Nuestro Tiempo, de Carlos Reygadas
Naief Yehya
Desde Post Tenebras Lux (2012), su anterior película, Carlos Reygadas realiza experimentos de disección propia, intervenciones para desmontar al yo y la entelequia de lo personal, para tornarlos en material de ficción, en instrumentos para la especulación. Con esto crea una inquietante realidad aumentada, un juego de distorsiones, fracturas, extrapolaciones y suturas al tejido de lo real. En aquella cinta hay una escena en un baño público de una ciudad europea donde el protagonista, Juan, quiere que su esposa, Natalia, tenga relaciones con otros hombres. Esta secuencia anticipa la relación central de su más reciente película, Nuestro tiempo (2019), en la cual Reygadas se acerca más al fuego del hogar al protagonizar junto con su familia la historia de Juan (Reygadas), un poeta de éxito internacional y ganadero cínico e idealista, su esposa Esther (Natalia López, esposa y editora del director) quien administra el rancho, y sus tres hijos, los dos de la pareja en la vida real: Gaspar (Eleazar Reygadas) y Leonor (Rut Reygadas), y un hijo mayor de ficción, Juan Jr. (Yago Martínez). La familia vive en su rancho de toros de lidia, en Tlaxcala, cerca de Amatlán. Juan y Esther tienen una relación abierta, en la que las aventuras extramaritales sirven para condimentar la pasión (“¿Desde ahora estás planeando tu pajita?”, le dice ella), hasta que deja de ser así y un affaire de Esther con el arrendador de caballos gringo, Phil (Phil Burgers), comienza a torturar a Juan ya que siente que Natalia no le ha “contado todo”. La falta de transparencia, que Juan descubre al espiar el teléfono de su esposa, lo lleva de la desconfianza al acoso, al cuestionamiento de cada una de sus acciones y a mostrar una vulnerabilidad que eventualmente fisurará el amor. Los símbolos son evidentes: Juan, el ganadero, es un cornudo voluntario y los toros representan una virilidad agresiva y amenazante, la cual Juan admira en las bestias pero, supuestamente, reprueba en los humanos. El pacto de consenso sexual con Esther está construido sobre el terreno inestable de la pasión y esa fragilidad nos lleva a reflexionar en torno a la diferencia entre lealtad y fidelidad, la primera entendida como una forma de respeto y la segunda como un requisito de la posesión.
La cinta comienza con una larga introducción, que evoca el inicio de Post Tenebras Lux, en la que un grupo de niños, de entre cinco y diez años, juegan en una represa lodosa, (¿el limo original?) y luego se organizan para atacar a las niñas que flotan apaciblemente en una balsa. Después de ese asomo a la inocencia, al periodo de la vida en que la diferencia entre los géneros es vista a menudo como antagonismo, nos muestra a un grupo de adolescentes tomando el sol, fumando y bebiendo en otra orilla, el juego se ha convertido en tensión sexual, en deseo y códigos gestuales. La tensión hormonal casi puede palparse. De ahí vemos a los adultos que beben mezcal y cubas, el juego para ellos son las competencias a caballo y el entrenamiento de los toros, reflejos del erotismo y de los rituales sexuales. Reygadas lleva a cabo una exploración de los mecanismos del deseo y, específicamente, del ejercicio de intelectualización del amor, así como de la razón usada para administrar y domesticar la pasión. Lo cual parece un reflejo de las técnicas que emplea el ganadero para incrementar y cultivar la fiereza de sus toros y a la vez mantenerlos dominados. Las imágenes de la agresividad primigenia y explosiva del toro en la aterradora secuencia en que un toro eviscera a una mula y en la pelea a muerte entre toros (la afirmación de que ningún animal fue lastimado en la filmación parece difícil de creer), muestran el delicado límite entre la armonía cotidiana y los instintos salvajes.
Juan es un tipo cosmopolita y provinciano, un vaquero intelectual, sensible y brusco, un “soberbio insoportable” capaz de agredir y seducir a la gente con sus palabras. Un poeta que vive al margen de la ciudad de México, criando toros y a una familia al tiempo en que participa en eventos literarios internacionales. Como en otros de los filmes de Reygadas, las relaciones entre clases sociales ocupan un lugar importante. Tenemos a Juan fraternizando con sus caballerangos, vecinos y trabajadores y, al hacerlo, demuestra que aunque las diferencias pueden parecer borradas por la cordialidad (siempre percudida de paternalismo), o incluso por el sexo (como en Batalla en el cielo, 2005), en realidad son relaciones de poder cargadas de condescendencia, trágicamente inamovibles.
