La maldición de hacerlo bien a la primera: Carmen Laforet y Harper Lee
Alba Lara Granero
Hay autores de un solo relato, como aquellos que recogió Javier Marías en Cuentos únicos. Hay autores que escriben poco y dejan de hacerlo pronto por la atracción hacia la nada: los de la literatura del no que repasó Enrique Vila-Matas en Bartleby y compañía. Hay dos autoras, Carmen Laforet en España y Harper Lee en Estados Unidos, que no caben del todo en aquellas antologías, aunque también sean recordadas por una única obra. Sus primeras novelas, Nada y Matar a un ruiseñor, las lanzaron a la fama. Aunque sus vidas privadas no pudieron ser más distintas –Laforet fue madre joven y crio a cinco hijos, se divorció, viajó; a Lee no se le conoce ninguna pareja y apenas sí salió de su pueblo natal a excepción de sus épocas en Nueva York e Inglaterra–, sus carreras literarias se desarrollaron muchas veces de forma paralela. Ambas comprendieron, Laforet a los 23, Lee a los 34, que la cumbre que habían alcanzado podía eclipsar el futuro de su recién estrenada escritura.
Fueron contemporáneas a un lado y al otro del océano Atlántico, pero nunca se conocieron. Carmen Laforet nació en Barcelona en 1921 y Harper Lee sólo cinco años después en Monroeville, Alabama. A ambas las pusieron sus madres a recibir clases de piano de pequeñas. Las dos empezaron escribiendo en las revistas escolares. Harper Lee creció en el sur de Estados Unidos durante la Gran Depresión con un acceso limitado a la vida cultural. La pequeña Nelle Harper (cuyo primer nombre no era más que el de su abuela, Ellen, escrito al revés) se aburría, pero más aún su madre, una mujer con inquietudes artísticas que en el pueblo era considerada una excéntrica. Las gentes de Monroeville, en alusión a sus problemas nerviosos, decían de ella que era un albergue de demonios. Carmen Laforet, aunque había nacido en Barcelona, pasó su infancia y su adolescencia en la isla de Gran Canaria, un ambiente que en el momento se asemejaba a la Alabama de Lee en panorama cultural y clima cálido. La madre de Carmen Laforet –también una mujer con pretensiones culturales– vivía casi encerrada en su casa sin más estímulo que el de los libros. A su reclusión hay que añadir la queja de que su esposo, catedrático de Dibujo, tenía lances amorosos con frecuencia y escaso disimulo.
Ni Carmen Laforet, ni Harper Lee incluyeron el personaje de la madre en ninguna de sus novelas. La madre de Carmen se murió antes de que ella cumpliera veinte años. Nelle Harper perdió a su madre cuando tenía veinticinco años.
Desde posiciones acomodadas, tanto Laforet como Lee vivieron dos de los momentos más dramáticos de la historia de sus países en el siglo XX: la crisis financiera de 1929 en Wall Street y la Gran Depresión, y la Guerra Civil española entre 1936 y 1939 y la posguerra. Ni una ni otra tuvieron que lidiar con las consecuencias catastróficas de esos sucesos al mismo nivel que otras clases más desfavorecidas. El padre de Harper Lee pudo permitirse regalarle una máquina de escribir a su hija para que mecanografiara historias con su amigo y vecino, Truman Capote. Carmen Laforet vivía en su isla, alejada de la Península donde tenía lugar el combate de la guerra.
Sin embargo, a pesar de su fortuna material, tanto Laforet como Lee escribieron dos grandes relatos sociales de su época. Nada, la primera novela de Carmen Laforet, publicada precozmente en 1944, refleja la angustia y la sordidez de la España de posguerra. La famosísima primera novela (y, hasta 2015, indiscutiblemente única) de Harper Lee se publicó en 1960 tras más de diez años en los que la autora sobrevivía trabajando en lo que salía en New York City, a donde se había mudado en 1949 con la esperanza de convertirse en escritora. Matar a un ruiseñor está situada en los tiempos de la Gran Depresión, retrata el racismo de la sociedad sureña estadounidense y denuncia la falta de imparcialidad de un sistema judicial condicionado por los prejuicios.
