“Danzamos”. Cuatro apuntes japoneses
Ernesto Hernández Busto
1. En septiembre de 1958, mientras recorre en coche la carretera entre Sendai y Matsushima, Mircea Eliade escucha atentamente a su anfitrión, el etnólogo y profesor japonés Ichiro Hori, que le desgrana historias del folklore local.
Una de ellas habla de un extranjero encorvado que llega un día a un pueblo, y cuando los habitantes, curiosos, le preguntan por qué camina así responde que en su país el cielo está tan bajo que de enderezarse tocaría la bóveda celeste. Otra de las leyendas trata de una mujer que va a lavar su ropa al río y que al levantar la cabeza topa con el cielo sin darse cuenta. Son relatos de un mundo mítico, donde la completa separación del Cielo y la Tierra aún no ha tenido lugar, y los hombres vagan, incómodos, por una especie de orbe intermedio.
El áspero paisaje de la costa japonesa fascina a Eliade no menos que estos relatos del tiempo anterior a una debacle cósmica: ese caprichoso conjunto de islotes parece dar testimonio pétreo de una ruptura metafísica: la del Pilar del Cielo, Ame no Mihashira, la columna que sostenía el universo y permitía la comunicación entre hombres y dioses.
“¿Cómo es posible la libertad en un Universo condicionado?”, se pregunta Eliade en esas páginas, como si buscara un espacio para que el hombre levantase la cabeza en un mundo sin dioses, pero aún regido por lo divino. Si la Historia crece a la sombra de varias metáforas primordiales, ¿cuál es entonces el espacio para la libertad humana? ¿Cómo se puede vivir en la Historia sin traicionarla, y participar, al mismo tiempo, en una realidad transhistórica? El escritor rumano tiene razones para hundirse en esos pensamientos sombríos. Aunque nadie lo ha cuestionado todavía, varios episodios de juventud lo vinculan a ese credo militarista que ha sido derrotado. La suma del mito y la política ha resultado un gran fiasco histórico, y la amarga realidad de una Europa en guerra ha dejado paso a un exilio que Eliade se esfuerza en leer como su propio camino hacia Ítaca: la posibilidad de alcanzar un Centro tras descifrar el origen oculto de sus vagabundeos y convertirlos en pruebas iniciáticas. La clave para salir de esa crisis espiritual es poder leer de manera correcta los sentidos ocultos, los signos mudos que lo rodean, verlos e interpretarlos incluso si no están ahí, reconocer lo real camuflado en las apariencias, “leer un mensaje en el transcurrir amorfo de las cosas y el flujo monótono de los hechos históricos”.
Como varios de sus colegas, invitados a ese coloquio sobre historia de las religiones, Eliade ve en Japón un campo de pruebas para sus teorías y sueña con desentrañar la filosofía profunda tras los cultos shinto. Una de esas noches, luego de una prolongada sesión con otros eruditos y asistentes, él y Karl Löwith deciden seguir su charla en una habitación del Park Hotel, discutiendo sobre el principio de complementariedad y otros fenómenos de la Física cuántica. El tema los apasiona porque creen que aporta pruebas a las intuiciones más profundas del budismo: en la nueva física parece probada la unión profunda de samsara y nirvana, del devenir como irrealidad y el ser como beatitud ontológica.
Löwith se queja, según Eliade, de que ninguno de los filósofos japoneses que ha conocido en su gira le ha dado una opinión fundamentada sobre el shintoísmo. ¿Qué hay detrás de esos ritos, dónde está el sistema, dónde la ontología y la teología? Su interlocutor le recuerda entonces las palabras de Hirai, un monje que estudiaba Historia de las Religiones en Chicago y que fue su guía en una excursión al famoso santuario de Ise. Entre el grupo de turistas, un filósofo norteamericano había expresado dudas similares a las de Löwith: “he visto los templos, he asistido a las ceremonias y disfrutado de sus danzas y trajes, pero no veo la teología, no acabo de entender el shintoísmo.
Hirai –cuenta Eliade– reflexionó un momento antes de responderle: “No tenemos teología. Danzamos”.
