Flashback
Ruy Pérez Tamayo
COLUMN/COLUMNA

Ruy Pérez Tamayo

Malva Flores

Todos los sábados, Ruy e Irmgard se sentaban invariablemente en unas mismas butacas de la sala Netzahualcóyotl. En la fila siguiente, mi padre ocupaba su lugar, justo abajo del matrimonio. Se apagaban las luces. Comenzaba una función que duró muchísimos años, hasta que mi padre se cambió a vivir a Xalapa y Ruy se quedó en México. Supe por mi padre que a la muerte de Irmgard, Ruy dejó de asistir.

Se habían conocido en los años ochenta del siglo pasado. Mentiría si dijera que recuerdo el acontecimiento que los reunió una noche en un bar de Berlín, junto con otros científicos mexicanos que iban representando a México en ocasión de algún congreso sobre ciencia y tecnología —conjeturo— y, a partir de esa fecha, se reunieron cada año para celebrar a los miembros del Club de Berlín. Recuerdo las larguísimas comidas en casa de mi padre cuando él era el anfitrión. Mi memoria se empaña al intentar precisar quiénes asistían a esas reuniones, presididas en los últimos años de la vida de mi padre en México por un pequeño pergamino que alguno de ellos—quizá mi padre, que era infinitamente cursi— había mandado a hacer y que decía “Club de Berlín”. Asistían varios físicos, eso sí lo recuerdo: Jorge Flores, Ariel Valladares… Estaba también el doctor Prieto, que amaba la música tanto como mi padre, y el otro gran melómano, Ruy. Recuerdo tanto a los físicos porque mi papá lo fue. Yo era la única joven que asistía a esas reuniones y discutía apasionadamente con ellos por todo, sobre cualquier tema, aunque el porvenir de la Universidad —es decir, la UNAM— era el tema eterno, asunto en el que yo metía mi cuchara con un desparpajo que hoy me ruboriza. En aquellos tiempos, y cuando ya me estaban derrotando (ahora pienso que, en realidad, nunca podría haberles ganado una discusión, pero ellos hacían como que sí), les replicaba, enojada, que si uno abría una coladera, seguramente saldría un físico y ellos, con una benevolencia que aún me asombra, se reían, me apapachaban. Ruy fue el único que me contestó una vez: “No saldría un físico: saldría un poeta”.

No necesito hacer aquí el recorrido del eminente patólogo que escribió decenas de libros. Maestro de muchas generaciones de médicos, miembro de El Colegio Nacional, consejo de la editorial Siglo XXI…, un hombre que creía en la ciencia más que en cualquier otra cosa y dedicó muchas horas de su vida a volver accesible para los legos, como yo, muchos momentos esplendorosos del más fundamental de los quehaceres humanos: convertir nuestras ilusiones o deseos —por obra de la ciencia, del pensamiento y del arte—, en realidad.

Ese hombre, cuyo sentido del humor hacía palidecer a cualquiera —irónico y punzante como un alfiler— acaba de morir, dejándonos, dejándome, en una renovada orfandad. No hablaré, entonces, del científico o del médico que luchaba para que sus colegas comprendieran la forzosa obligación de la empatía ante el irremediable dolor humano. Quiero hablar del señor que se levantaba todos los días a las cinco de la mañana, jugaba diariamente tenis hasta hace por lo menos cuatro años, antes de cenar se tomaba un whiskey religiosamente y me aseguró, contra toda la evidencia que yo le presentaba, que un vaso de leche era veneno puro.

A Ruy había que creerle, dijo siempre mi padre, que tomó al pobre Ruy como médico de cabecera de su prole. Y Ruy nos atendió a mis hermanas y a mí y hasta a mi cuñado, aquejado de un violento cáncer. Con firmeza, sin melodrama, pero con un cariño que se expresaba en su permanente interés, Ruy nos acompañó en el miedo y en la alegría de ver que mi cuñado se salvaba, a pesar de saber bien que todos debemos aprender a vivir con algunas víboras en la casa.

Desde que nos mudamos a Xalapa —mi familia y yo, siguiendo los pasos de mi padre— Ruy se volvió una presencia semestral o anual pues mi papá y otro amigo, el Dr. Víctor Alcaraz, hicieron circo, maroma y teatro para que la Universidad Veracruzana lo invitara con frecuencia, gestión que culminó con la inauguración de una cátedra que hoy lleva su nombre.

En la cena y mientras hojeaba mi libro, nos contó una anécdota que, a partir de entonces, repetía con ánimo de hacerme enojar: “En el Colegio Nacional, dijo, debíamos sentarnos por orden alfabético. En consecuencia, debía sentarme junto a Octavio Paz. Era terrible porque no paraba de hablar, de intervenir en cualquier asunto, todo el tiempo a cuento de lo que fuera. Terrible.”