Las dos autoras tuvieron la suerte de encontrar algo así como un mecenas para dedicarse íntegramente a su obra. Laforet vivía en Madrid mientras estaba escribiendo en casa de una tía, que había sabido comprender la magnitud del trabajo de su sobrina hasta el punto de obligar a toda la familia a cenar fuera de la mesa de la cocina, regada de notas y apuntes, para no obligar a Laforet a recogerlas. A Harper Lee, el matrimonio compuesto por Michael y Joy Brown le regaló un año de hospedaje gratuito en su casa de Nueva York con la única obligación de someterse a un horario de escritura.
Lee reescribió su novela al menos tres veces con la ayuda y las sugerencias de su editora, Tay Hohoff, quien al recibir el borrador de Matar a un ruiseñor –título, por cierto, propuesto, por la propia Hohoff– pensó que al libro le faltaba estructura y colaboró con la escritora directamente. Laforet escribió la novela sola o sólo con el consejo de conocidos y familiares. Josep Verges, el editor de Laforet, no podía hacer nada más que limitarse a publicitar su obra y ocuparse de que el libro estuviera bien distribuido.
Laforet y Lee se sirvieron de sus propias experiencias y las de sus amigos y familiares para construir sus historias. La familia de Laforet se tomó a mal el retrato que encontró en la novela de la joven, mientras que los conocidos de Harper Lee se enorgullecían de ser personajes de Matar a un ruiseñor. El padre de Harper Lee firmaba ejemplares del libro de su hija con el nombre de Atticus, el personaje de la novela, y Capote alardeaba de ser el modelo de inspiración para Dill. La batalla judicial de los personajes de Lee deslumbra frente al gris universo de posguerra de Laforet.
Quizá lo que verdaderamente une a estas dos escritoras es que quedaron profundamente marcadas por el éxito literario y editorial de sus sorprendentes primeras novelas. Carmen Laforet ganó con tan sólo veintitrés años la primera convocatoria del Premio Nadal, un certamen de novela que se convirtió en uno de los más prestigiosos de España. No había tantas mujeres escritoras en España, mucho menos así de jóvenes. El premio la lanzó como una bocanada de aire fresco en el triste panorama español de los cuarenta. Harper Lee obtuvo en 1961 el Premio Pulitzer de novela añadiendo su nombre a la lista de escritoras que lo ganaron desde que Edith Warton lo hiciera en 1921 con La edad de la inocencia.
Por supuesto, el hecho de escribir en un país o en otro, en una sociedad y un tiempo o en otro –la España de posguerra, frente a la prosperidad económica de los 60 en Estados Unidos–, tuvo consecuencias sobre las carreras literarias de las escritoras. Su éxito fue a la medida de las industrias editoriales de la España franquista y del Estados Unidos enriquecido con la reconstrucción de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Nada se convirtió en un fenómeno editorial que se reeditaba y daba que hablar en los círculos literarios. Intelectuales como Juan Ramón Jiménez o Azorín felicitaron públicamente a la autora por su trabajo. Las ofertas para colaborar en revistas se sucedieron, las entrevistas se convirtieron en el pan de cada día. Todo el mundo quería conocer a Laforet.
Lo mismo le ocurrió a Harper Lee, aunque con diez años más que a la catalana. Comparado con la repercusión de la novela de Lee, el impacto editorial y social de Nada puede sonar a logro modesto (aunque no lo fuera). Matar a un ruiseñor, después de recibir el Pulitzer, se institucionalizó de manera inmediata como clásico de la literatura estadounidense. Vendió dos millones y medio de ejemplares en su primer año de publicación.
Puede que el éxito de ambas novelas esté ligado a la originalidad de sus planteamientos. Nada tenía como protagonista a una joven estudiante abúlica que rechazaba el mundo de los adultos por considerarlo feo y descorazonador. La publicación de esta novela durante el franquismo, siempre de la mano del nacionalcatolicismo, provocó que más de uno la considerara herética y anticristiana. Al poco de publicarse Nada, salió a la luz una novela, bajo el pseudónimo de Gisel Dara, que quería responder a la supuesta inmoralidad del texto. Se llamaba Todo y hablaba de lo bien que le iba la vida a un hombre que se esforzaba, luchaba contra el terror rojo y acababa entrando al seminario.
