Soy un león americano
Sealtiel Alatriste
Soy el tercero, contando de izquierda a derecha. El de las barbas y bigote blanco, que con ese gesto tan fiero parece oligarca de la dictadura que tiene sojuzgado a mi país (de la que prefiero omitir cualquier comentario), y a quien la Patria, o quien sea esa señora de gorro frigio que está a la izquierda, quiere colocar una corona de laureles. Nunca supe por qué el señor Henri Rousseau, mejor conocido como el Aduanero, me escogió como personaje. El cuadro se llama Los representantes de los poderes extranjeros llegando a saludar a la República como signo de paz, y reproduce una escena que nunca ocurrió. El Aduanero la pintó con fines imprecisos, quizá para celebrar el esplendor colonial francés (del que parecía tan devoto como de la Torre Eiffel) y retrató a supuestos representantes de países que en algún momento pertenecieron a Francia. Es mi caso, soy mexicano y hace décadas mi país formó parte del imperio de Napoleón III, un episodio que por fortuna todos hemos olvidado. Todos, menos el Aduanero Rousseau, que presumía que en su juventud había participado en el ejército que anexó a México. Era su leyenda favorita, pero también una mentira vil. Todo el mundo sabe que lo pescaron robando, un robo menor es cierto, y que recibió sentencia de cárcel. Prefirió enlistarse en el ejército durante siete años a pasar treinta días en prisión. Corría el año de 1863, cuando México enfrentaba las fuerzas invasoras, y aunque Henri Rousseau se quedó en Angers, aprovechó la coincidencia de fechas para que la gente creyera que había sido un héroe napoleónico (de tercera, claro está, como su monarca), y no el hombre apacible que al salir del servicio militar entró a trabajar en la Aduana de París.
¿Cómo fue que llegó a ser un genio de la pintura?, ¿de dónde sacó el conocimiento para elaborar sus telas si todos creían que era un pobre oficinista que cuando más tenía aficiones musicales? Nadie lo sabe, es un misterio sin resolver. Fue autodidacta, ignoraba hasta las leyes de la perspectiva, y todos se limitan a aceptar su genio, el genio que un remoto día del año de 1886, a la edad de 42 años, exhibió en el Salón de los Independientes para maravillar a los espectadores con la originalidad de Una noche de carnaval, su primea tela, en la que retrata la ronda nocturna de Pierrot y Colombina en una especie de selva tropical, su ambiente favorito. Gaugin se tuvo que ir a una isla de los mares del sur para ver la naturaleza en todo su esplendor, pero al Aduanero le había bastado con soñarla. Pero no es de eso de lo que quiero hablar, sino de mi retrato, o más bien, de mis dos retratos, que pintó en 1907, y de los cuales quedé tan a disgusto. Habíamos convenido, al menos eso creía yo, que nunca los exhibiría, y sin embargo le llevó a regalar a Picasso en el que aparezco como representante de mi país. Es cierto que Pablo ofreció en su estudio un banquete en su honor, que so pretexto de exhibir el retrato de su mujer, Le Portrait de Mme M se trataba de recolectar fondos para el pobre viejo, y que a todos nos pareció muy bien que le regalara una tela menor (un gran cuadro hubiera sido un exceso), pero por qué escogió precisamente ésa, si sabía que yo iba a estar presente y que probablemente me ofreciera a comprar una de sus pinturas en signo de que no le guardaba ningún resentimiento. No lo sé, es un misterio tan grande como el surgimiento de sus dotes con el color, esa facilidad innata con la que creó la pintura que ya se conoce como Arte Naive.
