LA VIDA EN LA BURBUJA
Alberto Chimal
Las llamadas “cámaras de eco”, de las que tanto se habla en estos días, no son nuevas. Es más nuevo el nombre: el concepto de un entorno en el que la información que recibe una persona –al excluir o minimizar cualquier parecer y opinión distintos de los que ya se tienen– se va sesgando y estrechando hasta el punto de que se vuelve fácil que la persona en cuestión adopte posiciones extremas en sus creencias y rechace agresivamente el menor cuestionamiento de las mismas.
Este efecto de ciertas relaciones sociales y ciertos modos de consumo y diseminación de información se amplifica y acelera de manera espectacular (e imprevista) gracias a las redes sociales, pero ha existido desde hace miles de años. Palabras como tribu y secta, que en la actualidad se han comenzado a usar para describir a ciertos grupos fanatizados y encerrados en “burbujas informativas” de apariencia impenetrable, no sólo tienen varias otras acepciones, sino además siglos de existir en las lenguas occidentales.
Ni siquiera es nuevo el hecho de que una “cámara de eco” puede “formarse” a partir de cualquier convicción, incluyendo las más triviales, y no sólo de ideas explícitamente religiosas o políticas.
Este es un caso de la vida real: hace casi 20 años tomé clases con un profesor universitario y él nos dijo, en una sesión, que la literatura fantástica mexicana fue inventada por Carlos Fuentes en su cuentario Los días enmascarados (1955). Agregó que ese libro, Aura y quizás alguno más de Fuentes son prácticamente los únicos interesados en semejantes temas en toda la historia literaria nacional. Mis compañeros anotaron sin chistar lo que el profesor nos decía, pero yo no: como freak –o como lector asiduo de ciertas obras narrativas, ustedes decidan–, pregunté en voz alta dónde quedaban Francisco Tario y otros que han publicado textos en los que hay imaginación fantástica y no sólo son posteriores, sino en muchos casos anteriores, a Los días enmascarados. La noche, el primer libro de cuentos de Tario, es de 1943, agregué.
El profesor preguntó quién era Francisco Tario. Yo debí quedarme callado. No lo hice y le expliqué quién era Francisco Tario. No era (ni soy) el mayor experto en el tema, pero hablé con entusiasmo. Permítanme recomendar su obra a ustedes también, si no la conocen.
El profesor se enojó, y no sólo por tener un alumno replicón y sabidillo, con gusto por autores y términos oscuros. Eso no es literatura seria, dijo.
Yo pregunté si tampoco eran literatura seria las obras de José Emilio Pacheco, Juan José Arreola, Elena Garro, Octavio Paz o Salvador Elizondo, todos con al menos un texto que retoma, si no un “género” comercialmente establecido, al menos algún postulado, alguna imagen o referencia de lo que se llamaba “lo fantástico” desde el Romanticismo del siglo XVIII.
El profesor se enojó más y me dijo que esos, los serios, no hacían literatura fantástica. Yo: ¿Por definición, si es fantástico no es serio, y viceversa? Él: ¡Sí, por definición! Y aquel no fue el comienzo de una hermosa amistad.
Yo fui un loco, por supuesto, o al menos un tipo inaguantable. Nada más me faltó preguntarle, exclusivamente para fastidiar, si acaso en Pedro Páramo de Juan Rulfo no hablan los muertos (lo cual no ocurre en la vida real), o si su argumento de esa novela, en la que un personaje busca enfrentar el pasado que lo atormenta en el entorno ruinoso de sus orígenes, no tiene cierta semejanza con los de las novelas góticas. Tampoco tuve ánimos de proponer sutilezas o matices para llegar a algún acuerdo, o aclarar más mi propia posición respecto de las obras que mi profesor ignoraba o leía, según yo, de manera demasiado estrecha. Él no ha sido la única persona con los mismos prejuicios o la misma información parcial sobre los asuntos que discutíamos. En La vaca, uno de sus últimos libros, el mismísimo Augusto Monterroso escribió que la literatura fantástica de plano no existe entre nosotros, porque (parafraseo) todo es tan extraño y tan improbable en México que sólo podemos inclinar la cabeza y transcribir nuestra mágica realidad. La semana pasada, una persona en redes sociales me explicó que, “como saben todos los entendidos”, las hermanas Brontë (Charlotte, Emily y Anne) más Branwell, el hermano mucho menos famoso de las tres, son los más destacados inventores de mundos imaginarios de la historia de la literatura. Autoras y autores de los últimos seis mil años se retorcieron en sus tumbas, o fuera de sus tumbas si aún están vivos, pero qué van a saber ellos. La relación inversa entre la imaginación y la pertinencia o el prestigio literarios es una noción firme, con fuertes elementos de clasismo, que en muchísimos casos se alimenta a sí misma sin que nada le estorbe.