Matar a un ruiseñor también suscitó algo de controversia. A algunos en el sur de los Estados Unidos no les sentó bien la imagen que Lee daba –intolerante, puritana y racista– de la sociedad de Alabama. Pero en general la novela fue recibida entre aplausos. La originalidad de Harper Lee no residió sólo en la elección de un tema social para su novela, tan adecuado en la década de los sesenta cuando pujaban los movimientos hippies, feministas, o ecologistas que abogaban por un cambio de sistema. Harper Lee acertó en no sucumbir al grotesco y la farsa a la hora de hacer actuar a sus personajes y también en elegir la mirada de la niña Scout para narrar la historia. Mirada infantil que, por cierto, Carson McCullers sintió muy cercana a la de su narradora de doce años en Frankie y la boda, publicada en 1946.
Las dos novelas fueron inmediatamente llevadas al cine. Tanto a Laforet como a Lee se les ofreció trabajar en el guion de la adaptación. Lee no quiso, Laforet sí. Matar a un ruiseñor, filmada en Hollywood en 1962, inmortalizó al personaje de Atticus Finch gracias a Gregory Peck y a su exhaustiva investigación del papel –Peck apareció por sorpresa, vestido de incógnito, en Monroeville para documentarse–. La única semejanza entre el proceso de grabación de la película dirigida por Robert Muligan y la adaptación en 1947 de Nada es que el director de esta última, Edgar Neville, había tenido su época hollywoodiense. Después de entablar amistad con Chaplin y actuar de secundario en algunas de sus películas, el español consiguió trabajo como guionista. La adaptación de la novela de Laforet fue censurada por el gobierno franquista, con cortes que en total pasaban de la media hora. La película no obtuvo buenas críticas ni buena recepción entre el público. Conchita Morales, pareja entonces de Neville, no consiguió dibujar el personaje de Andrea, la protagonista de Nada, con la misma fuerza que Peck interpretó Atticus.
Premios, entrevistas, película… La fama parecía no mostrar su cara amarga. Las dos escritoras, sin embargo, se cansaron pronto de escuchar las mismas preguntas y aborrecieron la exposición pública. De entre todas las preguntas que los entrevistadores y compañeros les formulaban, la que más temían era: ¿para cuándo la próxima novela? Y las dos decían siempre que pronto. De hecho, es cierto que Laforet había arrancado nuevos proyectos, y que Harper Lee investigó a fondo el caso del reverendo Maxwell con la intención de escribir. Pero la tan ansiada segunda novela no aparecía. Con el paso de los años, ambas autoras dejaron de conceder entrevistas, cansadas de ser preguntadas por su única obra, cuyo éxito les asfixiaba.
Las malas lenguas propagaban además rumores poniendo en duda la verdadera autoría de sus novelas. De las dos se dijo que habían sido ayudadas por un hombre para escribirlas: en el caso de la escritora española, el periodista Manuel Cerezales, esposo de Laforet, y Truman Capote en el caso de Lee. La leyenda dice que el propio Capote ayudó a propagar el bulo sobre su autoría parcial. Ahora bien lo único que sí está documentado es cómo Lee contribuyó a uno de los proyectos más famosos del escritor, A sangre fría, por cuyo trabajo el autor de Desayuno en Tiffany’s no dio ningún crédito a su amiga.
Lee no volvió a publicar otra novela a pesar de que en una de sus últimas entrevistas, la que concedió en 1964 al programa de radio Counterpoint, había afirmado que su intención era «escribir cada vez mejor» y convertirse en la Jane Austen de Alabama. También había dicho, con la mentalidad del zorro del cuento de Monterroso, que cuando se está en lo más alto, sólo se puede ir en una dirección. Puede que fuera la presión o, como dice Charles J. Shields en su biografía Mockingbird, que Harper Lee aprendió a estar en paz consigo misma viviendo de los réditos de su obra en el ostracismo. Y entonces, cuando el público daba este caso por cerrado, en 2015 se publicó Ve y pon un centinela entre cientos de titulares y mucha polémica, (hubo incluso un juicio para determinar si Harper Lee tenía lucidez suficiente como para aprobar la publicación de esta una precuela de su famosa novela). La escritora estadounidense murió poco después en febrero de 2016 en su pueblo natal. Lee será siempre la autora de Matar a un ruiseñor, sin importar si hubo dos novelas, ensayos o cuentos.