2. Buena parte de las ideas de Eliade sobre el papel de los mitos en el conjunto de la historia humana toman forma definitiva en ese viaje a Japón de 1958. Camina entre jardines y embarcaderos, recorre templos, atraviesa puentes con un aviso explícito para los suicidas (“¡Atención! No se deje tentar por gestos irreflexivos”), visita a una anciana ciega que puede darle pistas para su teoría del chamanismo… En esas historias que sus colegas e informantes le van contando hay muchas pruebas de un animismo que garantiza la presencia de lo divino en cada ser humano, piedra, árbol o animal, incluso en los objetos: el mundo visible incuba a cada paso garantías multiplicadas de un lazo concreto con poderes y personajes de otro mundo. Pero él detecta, sin embargo, otro tipo de vínculo, una necesidad más intensa que la cubierta por esas prácticas de plegarias y santuarios: la exigencia de comunicarse directamente con la divinidad y ser instruido por ella, la confrontación con la sacralidad concreta, que derivaría “de esa nostalgia del Puente primordial que antaño unía el Cielo y la Tierra (el puente flotante, Amano Ukihashi), por el que, in illo tempore, [las deidades] Izanagi e Izanami subían al Cielo”.
Columna de piedra, árboles que encarnan el axis mundi, cuerdas, puente colgante… pruebas de un tránsito roto, aunque no de forma definitiva. “El alma japonesa –concluye Eliade– suspira por una epifanía concreta de lo divino”. Al japonés, nos dice, le atrae una teología provisional y fulgurante de la Encarnación: dioses, hombres-dioses, espíritus, almas de muertos, almas de animales, etc. Y en ese mundo los dioses son también viajeros, gente de paso, visitadores por excelencia. Poseen la condición de extrañeza y transición que se reúne en el término marebito (“visitante”, “huésped”, “forastero”, “persona rara”), alguien desconocido que llega una noche a tocarnos la puerta.
Todo puede ser transfigurado, nada ni nadie es indigno de recibir la visita de un dios: puede estar lo mismo en una flor o un astro, en una piedra o en un tocón de madera. La dedicación japonesa a todas las variantes de un “arte del instante” es una suerte de miniaturización de ese mundo primordial, basada en el valor extraordinario que pueden adquirir, de pronto, todos los objetos, momentos o gestos. “El Universo –explica Eliade– está constantemente santificado por una infinidad de epifanías instantáneas”. Los dioses están por doquier pero no se instalan para siempre en ninguna parte. El espíritu desciende en cualquier momento y en cualquier sitio, pero no se queda, no se deja atrapar por la duración temporal. La epifanía es, por excelencia, fulgurante. Toda presencia divina es provisional.
3. Hace tres o cuatro años, cuando buscaba imágenes sobre la ensoñación para La ruta natural, cayó en mis manos un clásico peculiar de la fotografía japonesa: el Kamaitachi. Libro con nombre de demonio (uno más de una abigarrada y sutilísima demonología), se trata del testimonio visual de la incursión, en un pueblito tradicional japonés, del fotógrafo Eikoh Hosoe (famoso en Occidente por sus retratos de Mishima) y de uno de los fundadores del teatro Butoh, el coreógrafo-bailarín-actor-performer Tatsumi Hijikata.
Las imágenes del volumen son una mezcla muy peculiar de atmósfera tradicional y espíritu vanguardista, a veces surreal, que colinda con el más puro heimlich. Mientras escribo ahora recuerdo, por ejemplo, esta rara imagen que me alcanzó, quizá a destiempo: una mujer celebra el ritual nupcial del sake (sandan kudo, tres-veces-tres-tazas, como recomendaban las Musas en la oda de Horacio) mientras en su tejado un extraño hombre-cuervo parece advertirnos que la felicidad colinda demasiadas veces con la pesadilla. Pero es un libro que no merece ser glosado: hay que verlo, o mejor, hay que tenerlo para volver a él cada cierto tiempo.
La criatura que da título al libro es una suerte de comadreja o hurón mitológico (itachi), muy veloz, que vuela armado con un instrumento en forma de hoz (kama). De ella se dice que cabalga en un torbellino y posee garras muy agudas con las que ataca los humanos, causándoles paradójicas heridas profundas e indoloras. Entre los campesinos, cualquier daño físico de causa desconocida, o bien una herida de la que no se podía o no se quería hablar, era atribuido a esta bestia.
Hijikata usa este personaje mitológico como puerta de entrada a su performance en medio de una zona rural, un mundo distante que también forma parte de los recuerdos de Eikoh Hosoe, evacuado al campo durante su infancia. Ambos quieren mostrarnos un lugar donde la tradición es todavía forma de vida y no referencia lejana. Hosoe se dedica a fotografiar las interacciones espontáneas de Hijikata con el paisaje y las personas que se van encontrando. Hay risas, erotismo, misterio, sacralidad. En esa combinación seductora de actuación y fotografía, ambos artistas nos transmiten una investigación personal y simbólica de la sociedad japonesa en un momento muy particular, a fines de los años 60, en el que ese país se planteaba una profunda revisión de su pasado. Esa es también la época en que surge un tipo particular de danza. El Ankoku Butoh (Danza de las Sombras) que preconizaba Hijikata pretendía explorar las zonas oscuras del ser humano, su lado desconocido, tanto para él como para quienes lo rodeaban. “Su butoh, dice un crítico, trató de aprovechar las fuerzas genéticas durmientes que yacían ocultas en la conciencia cada vez más reducida del hombre moderno”.