Esta es una discusión estética, desde luego, y no la más importante de nuestro tiempo. Pero formas de exclusión muy similares se pueden encontrar cuando se habla (o cuando se calla) acerca de otros sectores de la literatura nacional, como la escrita por mujeres o por hablantes de lenguas originarias. Y ahí resulta que, como otras cámaras de eco, las que parecen confinadas a estos temas tienen igualmente el potencial de hacer crecer la marginación social al reforzar ideas que, presuntamente, la justifican.
Todavía hay personas –incluyendo colegas– para quienes la escritura es una actividad “fundamentalmente masculina”. O que sólo merece practicar la gente “con mundo”, que haya podido visitar y vivir en muchos países. O, también, que no ve la necesidad de traducir libros a las lenguas mexicanas “porque esos son dialectos hablados y nadie los lee”. Y si bien los prejuicios que llevan a esas posturas se han discutido y rebatido muchas veces, los argumentos no siempre llegan a quienes más necesitan escucharlos ni, de llegar, son escuchados.
Parte de lo que ayuda a reforzar el pensamiento tribal en las cámaras de eco de hoy es el sentido de pertenencia e identidad que fomentan: la sensación de seguridad que se encuentra en una comunidad de apariencia homogénea y que postula la existencia de un otro que es inferior, hace el mal, abusa de “los buenos” sin que nadie lo detenga. Aun si no hubiera esfuerzos para atenuar el racismo, la desigualdad social o la inequidad de género, quienes los defienden –o por lo menos no se sienten incómodos debido a su existencia– igual se podrían identificar con un grupo en el que no se percibiera tal o cual beneficio que obtienen a expensas de otros. Supongo que no hacen falta ejemplos.
Y aún más insidioso, más perturbador, es el efecto de cámara de eco que lleva a alguien a adoptar una actitud fanática al apoyar una causa justa, o bien a defender una convicción claramente perjudicial para él o ella misma –como sucede en las comunidades oprimidas que justifican e incluso defienden activamente a sus opresores–, o bien a persuadirse de alguna noción irracional, delirante, que termina convertida en parte de una fe casi religiosa.
Algo más que me sucedió la semana pasada fue una discusión con una persona convencida de que la “cúpula del poder” –no un gobierno o una clase social sino una sociedad secreta, y probablemente satánica– nos controla mediante las vacunas y quiere hacernos creer que hubo viajes a la Luna cuando las imágenes del Apolo 11 son, en realidad, un filme de Stanley Kubrick. Todo eso se sabe, me dijo ella. Varios videos de YouTube le habían “abierto los ojos”. Por fastidiar (otra vez), pensé preguntarle si de casualidad no creía también que la Tierra es plana…, pero no lo hice. ¿Qué tal que me respondía que sí?
*Imagen de Pedro Ribeiro
Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego, Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal
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Posted: June 5, 2018 at 10:36 pm
El mundo esta lleno de personas maravillosas. Que bonito encontrar a seres que piensan por si mismos sin que se dediquen a repetir lo que escuhan a traves de los medios.
Muy divertida forma de explicar que el mundo está lleno de personas con la mente tan cuadrada que no aceptan otra realidad más que la propia. Como siempre, muy ilustrativos tus textos.