La supuesta libertad que implica su relación matrimonial es también una expresión de poder, ya que las relaciones de su mujer son sus propias fantasías sexuales, mientras se mantengan bajo su control. De tal manera llega al extremo de pedir y chantajear a Phil para que no detenga su affaire con Esther. Y una vez que lo logra, los espía, los interrumpe, los acorrala, los manipula. O bien, organiza una oportunidad para dejar a su esposa con otro amigo, con el presunto fin de hacer que se saque de la cabeza a Phil pero también para espiarlos y recuperar el control y dominio. El pacto es una estratagema masculina que deja muy poco espacio a la voluntad femenina. Juan se convierte en protagonista de las relaciones extramaritales de Natalia o, más bien, Reygadas, el director de la película, que interpreta al poeta, se convierte en un director que pone en escena sus fantasías interpretadas por Natalia, su propia esposa, para explorar los límites de la tolerancia y del dolor. Y con esto el filme se vuelve una delirante casa de espejos.
El elemento de auto ficción, o meta biografía, es una forma de reducir o eliminar las distancias entre el autor y la narrativa y, a la vez, crear nuevas barreras e ilusiones, espejismos de interpretación que enriquecen pero también pueden imprimir un carácter incómodo y perturbador a la obra. Podríamos pensar que, al exponer la vergüenza, el candor, el morbo, la perversión, la insinuación de intimidad y la humillación, se crea o bien una complicidad o un distanciamiento con el espectador, quien se verá obligado a percibir la vulnerabilidad de los protagonistas con una muy particular intensidad. A esto debemos sumar la actuación naturalista al borde del expresionismo angustiante de Reygadas y la extraordinaria franqueza de Natalia López, lo cual añade nuevos niveles de complejidad a la trama.
Esta es una película extraña, de una belleza formal apabullante, en la que los impresionantes paisajes semidesérticos, cubiertos de neblina, desolados o radiantes, filmados por un espectacular Diego García (quien también filmó Cementerio de esplendor, de Apichatpong Weerasethakul y Toro de Neón, de Gabriel Mascaro), sirven de contexto a emociones turbulentas y al desasosiego. Como en todas las cintas de Reygadas, la luz es uno de los personajes principales y los contrastes entre exteriores e interiores son muy impactantes y sostienen el tono de la trama. Pero a diferencia de sus otras cintas, Reygadas se vale aquí de un arsenal de recursos narrativos, incluyendo voces en off provocadoras, emotivas, cómicas y devastadoras. Esta es sin duda la cinta más discursiva, con más explicaciones y justificaciones que ha hecho este director, donde recurre a diálogos epistolares (alguno leído en la voz infantil de Leonora, en un giro inexplicable con tintes de humor), a mensajes que se teclean en una pantalla, letra a letra frente a nuestros ojos y a largas confesiones. Asimismo, se regodea al incluir el Concierto Voltaje para tímpano y orquesta, de Gabriela Ortiz, interpretado por Gabriela Jiménez, al cual asiste Natalia y en donde Juan es celebrado en ausencia con motivo de uno de sus premios internacionales. Esta visita al centro de la capital da oportunidad para mostrar la cortina y los balcones de Bellas Artes, la Casa de los azulejos, la Latino y otros lugares pintorescos de la urbe en una divagación de la trama central que eventualmente nos regresa al drama como un boomerang. Otro de los momentos que parecen fugas incluyen la visita que hace Juan a un amigo moribundo que es acompañado por sus seres queridos mientras agoniza de cáncer. Ahí Juan llora desconsolado envidiando a su amigo quien, a pesar de padecer una enfermedad en grado terminal, está rodeado de gente que lo quiere.
El cineasta incorpora dos himnos del rock progresivo para apuntalar la contundencia de la historia. En una secuencia con fondo de The Carpet Crawlers, del Genesis del periodo de Peter Gabriel, Reygadas nos muestra el motor y la suspensión de la camioneta que Ester maneja a su regreso al rancho. Las imágenes del mecanismo resultan extrañamente hipnóticas, en vez de ser una distracción al acompañar a esta pieza de la obra maestra The Lamb Lies Down on Broadway (1974), crean un estado de ánimo de angustia y nostalgia. Algo semejante sucede hacia el final del filme, cuando se escuchan las notas de Islands, una de las canciones más emotivas del grupo King Crimson, del disco del mismo nombre (1971), una pieza conmovedora que viene a cauterizar las emociones provocadas a lo largo de tres horas de intensidad, indulgencia, asombro, agonía y frustración. Nuestro tiempo no es una película para todo mundo, pero es una obra fuera de las normas, tan fascinante como desconcertante.
Naief Yehya es narrador, periodista y crítico cultural. Es autor, entre otros títulos, de Pornocultura, el espectro de la violencia sexualizada en los medios (Planeta, 2013) y de la colección de cuentos Rebanadas (DGP-Conaculta, 2012). Es columnista de Literal y de La Jornada Semanal. Twitter: @nyehya
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Posted: July 7, 2019 at 7:16 pm