La gente también dio por perdida la esperanza de la aparición de una segunda novela de Laforet. Algunos parecían disfrutar con el silencio de la autora. El crítico Juan Antonio Masoliver, bajo el pseudónimo de Andrónico, escribió: el de Laforet es un libro bomba, una novela que compromete mucho a su autora para ulteriores salidas. Porque después de Nada no caben fáciles lirismos, ni amores desgraciados y demás historia de jovencita. Y es famosa la frase de Goytisolo, para describir la trayectoria de Laforet: después de Nada, nada.
Pero el caso es que después de Nada hubo mucho. Ocho años después de la publicación de ese libro, con varios manuscritos inacabados a sus espaldas, Laforet publicó La isla y los demonios. Luego vinieron libros de cuentos, novelas breves y ensayos. Obras todas ellas oscurecidas por Nada, que siguió y sigue vendiéndose hoy. Ganó otro gran premio, el Nacional de Literatura, con La mujer nueva (1955), y Laforet se convirtió pronto en objeto de estudio frecuente en los departamentos de español de Estados Unidos. Pero no pudo dejar atrás el lastre profesional del éxito de su debut.
Si Harper Lee llegó realmente a estar en paz consigo misma, Laforet no lo consiguió nunca. Más bien se convirtió en su principal obstáculo para la escritura, ejerciendo sobre sí misma una exigencia feroz desde bien temprano: en su primera entrevista después de ganar el Nadal, declaró que puede que fuera la última vez que escribiera para el público. Murió en 2004 en Majadahonda, Madrid, siendo por encima de todo la autora de Nada.
En 2015, la poeta estadounidense Kelli Russel Agodon contaba en Medium.com que, de su experiencia como editora, había aprendido que los escritores hombres respondían con más seguridad a los rechazos. Cuando la editorial no estaba interesada en el material concreto que le habían mandado, pero existía la posibilidad de que sí lo estuviera en el autor y solicitaba otras muestras, los hombres las enviaban en pocas semanas, mientras que las mujeres tardaban meses, años, o no respondían jamás. Agodon achaca esta tendencia a la educación tradicional femenina, y cree que las mujeres consideraban la petición de material como una simple muestra de educación para acompañar el rechazo, o bien pensaban que escribir demasiado rápido molestaría a los editores.
Puede que fuera la educación para señoritas que tanto Laforet como Harper Lee recibieron. O el respeto a la literatura, la exigencia, el miedo, la casualidad o el destino. No sabemos qué razones explicarían por qué estas dos mujeres se quedaron encasilladas como autoras de una única novela. Puede que el hecho de ser mujeres (son increíblemente frecuentes las referencias al aspecto físico de una y de otra: el atractivo de Laforet, la apariencia de marimacho de Lee) fomentase la creación del mito, pero también la presión que recibieron. En todo caso, Harper Lee y Carmen Laforet tuvieron una relación siempre agridulce con sus primeras obras, que las dejaron, de algún modo, encarceladas en la cumbre.
Para leer más:
Carmen Laforet. Una mujer en fuga, excelente biografía de la autora catalana escrita por Anna Caballé e Israel Rolón.
Mockingbird. A portrait of Harper Lee, de Charles J. Shields.
Alba Lara Granero (El Pedernoso, 1988) es escritora y licenciada en Filología Hispánica y máster en Formación del Profesorado por la Universidad Complutense de Madrid. Es graduada del programa MFA de la Universidad de Iowa y sus ensayos han sido publicados en Iowa Literaria y otras revistas.
Posted: May 29, 2016 at 3:41 pm
Un artículo sensacional, fluido y apasionante. Felicidades.