grandes actores logran copiar de manera natural los acentos de otros lugares (eso es común entre los actores de habla inglesa) y tienen instructores especiales que de cierta manera les cambian la nacionalidad. Admiro a los escritores que adoptan un idioma entero como suyo y derrotan a la sensación de impostura. Pienso en Joseph Conrad o en Vladimir Nabokov, que adoptaron el inglés como su lengua de escritura y lo volvieron una lengua personal o, entre nosotros, en Fabio Morábito que adoptó por completo el español.

Debo decir que yo aprendí a hablar con la ce –fue mi primer idioma, mi idioma materno–; a fuerza de adaptación a la calle y al país lo sustituí por una serie de eses y giros que no por resultarme míos y entrañables dejo de considerar a veces con cierta distancia, ni de aquí ni de allá. Mis padres, a su vez, trataban de suavizar la dureza de su acento, incluida la ce que trocaban por una ese inventada, poco convincente. Me conmovía mucho ese intento de entregarse a esta pronunciación que es en sí una lengua completa, tanto como me llamó la atención aquel norteamericano con sus ces tan bien aprendidas.

 

Ana García Bergua  Es escritora y ha sido  galardonada  con el Premio de literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela La bomba de San José. Ha publicado traducciones del francés y el inglés, y obras de novela y cuento, así como crónicas y reseñas en medios diversos. Su Twitter es: @BerguaAna

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Posted: January 26, 2020 at 9:22 pm

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