Como antes, como siempre, pero ahora en mi casa, nos visitaba, cenaba con nosotros y me hacía rabiar. El día que llegó el primer ejemplar del libro en el que yo había puesto el alma y en el que él mismo aparece —Viaje de Vuelta—, Ruy estaba en Xalapa. Por supuesto, ese primer ejemplar que tanto había ansiado tener en mis manos, pasó a las de él, a petición expresa de mi papá. En la cena y mientras hojeaba mi libro, nos contó una anécdota que, a partir de entonces, repetía con ánimo de hacerme enojar: “En el Colegio Nacional, dijo, debíamos sentarnos por orden alfabético. En consecuencia, debía sentarme junto a Octavio Paz. Era terrible porque no paraba de hablar, de intervenir en cualquier asunto, todo el tiempo a cuento de lo que fuera. Terrible.”

La literatura también era asunto de Ruy y los afanes narrativos de mi padre tomaron forma cuando, gracias a su amigo, Siglo XXI publicó su novela, Viento del este. Muchos años después, ya acá en Xalapa, Ruy vino para presentar, junto con Jorge Brash, la que sería la última novela de mi padre, Los apretados infiernos. Mi hermana Milenka vino a acompañar a mi papá pues yo estaba de viaje. Mi padre, quien manejaba y conocía perfectamente la ciudad, se perdió antes de llegar al auditorio. Atrás suyo iba el auto de Ruy quien, después de dar vueltas y vueltas por Xalapa,  se detuvo y le hizo señas. Le rogó a mi padre que llamaran a un taxi para que los guiara. Minutos antes del inicio, arribaron tras un taxi. Fue el principio del fin. Esa noche, sentada junto a la alberca del hotel donde me hallaba, me sentí muy culpable por no haber estado ahí. Imaginaba su angustia por hacer sufrir ese contratiempo a su amigo…; y su terror… porque siempre odió la impuntualidad. De hecho, sus últimas palabras pocos minutos antes de morir fueron: “¿Qué hora es?”

No haré más larga la historia. Gracias a Ruy, a su diagnóstico certero, mi padre vivió sus últimos cinco años en nuestra casa y no lo internamos en una clínica para ancianos con Alzheimer, como todos los especialistas nos habían recomendado, erróneamente. Enojado ante nuestra desesperación, Ruy nos regañaba porque le insistíamos en que mi papá quería salirse de la casa y se iba a perder. Nos dijo que a los ancianos —él  tenía 15 años más que mi papá— debíamos cuidarlos, protegerlos y acompañarlos; que lo único que no podía perder un ser humano era su libertad.

“Libertad por el saber” es el lema de El Colegio Nacional. En su discurso de ingreso, “Un fantasma en el siglo XX”, Ruy Pérez Tamayo inició de esta manera: “No es mi intención sorprender a los miembros de este Colegio, que hoy me acoge con tanta generosidad, confesando que he visto un fantasma. Aclaro que no creo en espíritus, milagros, encantamientos o cualquier otro tipo de fenómeno sobrenatural. En lo que sí creo es en lo que señaló Einstein, cuando dijo ‘Dios no juega a los dados’, queriendo decir que la regularidad de la Naturaleza es regular.”

Ya sé que “Dios no juega a los dados”, pero hoy no estás aquí, Ruy, para decirme, con sorna, que parece que sí lo creo. Sí lo creo, Ruy, y estoy furiosa por tu muerte. Sé que la “regularidad de la Naturaleza es regular”. Sé que no había más remedio. De todos modos, quisiera que fueras, transfigurado, como esa trucha plateada de la que hablaste en un libro que se llama La muerte y que leí tantas veces, después del deceso de mi padre, para entender lo que no quería, entonces, ni quiero, hoy, entender. Ahí nos habías relatado historias espeluznantes sobre las formas que algunas especies tienen de envejecer o morir. Allí también nos contaste el “caso de la trucha plateada que se reproduce y envejece y, por lo tanto, adquiere todas las características de la decrepitud… Pero al año siguiente rejuvenece, vuelve a procrear y continúa sus ciclos de juventud, adultez, decrepitud, juventud… y así”.

 

Malva Flores es poeta y ensayista. Autora de La culpa es por cantar. Apuntes sobre poesía y poetas de hoy (Literal Publishing/Conaculta, 2014), Galápagos (Era, 2016), A extraña línea quebrada (Literal Publishing, 2019) y Sombras en el campus (Bonilla, 2020). Su libro más reciente es Estrella de dos puntas (Planeta, 2020), por el que obtuvo el Premio Mazatlán y el Premio Xavier Villaurrutia. Es columnista de Literal. Twitter: @malvafg

 

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Posted: January 27, 2022 at 9:31 pm

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