Lo conocí en su estudio, en una de esas agradables reuniones que él llamaba, soirées musicales y familiales, en las que se trataba de beber (cuando había alguna bebida), ver al panadero y al tendero departiendo con gente extravagante, y escuchar al anfitrión tocar el violín. Me llevó el joven pintor mexicano Diego Rivera, con quien comparto el odio a la dictadura que mantiene sojuzgado a nuestro país. Vivo exiliado en París desde hace varios años, mi padre fue Cónsul de la República, pero después de la última reelección del tirano prefirió renunciar y nos quedamos a vivir en Francia. No tengo ninguna habilidad artística pero me ha sido fácil contactar con la bohemia del Bateau-Lavoir. Rivera, tengo que reconocerlo, ha sido un excelente guía en este mundo de genialidades y envidias. Hacía tiempo que quería asistir a las veladas del Aduanero, y conseguí que Diego me diera una de las invitaciones adornadas con el programa musical que ofrecería. El Aduanero tiene cerca de sesenta y cinco años y la apariencia de un viejo digno, pero vivía, no tan a su pesar, de forma miserable, aunque conservaba cierta distinción de su juventud. Tenía fama de ingenuo y hacía bromas a propósito de cualquier cosa. “Yo visité su país”, me dijo Rousseau cuando nos presentaron, “fui un sargento que se batió en Puebla con el ejército mexicano”. “Cuando nuestras armas se cubrieron de gloria”, le respondí. Era verdad, derrotamos al mejor ejército del mundo el 5 de mayo, fue una sola vez, pero lo derrotamos. “Efectivamente”, aceptó el Aduanero, “pero después los masacramos”. No dije nada más y me limité a observar el gesto de felicidad del pobre viejo. Rivera, no sé a cuento de qué, le dijo que yo era hijo de un político mexicano, pero no agregó que estaba en contra de la dictadura. Si lo hubiera hecho quizá no me hubiera tomado como modelo para la tela donde hace escarnio de mi posición. Me lo dijo el mismo Diego soltando una carcajada: “Te retrató como oligarca”. Me presenté nuevamente a su estudio de la Rue Perrel, y le pedí una explicación. Se limitó a verme como si no entendiera mi enfado, me enseñó la tela y me explicó que había necesitado un modelo mexicano, tenía particular cariño por mi país, agregó, por eso la Diosa iba a colocar en mis sienes la corona de laureles. “¿Pero no se da cuenta del ridículo en que me ha puesto? Yo soy un león de la libertad y usted me ha retratado como servidor de una de las dictaduras más viles”. Me siguió observando sin entender, y me dijo que si quería, para congraciarse conmigo, haría otro retrato donde podría aparecer con toda mi dignidad. Me pareció un trato justo y acepté.
Posé para él martes y jueves, de cuatro a siete, durante tres semanas. El último día me enseñó mi retrato. Cuál no sería mi sorpresa cuando me vi con cara de león, destrozando un leopardo con mis poderosas mandíbulas. No pude articular palabra. “Ahí está usted como el paladín de la libertad, haciendo pedazos a la dictadura representada por el pobre leopardito”. ¿Valía la pena discutir con él? “Aparece como las bestias de los tapices medievales, revestido de símbolos. Fíjese bien, en eso que llaman primitivismo de mis telas hay mucho de la emblemática de la Edad Media”. No, no valía la pena decirle nada, era imposible saber si esas payasadas eran fruto de su incapacidad o de un talento consumado para la comedia. Le pagué la cantidad que convinimos, y agregué una generosa propina para que guardara la otra tela, la de mi escarnio. Me dijo que no me preocupara. “Nadie compra mis telas”, concluyó. “A lo mejor, como dice Picasso, él y yo somos los dos grandes pintores de esta época, pero nadie se ha dado cuenta, posiblemente ni yo mismo”.
Ese fue el trato, repito, pero él no cumplió y le regaló su pintura a Pablo. Nadie pareció descubrir el parecido que tiene conmigo el personaje que está a punto de recibir los laureles, el tercero de izquierda a derecha, pero yo me sobresalté en cuanto lo vi. Eso, sin embargo, no fue lo peor. Al poco salió a subasta (pues de eso se trataba), una pintura en que aparece mi retrato en medio de la selva. Yo tengo el original pero el Aduanero lo había reproducido de nuevo. El almuerzo del león, lo tituló. El poeta Guillaume Apollinaire hizo una alabanza, y el comerciante Vollard lo compró por una suma ridícula. Rousseau, con su pequeño sombrero en la cabeza, el bastón en la mano derecha y su violín en la otra, se regocijaba de mi estupor. “Tu obra”, concluyó el poeta, “es el mejor ejemplo de lo que el exotismo americano ha aportado a la plástica”. Frase lapidaria que tal vez defina el arte del Aduanero Rousseau, pero que a mí me dejaba en ridículo. En esa tela magistral, con todos los emblemas que se quiera, no parezco un oligarca, sino que soy un león americano.
Posted: April 5, 2012 at 6:18 pm