Algunas imágenes del Kamaitachi, basadas en mitos y leyendas de la zona, resultan difíciles de entender para un occidental que no esté familiarizado con la cultura y las tradiciones japonesas. Pero una de las ideas centrales del libro es el trato que dan los aldeanos a estos recién llegados: ellos también son huéspedes sagrados, marebito. Un hombre baila y circula con total libertad en una aldea, es llevado en andas, hace de bufón y de dios el mismo día: está habitado por lo sagrado, y todos lo saben. Estas fotografías son entonces las imágenes de epifanías incomprensibles y, al mismo tiempo, perfectamente naturales.
4. Orikuchi Shinobu (uno de los antropólogos que, junto con Yanagita Kunio, sentó las bases de la etnología japonesa) propuso el concepto de marebito como el elemento central y fundador de las creencias populares de Japón. La palabra, ya lo dijimos, puede ser traducida como “huésped” o “visitante” pero en realidad, según los estudios de estos folkloristas, se trata de otro nombre para espíritus ancestrales o deidades que se “ponen en camino”, y suelen adoptar la apariencia de monjes, artistas, actores o ascetas ambulantes. Todos estos viajeros podían ser un posible marebito disfrazado, y de ahí que se les tratase siempre con una deferencia especial.
Procedían de un lugar llamado tokoyo (la tierra eterna), más allá del mar. Un País de los Muertos, que es una versión del paraíso. Solían llegar en periodos de crisis cósmica, a finales del invierno, en las proximidades del nuevo año. Y a diferencia de los visitantes comunes, llegados de otros pueblos cercanos, los marebito no provocaban miedo, sino que eran muy bien recibidos, como portadores de buena fortuna. Recorrían pueblos, bendecían las cosechas, iniciaban a los jóvenes. En realidad, precisan los etnólogos, estos visitantes eran los portadores humanos de los kami primordiales o espíritus de los antepasados, y su jerarquía podía incluir incluso al Emperador como deidad viviente.
Desde estas antiguas creencias, es un poco más fácil entender por qué la hospitalidad japonesa es el complemento ancestral de un “pensamiento errante”. La idea de una divinidad que viaja o que “está en camino” es parte inseparable del paisaje.
Uno de sus ejemplos más sorprendentes y seductores está en el relato que hace Lafcadio Hearn de su peregrinación a Enoshima. Allí aparece la historia de una gigantesca campana que tañó por sí sola, y de un enfermo llamado Ono-no-Kimi, que desciende al país de los muertos y comparece ante el juez y rey de las almas que allí habitan, Emma-O. “Vienes demasiado pronto”, le dice el juez, “todavía no se ha agotado la porción de vida que te corresponde en el mundo Shaba. Debes volver de inmediato”.
–¿Cómo voy a volver si todo está tan oscuro que me resultará imposible distinguir el camino? –implora Ono-no-Kimi.
Y entonces el dios le responde que vaya hacia el Sur, y se guíe por el sonido de la campana del Engakuji; así lo hace, y tras encontrar el camino de vuelta a su mundo, resucita en el mundo Shaba. Pero se trató en realidad, nos cuenta Hearn, de un doble viaje: también en aquellos días, mientras el improvisado enfermo se adentraba en la tierra de los muertos, un sacerdote budista a quien nadie recordaba haber visto antes, viajaba por todo el país exhortando a rezar ante la campana del Engakuji. “Se descubrió –termina el relato– que el peregrino gigante era la propia campana sagrada, a la que un poder sobrenatural había transformado en sacerdote. Y después de que sucedieron estas cosas, muchos rezaron ante la campana, y vieron cumplidos sus deseos”.
Ernesto Hernández Busto (La Habana, Cuba, 1968). Poeta, ensayista, editor y traductor cubano residente en Barcelona. Entre sus títulos más recientes se encuentran La ruta natural (Vaso Roto, 2015) y Diario de Kioto (Cuadrivio, 2015). Colabora en El País.
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Posted: April 17, 2017 at 10:51 pm